Los otros expolios y la descolonizaci¨®n de los museos
El patrimonio hist¨®rico no tiene due?o ni necesita ser consagrado en el altar de la identidad o del localismo m¨¢s primario
En enero de 1869, el gobernador civil de Burgos, Isidoro Guti¨¦rrez de Castro, fue asesinado en la catedral por un grupo de exaltados que le pusieron una soga al cuello al grito de ¡°?Viva la religi¨®n!¡±, arrastr¨¢ndole despu¨¦s cristianamente hasta provocar su muerte. Los asesinos se hab¨ªan congregado en la catedral tras correrse la voz de que el gobernador iba a realizar un inventario de objetos art¨ªsticos que iban a ser incautados por el Estado. Meses antes, en septiembre de 1868, hab¨ªa estallado la Revoluci¨®n Gloriosa, y el Gobierno provisional hab¨ªa decretado que la expropiaci¨®n de obras de arte en manos de la Iglesia era ¡°una necesidad revolucionaria imprescindible¡±, dado que esas obras ¡°son del pueblo, son de la Naci¨®n, son de todos¡±. La orden que iba a cumplir el gobernador asesinado preve¨ªa que esas piezas fueran trasladadas al futuro Museo Arqueol¨®gico Nacional, entonces en proyecto.
Aunque en otras partes las cosas no llegaron tan lejos, la Iglesia siempre opuso una tenaz resistencia a que los tesoros hist¨®ricos que albergaba, generalmente en condiciones deplorables, le fueran arrebatados para nutrir las colecciones de los nuevos museos que entonces se estaban creando. Tras el fracaso de la revoluci¨®n de 1868, esas piezas siguieron siendo reclamadas por la Iglesia, alegando que hab¨ªan sido objeto de un expolio dictado por ¡°¨®rdenes caprichosas y tir¨¢nicas¡± de la autoridad civil. En ¨¦poca franquista, alguna di¨®cesis lleg¨® incluso a considerar la v¨ªa judicial para conseguir la restituci¨®n de sus piezas exhibidas en museos.
Cabe preguntarse si en el confuso debate al que estamos asistiendo sobre la ¡°descolonizaci¨®n de los museos¡± se contemplar¨¢n estas viejas reclamaciones. Puestos a mezclar las churras con las merinas, como est¨¢ siendo el caso, no cabe descartar que alg¨²n avispado ponga sobre la mesa el expolio sufrido por la Iglesia durante el siglo XIX que extrajo esas piezas de sus contextos eclesi¨¢sticos, en los que ten¨ªan un sentido del que hoy carecen en las neveras de las vitrinas muse¨ªsticas en las que se exhiben. Ya puestos, y dado que la propia Iglesia tampoco ha sido manca al respecto, podr¨ªa idearse un blockchain para el seguimiento de los sucesivos expolios producidos a lo largo de la historia, algo que a buen seguro nos proporcionar¨ªa altas dosis de entretenimiento.
Otra pregunta leg¨ªtima es saber si en el actual debate tambi¨¦n cabr¨ªa plantear el gigantesco expolio que ha sufrido el patrimonio hist¨®rico espa?ol en los ¨²ltimos 200 a?os. A los saqueos a golpe de bayoneta perpetrados por los ej¨¦rcitos franceses e ingleses durante la Guerra de la Independencia, les sucedieron los saqueos a golpe de billetera perpetrados por coleccionistas, a quienes ya en 1840 el poeta Jos¨¦ Zorrilla calificaba de ¡°extranjeros rapaces, que, insolentes, hab¨¦is hecho de Espa?a una almoneda¡±. Durante la ¨¦poca en la que se formaron las grandes colecciones muse¨ªsticas europeas y norteamericanas, se produjo un saqueo comparable en sus resultados al de los pa¨ªses colonizados; de hecho, la mayor parte de piezas e incluso edificios enteros procedentes de Espa?a que hoy se exhiben en esos museos son el resultado de ese expolio m¨¢s o menos legal, m¨¢s o menos encubierto, y que a veces cont¨® con insospechadas complicidades. Fue s¨®lo la decidida actuaci¨®n de la Segunda Rep¨²blica lo que permiti¨® poner fin a esos desmanes que, sin embargo, volvieron a recrudecerse bajo la dictadura franquista.
