Si uno no quiere
El discurso del desprecio en la esfera pol¨ªtica gana terreno, pero el reto no es imitarlo sino frustarlo con una respuesta razonable
Patrioterismo, sensibler¨ªa, moralina o politiqueo son cuatro disfemismos que a?aden negatividad a patriotismo, sensibilidad, moral y pol¨ªtica mediante una leve alteraci¨®n formal. Posiblemente, el recurso verbal m¨¢s sutil para introducir estos cambios de significado sea la entonaci¨®n, y desde los inicios de la Transici¨®n hemos tenido l¨ªderes cuya prosodia despectiva y chulesca funcionaba casi a modo de entonaci¨®n firmada. Un paso de mayor complejidad supone introducir calificativos e intensificadores (a?¨¢dase barato a cualquiera de los disfemismos), y otro a¨²n mayor el apoyo en campos metaf¨®ricos rebuscados o iron¨ªas y sarcasmos; por ejemplo, estos d¨ªas comprobamos hasta qu¨¦ punto la palabra concordia puede resultar insultante. Estos usos despreciativos, englobados en el concepto de discurso del odio, parecen ganar terreno en la esfera pol¨ªtica, aunque no son tan nuevos como podr¨ªa pensarse; de hecho, las secciones de Opini¨®n de algunos rotativos y radios espa?oles conservadores, presuntamente de referencia, llevan a?os supurando bulos y bilis. Pero en la ¨²ltima d¨¦cada sorprende la rapidez con la que los propios pol¨ªticos, especialmente en la ultraderecha antidemocr¨¢tica, han llevado esta ret¨®rica a los parlamentos ¡°sin remilgos y sin complejos¡±, arrastrando en muchas ocasiones a los partidos conservadores tradicionales con resultados desastrosos para ellos.
Los disfemismos aportan matices de significado adscritos al polo de valoraci¨®n negativa, pero, sobre todo, modifican el qu¨¦, el qui¨¦n y la acci¨®n del discurso. Desplazan el tema tratado, desde el que ser¨ªa el objeto natural de la pol¨ªtica (propuestas sobre el bien com¨²n) a sus protagonistas, y alteran, adem¨¢s, la acci¨®n comunicativa realizada. La argumentaci¨®n pol¨ªtica m¨¢s o menos razonada es sustituida por un discurso autorreferencial que habla insistentemente sobre los propios pol¨ªticos, intercambiando ataques y reproches mientras, sorprendentemente, el resto de sus se?or¨ªas llenan el hemiciclo de risotadas, aplausos y abucheos. Por eso, la repetida excusa que aducen los acusados de estos usos ret¨®ricos sobre su derecho a la libertad de expresi¨®n es tramposa, porque sabemos bien que lo que reclaman es una libertad para ofender, insultar, deslegitimar y agitar el odio; o, en los agredidos, una libertad para devolver los golpes. La pol¨ªtica se puebla as¨ª de insultos, libelos y calumnias que, adem¨¢s de compartir la polaridad negativa y activar emociones desagradables, coinciden en que no se refieren a algo (la pol¨ªtica), sino a alguien (sus actores).
Nos equivocar¨ªamos, no obstante, si reduj¨¦ramos estos discursos a la bronca entre pol¨ªticos, pues la mayor falta de respeto apunta directamente al propio ciudadano. A pesar de que la capacidad inhibitoria del neoc¨®rtex (simplificando much¨ªsimo: nuestra capacidad de callar) aporta una de las grandes diferencias entre nuestras lenguas y otros lenguajes animales, esta ret¨®rica construye un destinatario que no es persuadible desde la raz¨®n, sino desde las tripas y el cerebro l¨ªmbico. As¨ª que quienes optan por este tipo de expresi¨®n est¨¢n dici¨¦ndole a sus votantes que no los consideran dignos del argumento pol¨ªtico, sino solo de la interpelaci¨®n primaria, emocional, instintiva. Por ello, la idea de devolver los golpes es muy arriesgada: los discursos seleccionan sus destinatarios, y adoptar de pronto el discurso insultante y amargado no solo puede fracasar en atraer nuevos votantes, sino que puede alejar a los propios.
Lo que resulta evidente es que estos registros de ret¨®rica desinhibida, aun coexistiendo con el discurso sobre propuestas pol¨ªticas y legislativas, tienen m¨¢s impacto y parecen dominar la esfera pol¨ªtica. En este protagonismo confluyen diversos factores. El primero, que los seres humanos damos prioridad perceptiva a lo negativo, tal y como se?ala la psicolog¨ªa de la atenci¨®n: el miedo, la ira y la angustia nos atrapan antes que la placidez o la gratitud. Por ello su difusi¨®n es m¨¢s r¨¢pida y m¨¢s impactante, simplemente destacan m¨¢s.
