El fin de la poshistoria
El autoritarismo capitalista, cada vez m¨¢s desentendido de la democracia, prevalece como patr¨®n de ¨¦poca
La poshistoria parece estar pasando, con perd¨®n, a la historia. Tres d¨¦cadas han bastado para que el futuro let¨¢rgico, profetizado por Francis Fukuyama, haga agua por todas partes. A estas alturas, de poco sirven los eufemismos con los que, durante ese tiempo, hemos intentado achicar el barco. Entre otras cosas, porque despu¨¦s de los derrumbes sucesivos del comunismo y la socialdemocracia, el departamento de demoliciones se est¨¢ ocupando en serio de ese liberalismo, tan feliz como falaz, que hace treinta a?os se nos vendi¨® como el puente inefable hacia la eternidad.
Este viaje concluye, precisamente, all¨ª donde aquel ¡°liberalismo para siempre¡± ha quedado remplazado por el capitalismo, solo el capitalismo y ¡°nada m¨¢s que el capitalismo¡± avistado por Branco Milanovic. Un autoritarismo de mercado, cada vez m¨¢s desentendido de la democracia, que prevalece como patr¨®n de esta ¨¦poca. El c¨®ctel de lo peor del comunismo con lo peor del capitalismo que alguna vez se llam¨® ¡°modelo chino¡±, pero que hoy rebasa al gigante asi¨¢tico para adaptarse a reg¨ªmenes pol¨ªticos tan dispares como Emiratos ?rabes, el socialismo del siglo XXI en Am¨¦rica Latina, los BRICS o Estados Unidos.
Tampoco es consuelo seguir estirando esta edad de la catarsis en la que, a trav¨¦s de redes y plataformas digitales de uso cotidiano, en vez de cambiar el mundo nos hemos resignado a denunciarlo; en lugar de definirlo, nos hemos conformado con renombrarlo.
Si ahora nos sorprende la fugacidad de este periodo, es m¨¢s por nuestra impericia que por falta de alertas. Desde sus primeros compases, ya Paul Virilio hab¨ªa replicado que la nueva era no pasaba por el lento futuro sin conflictos del fin de la historia, sino por el v¨¦rtigo de un presente marcado por el fin de la geograf¨ªa; como dejando claro que un mundo gobernado por la aceleraci¨®n acabar¨ªa pas¨¢ndose, literalmente, de frenada.
Ahora, todos citamos a Emmanuel Todd, que ha publicado La derrota de Occidente un siglo despu¨¦s que Oswald Spengler diera a conocer La decadencia de Occidente, la en¨¦sima revelaci¨®n de que entre un declive y una ca¨ªda no hay m¨¢s que un paso (hacia el abismo). Hablamos del mismo Occidente que cacarea la batalla por sus valores mientras desaloja sin pudor a las humanidades de sus planes de estudio. Columpi¨¢ndose ol¨ªmpicamente entre la evocaci¨®n de una hegemon¨ªa, que no volver¨¢, y una insufrible letan¨ªa sobre su hundimiento, que no le permitir¨¢ despegar.
La poshistoria bien pudo darse por amortizada cuando los ganadores de la Guerra Fr¨ªa fueron incapaces de mejorar la triada reconstrucci¨®n-transparencia-solidaridad, que socav¨® definitivamente al comunismo tard¨ªo, con la antigua triada igualdad-libertad-fraternidad, que nos aguardaba a las puertas del mundo feliz tras el derribo del muro de Berl¨ªn. Desde entonces, hemos vivido un tr¨¢nsito entre el intento de atornillar la ¨¦tica protestante del trabajo y el rechazo, agudizado despu¨¦s de la pandemia, a regresar a este. Entre el ¨¦xtasis por la ca¨ªda de la dictadura del proletariado y la incertidumbre ante la ca¨ªda de ese proletariado a secas.
Lejos quedan los d¨ªas en los que la guerra cultural se entablaba por el futuro. Hoy es una escaramuza por el pasado enfocada, muchas veces, en falsos dilemas: identidad o clase, ¡°posmos¡± o aut¨¦nticos, arraigados o cosmopolitas, comunes o extra?os, wokes o antiwokes. Con la derecha copiando el activismo cultural de la izquierda para consumar su proyecto pol¨ªtico, y con la izquierda vali¨¦ndose de la econom¨ªa de la derecha para realizar su proyecto cultural.
La poshistoria convirti¨® lo crepuscular en el m¨¢s rentable de sus productos culturales, repartiendo a diestra y siniestra obituarios para el arte y la novela, la ideolog¨ªa y la revoluci¨®n, las utop¨ªas y las ¨¦lites. La iron¨ªa es que, en su tramo final, ha quedado ella tambi¨¦n escorada en eso que Sloterdijk defini¨® como ¡°la era del ep¨ªlogo¡±. Una v¨ªctima m¨¢s de esa obsolescencia programada que hab¨ªa desplegado sin l¨ªmite.