Conviene, pues, tener en cuenta estos antecedentes cuando se plantea el espinoso tema de la descolonizaci¨®n de los museos en nuestro pa¨ªs. Es, sin duda, necesario revisar sus relatos para hacerlos m¨¢s inclusivos y transparentes sobre la procedencia de sus colecciones. Tampoco deber¨ªa provocar tantos aspavientos y desgarros la razonable revisi¨®n de casos muy concretos que puedan ser escandalosos. Incluso no creo que haya que cerrarse en banda a la posibilidad de explorar f¨®rmulas innovadoras para que el patrimonio com¨²n contribuya a crear una historia compartida con los pa¨ªses latinoamericanos, una tarea que este pa¨ªs a¨²n tiene pendiente. Pero de ah¨ª a hacer una enmienda a la totalidad a la historia del mundo mundial, considerando a los museos como centros del poder opresivo del Estado ¡ªse me ocurren otras instancias con mejores credenciales¡ª va un trecho muy largo.
Los museos nacieron en nuestro pa¨ªs como instituciones p¨²blicas para contribuir a la formaci¨®n de la ciudadan¨ªa, tal y como ya establec¨ªa la ley Moyano de 1857. Desde entonces han cumplido esa tarea mejor o peor, y muchas veces desde presupuestos ideol¨®gicos hoy inasumibles. Pero es innegable que progresivamente han mejorado mucho tanto en la forma como en el contenido del conocimiento que transmiten. Siguen sin ser, desde luego, dechados de perfecci¨®n y, como se ha denunciado justamente, a¨²n queda mucho por hacer para incorporar las aportaciones que se est¨¢n haciendo desde el feminismo, la historia de los pueblos colonizados o las minor¨ªas excluidas. Sin embargo, una visita a cualquier museo estatal o auton¨®mico (la mayor parte de los museos p¨²blicos dependen de las autonom¨ªas, otro aspecto del que tampoco parece que se quiera hablar mucho) revela el fuerte compromiso de los profesionales que trabajan en ellos para mejorar la presentaci¨®n de sus colecciones atendiendo a esas demandas.
Esa profesionalidad de los responsables de museos contrasta con el activismo identitario supuestamente progresista que est¨¢ presionando, y mucho, para que se den pasos atr¨¢s con respecto a la noci¨®n democr¨¢tica que considera el patrimonio hist¨®rico como un legado com¨²n y compartido por la ciudadan¨ªa sin distinci¨®n de or¨ªgenes, religi¨®n o creencias. Presentarse como descendientes de comunidades del pasado para reivindicar la propiedad o el acceso prioritario a determinadas piezas muse¨ªsticas supone convertirlas en fetiches de identidades autorreferenciales. Y esto no les hace ning¨²n favor a las colecciones espa?olas que albergan una gran diversidad en sus salas producto de una historia en la que han estado presentes comunidades jud¨ªas, musulmanas, roman¨ªs o americanas, por no hablar del propio mosaico humano que ha configurado la Pen¨ªnsula. En realidad, esas colecciones, al ser patrimonio hist¨®rico, ya no tienen due?o, y por eso pertenecen a todo el mundo est¨¦n donde est¨¦n: si algo requieren, no es tanto ser consagradas en el altar de la identidad o del localismo m¨¢s primario, sino adaptarse mejor a los nuevos integrantes de una ciudadan¨ªa que tendr¨ªa que definirse a partir del respeto y conocimiento de su diversidad.
El tema de la descolonizaci¨®n de los museos es uno de esos jardines en los que, a veces, se adentra demasiado alegremente la izquierda burbujeante dentro de su propia burbuja que hoy padecemos. Esa falta de reflexi¨®n le impide caer en la cuenta de que los titulares de prensa sobreactuados son el mejor frontispicio de entrada para unos laberintos en los que no s¨®lo se pierde el rumbo; tambi¨¦n el apoyo de una ciudadan¨ªa que, parafraseando a Antonio Machado, cada vez se encuentra m¨¢s at¨®nita y dispersa.
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