?Hacia el fin de la memoria?
Quiz¨¢s la identidad de clan construida por el recuerdo familiar no parezca gran cosa, pero vehicula conocimientos esenciales
Casi todos hemos visto alguna vez fotograf¨ªas de nuestros abuelos o bisabuelos, incluso de nuestros padres, en blanco y negro y montadas en cart¨®n duro. En ellas, los retratados aparecen bien vestidos y peinados, con expresi¨®n seria y hasta solemne, en un escenario que suele guardar el mismo decoro: unas cortinas recias al fondo, un jarr¨®n con flores sobre un pedestal. Cuanto m¨¢s atr¨¢s nos vamos en el tiempo ¡ªcuanto m¨¢s excepcional era hacerse una fotograf¨ªa¡ª, m¨¢s teatral resulta la puesta en escena. Fondos difuminados, vestidos de gala, posados a la manera de los reyes o de las estrellas de cine y retoques a mano de pesta?as y labios. Todo para que esa imagen resultara tan imponente como un cuadro. A menudo, el destino de estos retratos era reinar durante d¨¦cadas en un sal¨®n donde hijos, nietos o bisnietos sab¨ªan que aquellos j¨®venes eran el t¨ªo Antonio o la abuela Enriqueta en sus a?os mozos, cuando viv¨ªan en tal o cual sitio y hac¨ªan esto y aquello. Las historias de esas fotograf¨ªas pasaban de una generaci¨®n a otra. Los miembros de un clan familiar, perennemente colgados y ataviados seg¨²n la moda de su tiempo, ten¨ªan algo m¨ªtico.
Tambi¨¦n los ¨¢lbumes fueron muy importantes hasta la aparici¨®n de la imagen digital. No era raro pasar la tarde viendo fotos en tonos sepia o tomadas con carretes Kodacolor, cuidando de que no se cayeran de las p¨¢ginas autoadhesivas a las que se les hab¨ªa secado el pegamento. Aquellos retratos formaban parte esencial del relato familiar, eran sus custodios, pues se acompa?aban de an¨¦cdotas que conformaban la memoria. Una memoria no solo ¨ªntima, sino tambi¨¦n com¨²n en la medida en que se contaban hechos y costumbres de ¨¦pocas anteriores. Al ser presentado desde un pathos reconocible, el pasado no constitu¨ªa algo extra?o y ajeno, sino que se relacionaba con el presente de una manera muy viva gracias al sentimiento.
No hay transmisi¨®n sin emoci¨®n, y para que la emoci¨®n y la memoria calen y se fijen, han de repetirse. Hoy la memoria familiar es cada vez m¨¢s difusa, y no resulta descabellado pensar que se debe, en parte, a la p¨¦rdida de las repeticiones propiciadas por la oralidad. Ahora una estampa habitual de padres e hijos es la de estar cada uno absorto en su propia pantalla, en su propia red social, serie, pel¨ªcula. Fragmentado, sin salir de sus propios intereses. Y, por supuesto, ya apenas existe ese ritual de sacar de las estanter¨ªas los ¨¢lbumes de fotos que los ni?os ve¨ªan una y otra vez, a solas o junto a unos adultos que les explicaban qui¨¦n era qui¨¦n y qu¨¦ se hac¨ªa en ese momento. En su lugar, y gracias a los tel¨¦fonos m¨®viles, hay una profusi¨®n de im¨¢genes tal que ninguna adquiere relevancia. Algunas se imprimen y se apelotonan en un corcho, que es pr¨¢cticamente un lugar de paso. Incluso cuando hacemos un ¨¢lbum, este ya no posee un car¨¢cter excepcional. No hay m¨¢s memorabilidad que la del ¨¦xito, medido en likes, de una imagen subida a Instagram o a alguna plataforma similar, que no es un espacio nuestro y tampoco p¨²blico, pues esas plataformas pertenecen a alguien. All¨ª lo que ha de importarnos lo deciden unos emporios empresariales con unos criterios socialmente asumidos que responden a est¨¢ndares publicitarios, y todo desaparece r¨¢pidamente por su inmaterialidad y necesidad de seguir generando los me gusta. Esto se traduce en una incesante b¨²squeda de la aprobaci¨®n ajena que nos vuelve idiotas. Somos incre¨ªblemente dependientes del qu¨¦ dir¨¢n y ejercemos, a su vez, de viejas del visillo, ese arquetipo de personas chismosas y superficiales con vidas vac¨ªas.
Quiz¨¢s la identidad de clan construida por la memoria familiar no parezca gran cosa. Sin embargo, las identidades vehiculan conocimientos esenciales procedentes de la experiencia y la tradici¨®n, adem¨¢s de un aprendizaje de lo comunitario y de la continuidad. Trasmiten la cultura propia, cuyo valor, y esto parece una paradoja, no es meramente identitario. Nos permite saber de d¨®nde venimos y aprehender el pasado en su relaci¨®n con el presente, pero tambi¨¦n nos dota de perspectiva e impide el relato ¨²nico. Por el contrario, la p¨¦rdida de la memoria conlleva una aculturaci¨®n salvaje y una pobreza brutal de referentes.
La realidad est¨¢ cada vez m¨¢s definida por el uso de las nuevas tecnolog¨ªas. Nuestra relaci¨®n con los dem¨¢s y con el mundo pasa por ellas, y nos amoldamos sin chistar a su l¨®gica perversa: la del dinero y la muerte. Nada permanece. Todo es consumido de inmediato. No hay elaboraci¨®n, reflexi¨®n, autonom¨ªa, tiempo. Tampoco queda apenas lugar para la memoria, la cual, en un contexto como este, se convierte en algo potencialmente subversivo. Pues la memoria, entendida en un sentido amplio ¡ªla de nuestras familias, pero tambi¨¦n la de los libros, las pel¨ªculas, las pinturas y, en general, la del arte, el folclore o el pensamiento¡ª, alberga modos distintos de mirar y vivir.
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