Treinta a?os hablando de Pablo Escobar
Su legado m¨¢s duradero fue inyectar en una democracia m¨¢s o menos estable el virus de la corrupci¨®n, e incluso trastornar para siempre el sistema de valores de toda la sociedad colombiana
En pocas semanas se cumplir¨¢n 30 a?os desde que Pablo Escobar, el narcotraficante m¨¢s (tristemente) c¨¦lebre de la historia, muri¨® abaleado en los tejados de Medell¨ªn. Se hab¨ªa escapado 16 meses atr¨¢s de la c¨¢rcel La Catedral, construida seg¨²n sus exigencias para que aceptara someterse a la justicia, y no era la ¨²nica de las iron¨ªas el hecho de que se hubiera pasado los ¨²ltimos a?os tratando de someter al pa¨ªs. Durante los 16 meses de su vida clandestina, mientras vivi¨® escondido y hostigado por las fuerzas del Gobierno, las fuerzas de la DEA y los carteles enemigos, Escobar desat¨® sobre la sociedad civil de mi pa¨ªs una campa?a de terrorismo desesperado que marc¨® nuestras vidas, las vidas de mi generaci¨®n, como nada m¨¢s lo ha hecho.
El personaje de una novela m¨ªa recuerda una frase que se le atribuye a Napole¨®n Bonaparte: ¡°Para entender a un hombre, hay que entender el mundo que exist¨ªa cuando ten¨ªa 20 a?os.¡± Pienso en mi generaci¨®n entera: el mundo de nuestros 20 a?os era el de 1993, el de las bombas en los centros comerciales, el de los ciudadanos convertidos en objetivo militar azaroso y gratuito, y el de los vidrios de las ventanas cruzados con cintas blancas, para que no se convirtieran en esquirlas asesinas cuando una explosi¨®n las hiciera estallar. Era el mundo de vivir con miedo, el mundo en el cual todos conoc¨ªamos a una v¨ªctima de la violencia narcoterrorista, o a la familia de una v¨ªctima. El mundo en que la v¨ªctima estaba en nuestras familias: s¨ª, era ese mundo tambi¨¦n. Pues eran los d¨ªas en que nadie estaba a salvo. Y eso siempre me ha servido para conocer a mi generaci¨®n.
Con la muerte de Escobar se cerr¨® una d¨¦cada de vida en Colombia cuya violencia no se parece a nada de lo que hab¨ªamos vivido antes, ni a nada de lo que hemos vivido despu¨¦s. Escobar lider¨® una organizaci¨®n terrorista que dej¨® unos 5.000 muertos y muchas m¨¢s familias destruidas, y llev¨® su guerra a la sociedad civil de maneras in¨¦ditas. Yo tengo grabado en la memoria su di¨¢logo con un lugarteniente durante una llamada intervenida, en momentos en que estaba o se sent¨ªa acorralado. ¡°Tenemos que crear un caos muy berraco para que nos llamen a paz¡±, dice all¨ª. ¡°Si nos dedicamos a darle a los pol¨ªticos, a quemarles las casas y hacer una guerra civil bien berraca, entonces nos tienen que llamar al di¨¢logo de la paz y se nos arreglan los problemas¡±. En otra llamada: ¡°Hay que darles a los pol¨ªticos, a los militares que nos atropellen, a los jueces que nos atropellen, a los periodistas¡±. S¨ª, yo he conocido a varios periodistas que salvaron sus vidas ¡ªhuyendo del pa¨ªs, la mayor¨ªa¡ª y conozco a los hijos hu¨¦rfanos de los que no lo consiguieron. Y a los viudos o las viudas de pol¨ªticos o jueces que murieron asesinados por el Cartel de Medell¨ªn: a ellos los conozco.
Durante su paso por la escena p¨²blica colombiana, Escobar mont¨® una mafia narcotraficante que lo convirti¨® en uno de los hombres m¨¢s ricos del mundo (y no s¨¦ por qu¨¦, pero nadie recuerda esto sin a?adir: seg¨²n la revista Forbes), pero que adem¨¢s inyect¨® en una democracia m¨¢s o menos estable el virus de la corrupci¨®n, e incluso trastorn¨® para siempre el sistema de valores de la sociedad entera. Hoy, con la perspectiva de los 30 a?os transcurridos, me parece evidente que este es su legado m¨¢s duradero, aunque no sea para todo el mundo el m¨¢s doloroso. La entrada de los dineros del narcotr¨¢fico en la sociedad colombiana trastoc¨® su pol¨ªtica, por supuesto, pero tambi¨¦n el resto de la vida civil. Trastorn¨® la iglesia: Rafael Garc¨ªa Herreros, un sacerdote influyente, dec¨ªa que Escobar era ¡°un hombre bueno al que quiero llevar al cielo¡±, y le aceptaba donaciones costosas para sus proyectos de caridad. Trastorn¨® su f¨²tbol: todos recuerdan al otro Escobar, Andr¨¦s, asesinado por apostadores despu¨¦s de que la selecci¨®n colombiana fuera eliminada de un mundial.
