Vista del lugar del crimen
Cuando un crimen tan p¨²blico pasa tantos a?os bajo la luz de tantos reflectores sin que sepamos nada nuevo, adquiere la categor¨ªa de mito, y ya no importa que se sepa o no la verdad
El a?o pasado, a finales de octubre, pas¨¦ tres d¨ªas presurosos en la ciudad de Dallas, uno de esos lugares en los que parece que s¨®lo ha ocurrido una cosa. As¨ª como Alcal¨¢ de Henares es el lugar donde naci¨® Cervantes e Hiroshima es el lugar donde cay¨® la bomba at¨®mica, Dallas es para muchos de nosotros la ciudad donde mataron a Kennedy. (Para otros es tambi¨¦n una telenovela de hombres de sombrero blanco y alma negra: pero no para m¨ª.) He vuelto a pensar en mi breve viaje ahora, pues se acaban de cumplir 60 a?os de ese asesinato que sigue incomod¨¢ndonos como el primer d¨ªa. O incluso m¨¢s: pues desde el 22 de noviembre de 1963 se han publicado toneladas de reportajes y novelas y kil¨®metros de pel¨ªculas y series que tratan de explicar, iluminar o dar una teor¨ªa sobre los hechos, y sin embargo la verdad profunda sigue escondida. Es muy posible que lo siga estando para siempre: cuando un crimen tan p¨²blico pasa tantos a?os bajo la luz de tantos reflectores sin que sepamos nada nuevo, adquiere la categor¨ªa de mito, y ya no importa que se sepa o no la verdad. Es m¨¢s: se forma en las sociedades una suerte de conciencia colectiva a la que deja de importarle la verdad, porque el mito es m¨¢s importante. En cierto sentido, eso es lo que le ha pasado a Kennedy.
Borges lo vio con claridad. En un texto de El hacedor, ¡°In memoriam JFK¡±, dedica unas l¨ªneas a la bala que mat¨® a Kennedy. Escribe: ¡°Esta bala es antigua. En 1897 la dispar¨® contra el presidente del Uruguay un muchacho de Montevideo, Arredondo, que hab¨ªa pasado largo tiempo sin ver a nadie, para que lo supieran sin c¨®mplices. Treinta a?os antes, el mismo proyectil mat¨® a Lincoln, por obra criminal o m¨¢gica de un actor, a quien las palabras de Shakespeare hab¨ªan convertido en Marco Bruto, asesino de C¨¦sar¡±. Una transcripci¨®n de esa p¨¢gina estuvo colgada en mi lugar de trabajo mientras escrib¨ªa La forma de las ruinas, una novela convencida de que esa triste mitolog¨ªa de los cr¨ªmenes ¨Dque va de Julio C¨¦sar a Kennedy¨D hizo dos paradas en Colombia: una es el asesinato de Rafael Uribe Uribe en octubre de 1914; la otra, el de Jorge Eli¨¦cer Gait¨¢n, el 9 de abril de 1948. Las hachuelas con las que Galarza y Carvajal mataron a Uribe Uribe y las tres balas que le dispar¨® a Gait¨¢n Juan Roa Sierra forman parte de la misma reencarnaci¨®n de las armas asesinas: las armas de los magnicidios, como solemos decir en este pa¨ªs nuestro que ha conocido varios.
El personaje de mi novela, Carlos Carballo, est¨¢ convencido de que hay coincidencias misteriosas entre el asesinato de Kennedy y el de Gait¨¢n, y es dif¨ªcil para m¨ª contradecirlo. Desde luego que hay gente m¨¢s vulnerable que otra a las coincidencias banales: que los dos cr¨ªmenes hayan ocurrido un viernes; que los dos hayan ocurrido alrededor de la una de la tarde, con pocos minutos de diferencia. Menos banal es que los dos hayan sido asesinados por hombres que supuestamente actuaban por su cuenta ¨Dlobos solitarios, o lone wolves, que es como los llama la costumbre norteamericana¨D, y que los dos asesinos, Juan Roa Sierra y Lee Harvey Oswald, hayan sido asesinados despu¨¦s de haber cometido su crimen: Roa Sierra inmediatamente, linchado por la multitud enardecida, y Oswald dos d¨ªas despu¨¦s, cuando un mafioso de segunda le descerraj¨® un tiro a pocos pasos de distancia. Sea como sea, un rasgo m¨¢s los une ineluctablemente: tanto el crimen de Gait¨¢n como el de Kennedy siguen siendo lugares oscuros de nuestras psicolog¨ªas nacionales, misterios sin resolver, traumas sociales y pol¨ªticos que no nos dejan en paz; sobre todo, siguen provocando teor¨ªas de la conspiraci¨®n y alimentando la intuici¨®n de que la historia oficial de nuestros pa¨ªses puede no s¨®lo mentir, sino imponer abusivamente su mentira.