En el campo art¨ªstico, el fin de la poshistoria marca este momento en el que los museos se ven obligados a sustituir la revoluci¨®n por la devoluci¨®n. Justo cuando se ha colocado en el centro del debate a colecciones espurias, propias de un sistema colonial que est¨¢ siendo sometido a cr¨ªtica en las antiguas metr¨®polis, pero que llevaba mucho m¨¢s tiempo puesto en evidencia en las antiguas colonias.
Desde la perspectiva iconogr¨¢fica, este ocaso queda refrendado por el asalto al Capitolio en Washington. Una performance peligrosa que desvel¨® la mengua de la democracia liberal. El aperitivo de esa circunstancia en la que la primera potencia del mundo se jug¨® su destino entre alguien incapaz de decir la verdad y alguien incapaz de recordarla. En ese punto exacto en el que, verbigracia de las nuevas tecnolog¨ªas, tiene lugar el enfrentamiento entre la realidad paralela de los gobiernos y la realidad aumentada de sus opositores.
Con guerras en medio mundo, genocidios de distinto signo, millones de desplazados o una crisis clim¨¢tica galopante, queda a la vista que salirse de la historia fue m¨¢s f¨¢cil que cualquier intento de regresar a ella.
Aun as¨ª, el hartazgo no se ha hecho esperar, acaso porque la gente se ha aburrido de un aburrimiento que jam¨¢s lleg¨®.
En Espa?a, Marina Garc¨¦s ha hablado de la ¡°condici¨®n p¨®stuma¡± de nuestra experiencia, pregunt¨¢ndose si es posible seguir imaginando finales. Esa misma inquietud ha ocupado a gente de muy distinta aproximaci¨®n al asunto. Como Esteban Hern¨¢ndez, Daniel Innerarity, Pablo Stefanoni, Daniel Bernab¨¦ o Tania Adam Safura, quienes han atendido los l¨ªmites de la democracia, el impasse de la izquierda, los procesos de descolonizaci¨®n o c¨®mo actuar en medio de una geopol¨ªtica empecinada en una bipolaridad sin Guerra Fr¨ªa de la que, sin embargo, no sabemos despedirnos.
Byung-Chul Han, por su parte, no ha tardado en sacar el comod¨ªn de la esperanza.
Tal vez, el problema no consista tanto en imaginar finales sino en proponer alg¨²n inicio. Saturados como estamos de esta era del ¡°como s¨ª¡±, en la que predicamos como si todos fu¨¦ramos occidentales ¡ªy de una sola manera¡ª, como si todos estuvi¨¦ramos conectados, como si todos estudi¨¢ramos en la Ivy League, como si habl¨¢ramos la misma lengua a la hora de nombrar mundos diferentes, como si todos ley¨¦ramos los mismos libros y (todav¨ªa peor) como si esos libros remediaran por igual angustias tan distintas como distantes.
Quiz¨¢, si nos detuvi¨¦ramos en los razonamientos de Y¨¢snaya Aguilar, percibir¨ªamos que renegar del Estado no solo es un asunto que pasa por los esl¨®ganes del neoliberalismo (o del anarquismo). Si ley¨¦ramos a Yuk Hui, comprender¨ªamos que el pantano ideol¨®gico de este presente ¡°neorreaccionario¡± no se entiende sin la propaganda de que la Ilustraci¨®n y la democracia son, al mismo tiempo, remedio y veneno de la crisis de Occidente; o que el apogeo de China o India est¨¢ ligado a una tradici¨®n diferente con respecto a la tecnolog¨ªa. Y ya que estamos con los dos pa¨ªses m¨¢s poblados del mundo, si atendi¨¦ramos en serio a la demograf¨ªa confirmar¨ªamos la paradoja de un Occidente donde el envejecimiento y la infantilizaci¨®n son dos caras de la misma moneda (de sus monedas duras, dicho sea de paso).
Quiz¨¢ podr¨ªamos aprender de personas que, en otras geograf¨ªas, nunca se tragaron la historia de la poshistoria y a las que, seg¨²n Achille Mbembe, todos los necios del mundo insisten en dar lecciones.
?Tarea f¨¢cil? En absoluto. Sobre todo, cuando aqu¨ª no hay quien venda ni compre un porvenir feliz, unilateral y aburrido. Ser¨¢ complicado y, a la vez, tendr¨¢ que ser posible. No nos queda otra como humanos, ni siquiera como seres vivos en este planeta.
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