El (peligroso) final de la hipocres¨ªa
La geopol¨ªtica ha vuelto al amoralismo de la raz¨®n de Estado m¨¢s descarnada. Tambi¨¦n a las democracias avanzadas
Ninguna sociedad est¨¢ a la altura de los principios y valores que proclama. Pero al menos siempre hubo una presi¨®n social m¨ªnima para mantener su validez. Para salvar este desfase entre norma y realidad se recurri¨® a la hipocres¨ªa, el fingimiento de que, en efecto, se honran o se cumplen. La conocida cita de La Rochefoucauld de que la hipocres¨ªa es ¡°el homenaje que el vicio le hace a la virtud¡± viene a significar exactamente eso. Y hasta el propio Maquiavelo aconseja al pr¨ªncipe que sea ¡°un gran simulador y disimulador¡±, que no se aparte en exceso de los valores dominantes, que al menos aparente que los cumple. Se refer¨ªa, desde luego, a los propios del cristianismo, pero los que sustentan la democracia no son menos exigentes. Por eso mismo nos resulta casi imposible no asociar la vida pol¨ªtica a un constante ejercicio de hipocres¨ªa, que tendemos a juzgar como un vicio despreciable.
Hoy, sin embargo, hemos pasado de denunciar la hipocres¨ªa a lamentar su p¨¦rdida. No en vano, como dice Judith Shklar, es uno de los pocos vicios que sirven de sustento a la democracia. Mientras sigamos recurriendo a ella es porque determinados valores mantienen su vigencia. Si miramos alrededor, nos encontramos empero con que la hipocres¨ªa ya no parece necesaria, y esto no hace sino sacar a la luz nuestra endeble base normativa. Trump es el ejemplo m¨¢s conspicuo de esta forma de proceder, con su no disimulado sexismo, racismo o desprecio por las minor¨ªas. Pero tambi¨¦n por su desd¨¦n por las reglas de la democracia, como cuando dijo que no aceptar¨ªa una derrota en las elecciones presidenciales. O por el mensaje que transmite su elecci¨®n de futuros cargos: los Matt Gaetz, Pete Hegseth o el inefable Robert Kennedy, un conspiranoico antivacunas, designado futuro ministro de Sanidad. Asistimos a una radical trasmutaci¨®n de los valores.
El ataque trumpista a lo woke, seguido por tantos otros representantes populistas, result¨® al final en algo parecido a eso de tirar al beb¨¦ junto con el agua sucia. Podr¨¢ no gustarnos la forma espec¨ªfica en la que trataban de afirmar sus principios, tan cargada de fervor inquisitorial, pero estos principios ¡ªantisexismo, antirracismo, por ejemplo¡ª son los nuestros, forman parte intr¨ªnseca de nuestra concepci¨®n de la justicia. Si cualquier pretensi¨®n de realizarlos, cualquier aspiraci¨®n a una mayor justicia social o antidiscriminatoria, es tachada de woke, queda el campo expedito para dinamitar nuestros principios morales universalistas. En vez de ellos triunfa ahora la posici¨®n del sofista Tras¨ªmaco, que tan bien ilustra Plat¨®n: justicia es lo que conviene al m¨¢s fuerte, lo que este decide que sea.
Al poder ¡ªpol¨ªtico, y sobre todo econ¨®mico¡ª ya no le hace falta fingir, porque incluso goza de la inmensa capacidad de definir lo que sea la realidad a trav¨¦s de las sutiles herramientas de la posverdad, cada vez m¨¢s en manos de los poderosos. La propia ¡°moralizaci¨®n¡± de la vida p¨²blica es tambi¨¦n fake, es puramente estrat¨¦gica, un c¨ªnico recurso para denigrar al adversario m¨¢s que una sincera apuesta por un determinado orden de valores. En el mundo de la geopol¨ªtica hemos vuelto al amoralismo de la raz¨®n de Estado m¨¢s descarnada; ahora se est¨¢ inoculando tambi¨¦n en el sistema sangu¨ªneo central de las democracias avanzadas. Hu¨¦rfanos de principios compartidos de ¨¦tica p¨²blica, ya solo impera el lenguaje del poder, sean cuales sean los ropajes con los que se recubra. Pero no es un destino; en nuestras manos est¨¢ el revertir esta situaci¨®n. No es mala idea como prop¨®sito para el a?o nuevo. Que le sea pr¨®spero, querido lector.
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