Un oficio invisible y violentado: las cocineras del cocal
En Nari?o, el departamento con m¨¢s cultivos de coca de Colombia, las mujeres que se aseguran de que nadie trabaje con hambre sufren todo tipo de violencias, desde la econ¨®mica hasta la sexual
Diana comienza el d¨ªa a las cuatro de la ma?ana para poder ba?arse en la quebrada del r¨ªo sin la zozobra de ser acosada por alg¨²n hombre. Podr¨ªa permitirse una hora m¨¢s de sue?o, pero prefiere salir de la cama antes que los cuatro trabajadores que duermen en su habitaci¨®n. Alista las ollas en la cocina para preparar el desayuno de los 50 jornaleros que debe atender a las seis y, a la par, adelanta el almuerzo para tener tiempo de lavar los platos. No trabaja en un restaurante ni en el casino de una obra: cocina para un grupo de recolectores y procesadores de hoja de coca en una finca enclavada en las monta?as del municipio de Samaniego, en Nari?o. Lleg¨® all¨ª, a los cerros andinos del suroccidente de Colombia, enga?ada. La necesidad de llenar la barriga de su familia la llev¨® a aceptar un trabajo a ciegas. ¡°Pensaba que los cocales eran cultivos de coco¡±, dice, y se tapa la cara con verg¨¹enza, as¨ª como pide que se reserve su identidad para este reportaje.
Esa ingenuidad no es gratuita. Migr¨® de Venezuela en 2018, a sus 38 a?os. Nunca hab¨ªa visto la hoja de coca en su vida. Al igual que las dem¨¢s cocineras que trabajan como ella, est¨¢ en un cruce de caminos. No forma parte de la cadena que produce la coca¨ªna, pero su oficio es fundamental para sostenerla: los raspachines ¨Crecolectores- y los quimiqueros -quienes mezclan la hoja con gasolina, cemento, cal y otros qu¨ªmicos para convertirla en la pasta blanca que es la materia prima de la coca¨ªna- no pueden trabajar con hambre. ¡°El patr¨®n me ha ense?ado que uno nada ve, nada escucha, de nada se entera¡±, cuenta, y explica que le decomisa el celular cada vez que entra a la finca. Y ella entiende que de esa premisa depende que a su casa lleguen los 30.000 pesos (alrededor de 7,5 d¨®lares) que gana cada d¨ªa. Con eso sostiene a su nieta de 10 a?os, de la que se hace cargo desde que asesinaron a su hijo en Venezuela. Antes de ir a la finca, trabajaba en la misma regi¨®n, pero como empleada dom¨¦stica. Le pagaban 11.500 pesos (2,8 d¨®lares) el d¨ªa. No le alcanzaba para la comida.
A su trabajo lleg¨® esquivando las ofertas de prostituci¨®n que les hacen a las mujeres migrantes, pero para lograrlo tuvo que acceder a simular ser la pareja de un quimiquero. Era la ¨²nica v¨ªa para conseguir el empleo en la finca y, ya adentro, la ¨²nica forma de evitar ataques sexuales de los hombres con los que comparte una peque?a habitaci¨®n de madera con techos en zinc, en la que escasamente caben dos camarotes divididos por una peque?a mesa en pl¨¢stico. ¡°Hay veces en los que mi supuesta pareja me pide que duerma con ¨¦l, como para hacer realidad lo que decimos¡±, explica.
La finca suma unas cinco hect¨¢reas de plantaciones de coca a las 59.746 que, seg¨²n la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito (UNODC), hab¨ªa sembradas en Nari?o en 2022, lo que lo convert¨ªa en el departamento con m¨¢s plantaciones de cultivos de uso il¨ªcito en Colombia. Aunque la nueva pol¨ªtica de drogas de Colombia, que el Gobierno de Gustavo Petro lanz¨® en 2023, pretende dejar de perseguir a los campesinos y centrar sus esfuerzos en los narcotraficantes, la entidad que se encarga de ejecutar esa pol¨ªtica est¨¢ ac¨¦fala desde hace casi cinco meses. Isabel Pereira, la coordinadora de la l¨ªnea de investigaci¨®n en drogas de Dejusticia, un reconocido centro de estudios jur¨ªdicos colombiano, asegura que ¡°no queda claro cu¨¢l es la prioridad pol¨ªtica del Gobierno¡± y que lo que m¨¢s preocupa es que las promesas de implementarla para prevenir las violencias e inequidades de g¨¦nero siguen en el papel.
