La concesi¨®n Hamilton
Esta historia arranca en la Nueva York de habla hispana, llega a Caracas de la mano del dictador Antonio Guzm¨¢n Blanco y termina con una revoluci¨®n
En mis rumias, propias de una vejez en el exilio, no llamo Venezuela a mi pa¨ªs. La llamo la concesi¨®n Hamilton. ?Qui¨¦n es este Hamilton?
La memoria cin¨¦fila me recomienda Las bandas de Nueva York, aquel filme de Scorsese, estrenado en 2002 y en el que Daniel Day-Lewis nos hel¨® la sangre. Aunque, hist¨®ricamente, la de Scorsese no es la Nueva York de mi Horacio Hamilton, quien vivi¨® en esa ciudad solo tiempo despu¨¦s, su atm¨®sfera se adue?¨® del modo en que desde siempre me he figurado que ocurrieron los d¨ªas y la vida de Hamilton, sin que ello afecte su tragic¨®mica y caribe?a esencia. Es en la Nueva York ya de habla hispana donde arranca esta historia.
Hamilton era ingl¨¦s y lleg¨® emigrante a Ciudad G¨®tica donde, qui¨¦n sabe por cual propensi¨®n hacia lo ex¨®tico¡ªnada ajena, por lo dem¨¢s, al talante victoriano de la ¨¦poca¡ª, se alleg¨® a una tertulia de hispanoamericanos exilados e impecunes. Los m¨¢s notables y vocales de la parroquia eran, nada menos, Jos¨¦ Mart¨ª y su amigo venezolano, Juan Antonio P¨¦rez Bonalde, poeta y traductor de Poe y Heine. La traducci¨®n que P¨¦rez Bonalde hizo de El Cuervo es hasta hoy muy celebrada. Como es sabido, Mart¨ª vivi¨® los ¨²ltimos 25 a?os de su vida en la ciudad de Tito Puente.
Hamilton, debo precisar tambi¨¦n, no era ning¨²n lord, tampoco muy ilustrado: era nativo del sur de Inglaterra, de una poblaci¨®n cercana a Brighton, y simplemente buscaba fortuna en Am¨¦rica. Poco m¨¢s sabemos de ¨¦l, salvo que no se aven¨ªa a los modos yanquis y que aquellos hispanoamericanos eran su panda favorita. Por el tiempo de mi cuento, mediados de los a?os 80 de aquel siglo, era agente viajero de una firma inglesa de galletas enlatadas.
Hablo de galletas del tipo dan¨¦s, ideales para la hora del t¨¦. Las que ¨¦l representaba eran de lo mejor. Nada de esto son invenciones m¨ªas, todo figura en un libro que escribi¨® mi amigo Nikita Harwich Vallenilla, notable historiador econ¨®mico venezolano.
Hamilton, quiz¨¢ porque el tema favorito de Mart¨ª y P¨¦rez Bonalde fuese Venezuela, solt¨® una noche en el mes¨®n que le gustar¨ªa probar suerte con sus galletas en la patria de Bol¨ªvar. Lo que el pobret¨®n de Hamilton ten¨ªa en mente era convocar una ¡°reuni¨®n Tupperware¡±, una ¡°cita productos Avon¡±, con amas de casa venezolanas de clase acomodada. Esposas de plantadores de caf¨¦ y cacao, due?as de minas guayanesas, anfitrionas as¨ª imaginaba. Algo modestamente ambicioso, si el ox¨ªmoron se prestase.
Aunque Mart¨ª aborrec¨ªa al dictador venezolano de la ¨¦poca, Antonio Guzm¨¢n Blanco, quien lo hab¨ªa expulsado de mi pa¨ªs, el Ap¨®stol puso sus contactos a disposici¨®n de Hamilton. Y el mejor de sus contactos en Caracas era su propia mujer, Mar¨ªa Paoli, viuda de Mantilla.
Mar¨ªa, protagonista por derecho propio de una conmovedora historia de amor que no cabe en mi bagatela de fin de a?o, era venezolana y se ofreci¨® a escribir a su mejor amiga caraque?a, recomendando al vendedor de biscuits para el t¨¦.
Su amiga, apellidada Smith, pertenec¨ªa a una distinguida familia descendiente de un legionario ingl¨¦s que combati¨® en nuestra guerra de Independencia. Hamilton y su muestrario de galletas, llegaron, pues, a Caracas con muy buenos auspicios.
Alguien fue por ¨¦l a la posada de Veroes y nuestro ingl¨¦s pas¨® una tarde deliciosa entre encopetadas, guap¨ªsimas se?oras que encargaron quintales de galletas. A la ma?ana siguiente, un piquete de soldados lleg¨® a la posada y lo hizo preso.
Llevado a presencia del dictador Guzm¨¢n Blanco, Hamilton fue obsequiado con caf¨¦ de primera calidad y comparti¨® con el dictador sus propias galletas. Fue solo entonces cuando supo, por boca de Guzm¨¢n Blanco, que la mansi¨®n de grandes cacaos donde tuvo lugar la reuni¨®n Tupperware era, justamente, la casa del dictador. Su esposa, amiga de la se?ora Smith, se hab¨ªa apropiado de la ocasi¨®n.
Guzm¨¢n se convenci¨®, conversandito, que Hamilton no era un embozado agente del banco de Inglaterra a quien la naci¨®n deb¨ªa un empr¨¦stito riesgoso por la fragilidad de la econom¨ªa. Tambi¨¦n se impuso de que, aunque amigo de Mart¨ª, un enemigo siempre de cuidado, Hamilton no era un conspirador internacional. Lo invit¨® a quedarse unos d¨ªas en Caracas.
Es hora de contar que, en aquel tiempo remoto, los pa¨ªses desarrollados del planeta ya asfaltaban sus avenidas y carreteras. Una de las mayores empresas asfalteras del mundo, precursora de las petroleras con las que m¨¢s tarde Venezuela tendr¨ªa trato, cortejaba al dictador Guzm¨¢n por el acceso al gran lago de asfalto de Guanoco, en el delta del Orinoco.
Cuando Hamilton volvi¨® a ver al dictador, esta vez de nuevo en el sal¨®n de su casa, entre las esquinas de Carmelitas y Conde, se supo presidente de la filial local de la New Yok Asphalt Co. en cuya plantilla Guzm¨¢n figuraba discretamente como vocal. Fue nombrado c¨®nsul honorario de Venezuela en la ciudad de Nueva York.
Treinta a?os m¨¢s tarde, otro dictador denunci¨® la concesi¨®n por inconstitucional. Quer¨ªa la concesi¨®n para s¨ª, desde luego, y la expropi¨®, como habr¨ªan hecho Ch¨¢vez o Maduro. El pa¨ªs se parti¨® en dos.
Corr¨ªa el tiempo de Teddy Roosevelt, la costa se llen¨® de ca?oneras y una revoluci¨®n de las de entonces dej¨® miles de v¨ªctimas. Al final, el dictador fue derrocado y su sucesor hizo las paces con Washington. La concesi¨®n se extingui¨® en 1935 cuando el asfalto dej¨® ya de ser un commodity.
La proclama antiimperialista del dictador que quiso arrebatar la concesi¨®n inflama todav¨ªa la ret¨®rica de los bolivarianos. Horacio Hamilton muri¨® en Nueva York sin haber nunca m¨¢s regresado al pa¨ªs que hizo su fortuna.
?Tengan todos un gran 2022!
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