Por otra parte, los exabruptos parlamentarios recorren sucesivas esferas contextuales en las que podr¨ªan encontrar freno, pero, por el contrario, cogen fuerza. Empezando por las propias c¨¢maras. No solo los parlamentarios act¨²an como si estuvieran fascinados por su propia espectacularizaci¨®n televisada, sino que incumplen las normas. Por ejemplo, el art¨ªculo 103 del Reglamento del Congreso se?ala que diputados y oradores ser¨¢n llamados al orden ¡°cuando profirieren palabras o vertieren conceptos ofensivos al decoro de la C¨¢mara o a sus miembros, de las Instituciones del Estado o de cualquiera otra persona o entidad¡±, una llamada al orden que repetida tres veces puede conllevar retirada de la palabra e incluso sanci¨®n de no asistir al resto de la sesi¨®n. Sin embargo, a lo m¨¢s que se llega es a pedir educaci¨®n y solicitar desde la presidencia retirar ciertas palabras, algo que, por otro lado, solo supone unas notas pie de p¨¢gina en la transcripci¨®n.
El segundo c¨ªrculo contextual que da alas a este discurso agresivo y desinhibido es el conformado por los medios de comunicaci¨®n, cuyos criterios de noticia-espect¨¢culo y clickbait los llevan a actuar casi como mero altavoz ecoico de este tipo de mensajes, sin ni siquiera aclarar su veracidad o proporcionar contexto. Encontramos, adem¨¢s, un ecosistema medi¨¢tico profundamente asim¨¦trico. La asimetr¨ªa empresarial ¡ªque ya se?alaba George Lakoff a finales de los a?os 90 para Estados Unidos, y que llev¨® a los franceses Dominique Albertini y David Doucet a publicar en 2016 el libro La fachosf¨¨re¡ª, resulta b¨¢sica porque evidencia una asimetr¨ªa ideol¨®gica. Los verdaderos medios, de cualquier orientaci¨®n pol¨ªtica, formados por profesionales del periodismo acostumbrados a un c¨®digo deontol¨®gico y a la rendici¨®n de cuentas, coexisten con una mir¨ªada de empresas de comunicaci¨®n que se presentan como medios informativos, pero que b¨¢sicamente se dedican a difundir propaganda partidista de ideolog¨ªa reaccionaria, financiada frecuentemente como promoci¨®n institucional; la difusi¨®n del discurso del odio o el boicot de ruedas de prensa es parte importante de su praxis. Resulta lamentable que esas partidas presupuestarias p¨²blicas, existentes en todos los gobiernos, puedan dedicarse a estos fines sin ning¨²n tipo de control, algo que habr¨ªa podido ser responsabilidad del nunca constituido Consejo Estatal de Medios Audiovisuales anunciado por Rodr¨ªguez Zapatero en 2004 y previsto por la ley en 2010. Otra gran asimetr¨ªa tiene que ver con la especial naturaleza de la difusi¨®n digital, cuyos algoritmos de viralizaci¨®n, como se demuestra una y otra vez, dan m¨¢s visibilidad a los contenidos de polaridad negativa. Es ya un t¨®pico apelar al modo en que las empresas de redes sociales, con su falta de estructura y su ritmo acelerado, han favorecido (y favorecen) la difusi¨®n de bulos y discursos de odio. Del mismo modo que Marshall MacLuhan asociaba el ¨¦xito del nazismo a la perfecta compenetraci¨®n de la ret¨®rica de Hitler y el medio radiof¨®nico, sabemos que el estilo grosero, simplista y acusador de Trump encuentra en las plataformas como Twitter su medio ¨®ptimo de difusi¨®n.
En definitiva, la escalada desinhibida del lenguaje pol¨ªtico es, simult¨¢neamente, una escalada de su difusi¨®n c¨®mplice por parte de otras instancias pol¨ªticas y comunicativas. Esta difusi¨®n era imposible en contextos predigitales y se despliega en un escenario medi¨¢tico profundamente asim¨¦trico, pero puede revertirse. El reto, enorme, no es imitarlos, sino, muy al contrario, frustrarlos con la respuesta; invertir la tendencia y obligar implacablemente a estos emisores a que hagan su trabajo y debatan sobre pol¨ªtica real. Desde la profesionalidad medi¨¢tica y pol¨ªtica deber¨ªa ser posible. Y sabemos desde el patio del colegio que si uno no quiere, dos no discuten.
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