Recientemente, eso se ha agravado por la grave crisis que vive la econom¨ªa cocalera desde 2022. En las regiones han ca¨ªdo las ventas de la pasta base por motivos que van desde la sobreoferta hasta las nuevas pol¨ªticas. Por eso, el precio ha disminuido tanto que quienes trabajan en toda la cadena y sus oficios cercanos, como las cocineras, terminan recibiendo sus pagos m¨¢s tarde de lo usual. Martha, de 37 a?os, es una nari?ense que trabaja como cocinera y que pide reserva de su identidad para mantener su trabajo. Explica que, en esta crisis, ahora paga a cuotas hasta el mercado. Los zapatos del colegio de su hija los paga a cuentagotas, porque los due?os de la finca donde trabaja le adeudan 70 d¨ªas. En el campo, el trabajo se mide en d¨ªas de jornal, que en el mejor de los casos son 12 horas, pero que para las cocineras se extienden a 18 horas casi continuas, hasta cuando el ¨²ltimo turno de recolectores cena pasadas las diez de la noche.
En esa zona del pa¨ªs, que limita con Ecuador, hacen presencia el Ej¨¦rcito de Liberaci¨®n Nacional (ELN) y las disidencias de las FARC autodenominadas Estado Mayor Central, grupos con mesas de negociaci¨®n paralelas con el Gobierno. Tradicionalmente, ellos y otros grupos regulan el negocio de la coca y cobran un impuesto a la compraventa de la pasta, llamado gramaje. Joan Sebasti¨¢n Cort¨¦s, uno de los enlaces en la zona de la Direcci¨®n de Sustituci¨®n de Cultivos Il¨ªcitos del Gobierno, advierte que, en las ¨¦pocas de bonanza, las mujeres eran contratadas con mayor frecuencia, aunque no en mejores condiciones, para cosechar la hoja o cocinar para los trabajadores. La plata se ve¨ªa. Las remesas estaban llenas, los ni?os estrenaban ropa y las madres pod¨ªan abonar varios meses de mensualidad en los colegios.
Ahora, la mayor¨ªa de ellas sobrevive como lavanderas en el r¨ªo Caunap¨ª, que atraviesa la zona rural de Tumaco hasta encontrarse con el mar Pac¨ªfico. Cada ma?ana, se les ve cargar sobre sus hombros canecas llenas de ropa sucia que recolectan en el pueblo. Se encaminan hacia la orilla con totumos llenos de jab¨®n. Lavanderas tradicionales, frotan las prendas sobre las piedras mientras el agua arrastra la espuma. Con eso se ganan la vida cuando no hay trabajo monte adentro. Floripe Rodr¨ªguez Qui?onez (61 a?os) cuenta que los tres a?os que trabaj¨® en los cocales le bastaron para quedar con una escoliosis por la cantidad de horas que permanec¨ªa de pie frente a los fogones. ¡°Me quemaba los brazos con esas ollas para que mi ni?ito fuera a estudiar¡±, cuenta. Logr¨® sacarlo adelante, pero no le alcanz¨® la plata para construir una casa en ladrillo. La suya es un palafito que se sostiene, a unos dos metros sobre el agua, sobre cuatro guaduas. Es la altura justa para resguardarse cuando el r¨ªo se desborda.
En uno de los d¨ªas que la contrataron para trabajar, vivi¨® un operativo de la Polic¨ªa Antinarc¨®ticos. Aprieta los p¨¢rpados como quien empuja los recuerdos y susurra que pens¨® que era el d¨ªa de su muerte. ¡°Fue al mediod¨ªa. Los trabajadores ya ven¨ªan a almorzar cuando escuch¨¦ un ¡®bum¡¯, ¡®bum¡¯, ¡®bum¡¯ y vimos el avi¨®n. Yo estaba con los platos en la mano y alguien me grit¨®: ¡®Florecita, corra, corra lo que m¨¢s pueda¡¯, y yo le dec¨ªa ¡®para d¨®nde, si no me puedo mover¡¯. Luego escuchamos un helic¨®ptero y empezaron a bajarse soldados. Eso tiraban candela y explotaban canecas de gasolina¡±. Dej¨® los platos sobre una silla y empez¨® a correr sin rumbo, con el miedo de que una bala la alcanzara. ¡°Me tir¨¦ al r¨ªo, me qued¨¦ clavadita y apenas sacaba la naricita para respirar, y esos degenerados pasaron por mi lado. Pas¨¦ como una hora ah¨ª metida¡±.
