Una guerra divertida hasta morir
Nuestra capacidad para experimentar sentimientos morales se debilita ante la avalancha de violencia real que nos llega a trav¨¦s de las pantallas
La ficci¨®n era un invento redondo; la realidad no ten¨ªa remedio y el periodismo le aplicaba su riguroso m¨¦todo. Pero los alquimistas de la informaci¨®n se aburr¨ªan, quer¨ªan nuevos nichos de mercado. Se les ocurri¨® una idea fascinante: ?y si hacemos de la pesada realidad algo entretenido? Se pusieron a ello. La industria del infoentretenimiento despeg¨® en televisi¨®n en los a?os noventa y desde entonces no ha hecho m¨¢s que evolucionar. Entre las ¨²ltimas innovaciones figura la generaci¨®n de im¨¢genes falsas que profundizan en la desinformaci¨®n. Ha mutado en el pasto intelectual con que nos nutrimos: un mejunje en el que la realidad y la ficci¨®n resultan indistinguibles. De ah¨ª las paradojas: hoy triunfa la ficci¨®n basada en hechos reales, preferentemente mortuorios, y descuella el true crime. Con id¨¦ntica l¨®gica, prosperan los programas que ficcionalizan las noticias, con su melod¨ªa inquietante de fondo y sus plat¨®s amueblados con realidades virtuales.
Empezaba a resultar urgente preguntarnos qu¨¦ le ocurre a nuestra humanidad al difuminarse las fronteras entre lo ficticio y lo real cuando se ha desatado la guerra m¨¢s cruel. En Oriente Pr¨®ximo, ambos contendientes levantan su frontera con carne humana: a un lado, en lugar de campamentos castrenses, hay kibutz de casas fortificadas con hormig¨®n resistente al fuego de mortero. Al otro lado, hay hospitales en vez de cuarteles y las camillas con ni?as heridas hacen las veces de sacos terreros, mientras los jefes militares recorren a salvo el subsuelo.
Por fuerza, una guerra as¨ª hab¨ªa de resultar la mar de entretenida y bien barata ¡ªuna obra perfecta para los perseguidores de audiencias¡ª, ya que los efectos especiales, la sangre y los decorados los ponen otros. La interpretaci¨®n no puede resultar m¨¢s cre¨ªble, tan aut¨¦ntica como esas pel¨ªculas de moda, cuyos actores y actrices son reemplazados por gente com¨²n.
La forma, esa cualidad superior de que goza la ficci¨®n respecto a la realidad, no se le da a las noticias con el m¨¦todo period¨ªstico, sino con t¨¦cnicas tan cl¨¢sicas como las de Sherezade, narradora de narradores: alargar la historia todo lo posible, dejar la resoluci¨®n de la intriga para el d¨ªa siguiente, el otro y el de despu¨¦s. Las entradillas se cuajan de un suspense digno de Agatha Christie; la informaci¨®n se dosifica para que siempre haya una ¨²ltima hora a punto de ocurrir; el evento decisivo se posterga, para lo cual basta con anunciarlo muchas veces, con antelaci¨®n apremiante. Finalmente, la entrega diaria acaba en punta, como los folletines: una guerra calificada de ¡°interminable¡± se vuelve adictiva en la pantalla del scroll infinito. Si el espectador se ha perdido algo en estas d¨¦cadas, no debe de preocuparse: los expertos resumen cap¨ªtulos anteriores. Del aumento de la tensi¨®n narrativa se encarga el Estado Mayor israel¨ª, cuyo despliegue de tropas es inminente desde hace dos semanas. Para amenizar la espera, irrumpe un personaje nada previsible: un grotesco diplom¨¢tico que promete con lenguaje tabernario ¡°dar una lecci¨®n¡± a la ONU.
Neil Postman denunciaba la sociedad del espect¨¢culo en 1985 con un libro titulado Divertirse hasta morir. La pregunta obvia que suscita hoy es: estando tan entretenidos con el espect¨¢culo de la realidad, ?c¨®mo sabremos que hemos muerto? Yo creo que ya est¨¢ ocurriendo: nuestra capacidad para experimentar sentimientos morales se debilita ante la avalancha de violencia real. Susan Feagin ha reflexionado sobre el g¨¦nero de la tragedia y sostiene que obtenemos placer de la ficci¨®n justamente porque no es real. Al leer una historia, verla en el cine o en el teatro, damos rienda suelta a emociones que nos revelan nuestro lado m¨¢s humano: nos compungimos con un inocente que sufre, empatizamos con la madre que ve morir a su hija, deseamos el bien para los h¨¦roes y el mal para los villanos. En ese recorrido, sentimos explayarse nuestra humanidad. La ficci¨®n nos da esa recompensa, que resulta satisfactoria porque a cambio de ella nadie tiene que sufrir: son solo personajes. Aunque podamos experimentar las mismas emociones humanas contemplando el dolor de personas reales, el placer desaparece si somos conscientes del precio que se paga en aflicci¨®n de gente real.
?Qu¨¦ hacer? Apartarse de las pantallas es una opci¨®n. Seguir contemplando las noticias solo es posible si el espectador, inmerso en la cultura del espect¨¢culo, ha banalizado la violencia y el dolor. Para ello es necesario disolver los v¨ªnculos humanos con las personas reales que est¨¢n al otro lado de la pantalla: una forma de estar muerto. A la generaci¨®n criada en la idea de que el mundo es eso que sucede en las pantallas, tal vez le resulte m¨¢s natural. Quiz¨¢ esa tristeza general que refieren, y que parece ya una se?a de identidad generacional, sea el punto de partida de una b¨²squeda de esos sentimientos humanos, los que se encuentran en las ficciones verdaderas.
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