En unas l¨ªneas de Noticia de un secuestro que he citado m¨¢s de una vez, Garc¨ªa M¨¢rquez hace un diagn¨®stico preocupado que no tiene nada de ingenuo. All¨ª escribi¨®: ¡°Una droga m¨¢s da?ina que las mal llamadas heroicas se introdujo en la cultura nacional: el dinero f¨¢cil. Prosper¨® la idea de que la ley es el mayor obst¨¢culo para la felicidad, que de nada sirve aprender a leer y a escribir, que se vive mejor y m¨¢s seguro como delincuente que como gente de bien. En s¨ªntesis: el estado de perversi¨®n social, propio de toda guerra larvada¡±. Yo creo que lo vio con lucidez. La m¨ªa siempre ha sido una sociedad de violencia f¨¢cil, y basta o¨ªr los cuentos de los abuelos para saberlo, pero el paso de Escobar la dej¨® convertida en un lugar distinto. Escobar no invent¨® a los sicarios, esos j¨®venes sin futuro que matan por poco dinero, pero s¨ª contribuy¨® generosamente a que bajaran las defensas de toda una sociedad ante el fen¨®meno. Lo digo bien: bajar las defensas. Eso es lo que sucede, creo yo, cuando una sociedad se ve impregnada por determinados fen¨®menos de violencia, de corrupci¨®n o de inversi¨®n de valores: el cuerpo social (o pol¨ªtico) se vuelve menos capaz de rechazarlos, o, lo que casi siempre es lo mismo, m¨¢s dispuesto a tolerarlos.
La conclusi¨®n no cambia: en estos 30 a?os, Escobar ha dejado de ser solamente un narcotraficante y un asesino, y se ha convertido en un personaje medi¨¢tico. Goza desde hace tiempo de una cierta celebridad grosera, y un c¨®ctel imbatible de estupidez, ignorancia ramplona y ceguera moral lo ha convertido en marca. Ah¨ª est¨¢, en las peregrinaciones organizadas en su ciudad para turistas bobos. Ah¨ª est¨¢, con su foto de presidiario reci¨¦n fichado de los a?os setenta, en las camisetas que se venden por todas partes. Tengo que aceptar la repugnancia que esto me produce: no ya que alguien se gane unos billetes con la cara de un terrorista, sino que un descerebrado entregue esos billetes y luego se ponga la camiseta y salga con ella a vivir en p¨²blico ¡ªen el metro de Madrid, por ejemplo¡ª sin verg¨¹enza visible. Y no se puede alegar ignorancia ni inconsciencia, porque la raz¨®n por la cual esa cara est¨¢ en esa camiseta es la ubicuidad de las series que cuentan esa vida. Algunas ¡ªcomo la colombiana El patr¨®n del mal¡ª son intentos genuinos por comprender un momento hist¨®rico, y adem¨¢s lo exploran con rigor hist¨®rico y talento art¨ªstico; otras son de una ligereza que raya en el insulto, y en cada fotograma es evidente que ni siquiera se dan cuenta de ello.
He pensado en todo esto ahora, cuando faltan pocas semanas para que el nombre de Escobar vuelva a aparecer en los medios, porque podemos imaginar desde ya la cantidad de art¨ªculos o emisiones, actos de curiosidad o de frivolidad incluso, que lo traer¨¢n a nuestra memoria en estos d¨ªas. Este, desde luego, es uno de esos art¨ªculos, y pido disculpas. Pero lo escribo con el objetivo de preguntarme en p¨²blico cu¨¢nto tiempo se necesita para que la imagen de un asesino deje de ser ofensiva, o para que la vayamos blanqueando, neutralizando, convirtiendo en algo m¨¢s tolerable dentro de nuestra insufrible cultura de la banalidad de la violencia, el entretenimiento constante y la insensibilidad socialmente aceptada, todo lo que constituye nuestra forma preferida de explorar el mundo.
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