De manera que hace 13 meses, cuando surgi¨® ese viaje a Dallas, supe que pasar¨ªa por el escenario del crimen. Quer¨ªa ver la plaza Dealey, que me pareci¨® mucho m¨¢s peque?a ¨Dcasi ¨ªntima, a pesar de sus espacios abiertos¨D de lo que parece en las pantallas: en los incontables documentales que he visto y en la pel¨ªcula de Oliver Stone. Quer¨ªa subir al sexto piso y asomarme a la ventana de la esquina que da al suroriente, por la cual se asom¨® Lee Harvey Oswald para disparar su tiro maestro, y tratar de ver lo que ¨¦l vio, como hizo Don DeLillo durante las 500 p¨¢ginas de una novela extraordinaria: Libra. Ahora el sexto piso es un museo, pero no me sorprendi¨® del todo ver que la esquina de la ventana est¨¢ cerrada al p¨²blico, o protegida por dos paredes de vidrio que la convierten en una habitaci¨®n aparte. Los curadores la han llenado, esta habitaci¨®n, con falsas cajas de libros como las que exist¨ªan all¨ª mismo el d¨ªa del crimen. Lee Harvey Oswald, seg¨²n la versi¨®n oficial, se acomod¨® entre ellas, arm¨® su rifle y dispar¨®.
Esa bala ¨Dla que hab¨ªa disparado Arredondo contra el presidente de Uruguay, la que dispar¨® contra Lincoln su asesino¨D le atraves¨® el cuello a Kennedy e hiri¨® al gobernador de Texas, que ocupaba el asiento delantero. Las teor¨ªas de la conspiraci¨®n la llaman ¡°la bala m¨¢gica¡±, pues tendr¨ªa que haber hecho movimientos imposibles para herir a los dos hombres como los hiri¨®. Luego vino un segundo disparo, que le destroz¨® el cr¨¢neo a Kennedy y provoc¨® uno de los momentos m¨¢s dram¨¢ticos y conmovedores de la historia filmada: el momento en que Jackie Kennedy, impecablemente vestida de rosa, se encarama a la parte trasera de la limosina descapotable para recoger los pedazos de hueso y de cerebro que han saltado tras el balazo. Es una reacci¨®n irracional e impulsiva que siempre me ha causado fascinaci¨®n: ?estaba Jackie Kennedy consciente de que su marido hab¨ªa muerto y quer¨ªa rescatar sus restos? ?Cre¨ªa con alguna parte del instinto que los m¨¦dicos podr¨ªan usarlos despu¨¦s, en la sala de cirug¨ªa, para salvarle la vida al herido?
La escena se repite en una pantalla del museo, all¨¢ arriba, en el sexto piso del famoso dep¨®sito de libros desde cuya ventana dispar¨® Oswald. Es el video de Zapruder, que algunos hemos visto tal vez demasiadas veces. Yo lo vi esa ma?ana: dos, tres, cuatro veces. Luego me asom¨¦ a la calle por la ventana, pero no por la que us¨® Oswald, que es inaccesible, sino por otra del mismo costado, m¨¢s alejada de la esquina del edificio. Y es muy dif¨ªcil mirar la calle desde all¨ª sin pensar que todo es muy extra?o, porque yo estaba detr¨¢s del lugar que habr¨ªa ocupado Kennedy, y Oswald habr¨ªa estado a¨²n m¨¢s atr¨¢s de donde estaba yo; y sin embargo el video de Zapruder muestra claramente que la cabeza de Kennedy sale impulsada hacia atr¨¢s, y es detr¨¢s de su cuerpo donde quedan los pedazos de cr¨¢neo y de cerebro que Jackie trata de recuperar. All¨ª, mirando la plaza Dealey desde el sexto piso del dep¨®sito de libros, pens¨¦ que la f¨ªsica es terca, pero no es m¨¢s terca que el informe de la comisi¨®n Warren: en sus p¨¢ginas se dice que la cabeza de Kennedy sali¨® impulsada hacia atr¨¢s, pero no por un disparo que viniera de adelante, sino por el espasmo muscular que le caus¨® el disparo de Oswald.
Supongo que es posible. Las teor¨ªas de la conspiraci¨®n se las dejo a Carlos Carballo.
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