Nuestras tierras raras
Las historias del campo de concentraci¨®n franquista de Albatera reflejan la crueldad de la guerra mientras otros buscan sacarle partido

Contaba el t¨ªo Manolo, que era anarquista, que all¨ª los hombres se com¨ªan la corteza de los ¨¢rboles para aplacar el hambre. De los disparos no hablaba. Fue en la primavera del 39.
La guerra hab¨ªa terminado, dec¨ªan, pero en un no lugar del sur de Alicante quedaron los prisioneros del campo de concentraci¨®n de Albatera. Ellos, los t¨ªomanolos de cada familia, no hab¨ªan podido escapar a bordo del Stanbrook. Su ¨¦pica ¡ªes decir, su desgracia embellecida¡ª ser¨ªa otra: las alambradas de tres metros, las ametralladoras, las torres de vigilancia, los barracones, el sol inclemente, el hambre, el tifus, las chinches atiborradas de una sangre espesa casi negra, las ambulancias que cargaban a los presos desmayados, los coches polvorientos que solo tra¨ªan malas noticias, las carpetas de la burocracia asesina.
Y los disparos, eso tambi¨¦n.
Los disparos de fusil y los disparos sin plomo contra aquellos reos que mor¨ªan en el suelo por inanici¨®n, sed, agotamiento o abandonados como animales ante la enfermedad.
Recuerdo al t¨ªo Manolo, aquel chaval que a los 15 a?os se afili¨® a la CNT, que luego liderar¨ªa las Juventudes Libertarias de su pueblo, que en la guerra fue ch¨®fer en el Estado Mayor del Ej¨¦rcito republicano de Levante y que, m¨¢s tarde, pag¨® la posguerra con el campo de concentraci¨®n, la c¨¢rcel y el fusilamiento de su padre. Otro tiempo, otro mundo. Pero lo recuerdo ahora que llega a mis manos un libro entra?able. Una obra de arte en forma y fondo. Es la historia de aquellos 15.000 prisioneros hacinados en Albatera cuando la guerra, ment¨ªan, hab¨ªa terminado. El libro no es un ensayo; son los cuentos que escribi¨® uno de sus prisioneros cuando ya era mayor, estaba ciego por una diabetes aguda y entonces pod¨ªa ver m¨¢s claro por el ojo de la memoria.
Los cuentos los firma Jorge Campos. Era maestro. Ten¨ªa cara de ni?o, ojos azules y acuosos, cuello largo, rostro sereno, un gracioso hoyuelo en el ment¨®n. En la guerra se hab¨ªa incorporado voluntario a las milicias universitarias de la Rep¨²blica. Por eso le encargaron organizar las colonias escolares para los ni?os madrile?os que se hab¨ªan refugiado de las bombas en tierras valencianas. Por eso escrib¨ªa en La Hora de las Juventudes Socialistas Unificadas. Al final acab¨® en la ratonera alicantina y cay¨® prisionero en el campo de Albatera.
Muchos a?os despu¨¦s, lejos de aquellas palmeras que cercaban el campo de concentraci¨®n de su juventud, el maestro Jorge Campos habr¨ªa de recordar el desamparo, la soledad, el miedo, la miseria, las vejaciones, el dolor, la locura desatada; el apocalipsis cotidiano de esa guerra que nunca acababa entre unas alambradas que confer¨ªan cierto aire de extraterritorialidad a aquella isla concentracionaria; un peque?o gulag con palmeras, granados, un cielo anch¨ªsimo y corteza de ¨¢rbol masticada.
Leo con emoci¨®n los relatos de aquel maestro que logr¨® escapar del campo con un salvoconducto firmado gracias a la audacia de declararse menor de edad ¡ªcara de ni?o con 23 a?os¡ª y que despu¨¦s, en su nueva vida, elegir¨ªa el exilio interior para convertirse en uno de los mejores especialistas en Literatura hispanoamericana y del Romanticismo hasta el punto de merecer el Premio Nacional de Literatura (1955) por su obra Tiempo pasado. Consternado veo los dibujos oscuros y existencialistas de Auladell que dan profundidad a este valioso testimonio del final de la guerra que es Cuentos sobre Alicante y Albatera (Media Vaca).
Pero aquello no acab¨®.
Nadie elige cu¨¢ndo termina una guerra. Ni siquiera el vencedor.
La tierra del campo de Albatera, gracias al empe?o de unos arque¨®logos encabezados por Felipe Mej¨ªas, ha ido sacando de su vientre oxidadas latas de sardinas, escudillas met¨¢licas, hebillas de cintur¨®n, botones met¨¢licos de guerreras y excrementos humanos. Ya han pasado casi noventa a?os desde que aquellos campos de almendros emocionaron a Max Aub. Del t¨ªo Manolo ¡ªel compa?ero Arroyo¡ª, fallecido a los 96, solo quedan las fotos y el recuerdo. Lo mismo sucede con todos los t¨ªomanolos de aquel mundo perdido. Y, sin embargo, contin¨²a intacta, bajo la tierra ¨¢spera de lo que fue Albatera, la fosa com¨²n con los cuerpos de los prisioneros que mataron, que dejaron morir y que fueron enterrados en el campo de concentraci¨®n franquista m¨¢s importante de la posguerra.
Ahora que tanto se habla de unas tierras raras para que termine otra guerra, ahora que la obscenidad m¨¢s inhumana nos hace hablar de la riqueza de unos elementos qu¨ªmicos depositados en la corteza terrestre ¡ªlitio, titanio, berilio, manganeso, galio, uranio, grafito, apatita, circonio, fluorita¡ª que son esenciales para fabricar tel¨¦fonos, bater¨ªas, reactores nucleares y otro tipo de armas mientras los nadies mueren, matan y siguen muriendo en la rueca de la Historia, ahora que ya nadie sue?a con ser anarquista y los ni?os refugiados no vienen de Madrid, parece oportuno recordar que tambi¨¦n nosotros tenemos unas tierras raras. Muy raras y valiosas. Ah¨ª abajo, a la sombra de unas palmeras datileras mudas y en otras tantas tierras de Espa?a, est¨¢ lo que un d¨ªa fuimos y so?amos ser.
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