Los soldados no la vieron, dice, pero el miedo fue suficiente para que no volviera a asomarse a un cocal. En su pueblo, varias mujeres han vivido algo similar. De su urgencia por sobrevivir han surgido iniciativas femeninas como la Red de Mujeres de Nari?o, un proceso organizativo que naci¨® para liderar procesos de sustituci¨®n de coca por productos como el cacao o el aj¨ª tabasco. Lo hacen en Tumaco, el segundo municipio del mundo con m¨¢s cultivos de uso il¨ªcitos, que en 2022 sumaban 20.720 hect¨¢reas. Su lideresa, Leiby Cer¨®n, se pone un chaleco morado que la identifica como integrante de la red. Ella ha puesto orden y rostro a las violencias que sufren las mujeres en un territorio controlado por hombres. ¡°Cuando nos junt¨¢bamos los maridos nos dec¨ªan: ?Qu¨¦ van a hacer tantas mujeres juntas?¡±. Han hecho mucho.
Para Luz Piedad Caicedo, de la Corporaci¨®n Humanas, el asunto es mucho m¨¢s amplio. ¡°Las mujeres generalmente est¨¢n encargadas siempre de alguna labor de cuidado, est¨¦n o no en un contexto cocalero¡±. Sus palabras precisan la realidad de varias de las mujeres de la Red, que admiten tener al menos dos trabajos simult¨¢neos: los de su hogar y los del cocal. Pero solo uno, el ¨²ltimo, les genera ganancias monetarias. Leiby Cer¨®n, la lideresa de la Red, lo dice sin rodeos. ¡°Yo no he matado a nadie para asumir esta condena de tener que llevar todas las cargas de la casa¡±.
Ni Leiby ni las otras 49 integrantes del grupo pronuncian palabras como feminismo o sororidad, pero saben que el junte les ha permitido liderar los procesos de sustituci¨®n. ¡°Las mujeres ponemos los hombres para la coca, y solo las madres sabemos lo que cuesta perder un hijo¡±, dice en una reuni¨®n a la que todas asisten con chalecos color p¨²rpura. El encuentro termina pareciendo un c¨ªrculo de la palabra, en la que cada una va descargando sus dolores y buscando alivio en las dem¨¢s. Una de ellas acaba de bajar del monte de trabajar en la cocina, y cuenta que en los 20 d¨ªas que estuvo all¨ª dej¨® a su hija de 14 a?os al cuidado de su hermana. ¡°Est¨¢ muy rebelde. Ya me citaron en la escuela porque baj¨® el rendimiento. Ella me dice que es porque yo la dejo¡±. Se le entrecorta la voz, empieza a hablar m¨¢s bajito. ¡°Nadie piensa que tenemos que abandonar nuestro rol de cuidado por ir a cuidar de otros¡±.
El Grupo de Trabajo de Mujeres, Pol¨ªtica de Drogas y Encarcelamiento, que lo componen tres organizaciones de derechos humanos incluyendo a Dejusticia, ha sido el m¨¢s insistente en poner sobre la mesa el problema de las mujeres en contextos cocaleros. Isabel Pereira explica que el foco ha estado sobre los casos de las mujeres privadas de la libertad y reconoce que no hay cifras actualizadas ni caracterizadas sobre el tema. ¡°En la l¨®gica del narco, no se le pone las labores de m¨¢s riesgo a una persona que es clave en la organizaci¨®n. Ubicas ah¨ª a personas que, si son capturadas, sean r¨¢pidamente reemplazables¡±. Explica que las mujeres suelen ejercer los roles m¨¢s bajos, pero m¨¢s riesgosos. Son expendedoras de microtr¨¢fico, correos humanos de droga o se encargan de servicios dom¨¦sticos, como las cocineras. No hay forma de saber cu¨¢ntas son, pero en cada finca o cristalizadero suele haber al menos una mujer trabajando para alimentar a los hombres.
Los m¨¦todos de supervivencia en los territorios comandados por grupos armados son intensos y dolorosos. Una de las mujeres que trabaja en las cocinas cuenta que destina 10.000 pesos diarios (2,5 d¨®lares) para que alguien la acompa?e hasta los cocales. ¡°Casos se han o¨ªdo de mujeres que van a trabajar y alg¨²n tipo las viola¡±. Las dem¨¢s asienten en silencio porque todas conocen al menos una v¨ªctima. Una prima, una vecina, la amiga de una amiga, dicen.
El miedo a ser violentada no termina cuando llegan al lugar de trabajo. En las fincas m¨¢s peque?as los ba?os son el monte mismo, y algunas han sufrido infecciones urinarias por pasar horas aguantando, con el miedo de que alg¨²n hombre abuse de ellas. Cuando hay riesgo de enfrentamientos armados, le ponen m¨¢s comida en el plato a los trabajadores que m¨¢s conocen el territorio para asegurarse de que las ayuden a escapar en caso de que comiencen las balas. Son los c¨®digos que han aprendido en la guerra.
Lea la segunda parte de este reportaje, aqu¨ª
* Este reportaje fue producido gracias al apoyo del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas de la Fundaci¨®n Gabo.
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