Un cap¨ªtulo in¨¦dito de ¡®Ordesa¡¯, la gran novela de Manuel Vilas
Cinco a?os despu¨¦s de su publicaci¨®n, Alfaguara reedita el libro en el que el escritor narra el declive de su existencia. ¡®Babelia¡¯ ofrece un extracto de un texto sobre el hostal de Cambrils en el que sus padres pasaron los mejores a?os de sus vidas, que el autor no incluy¨® inicialmente
Hab¨ªa que verla derrochar ese entusiasmo mediterr¨¢neo que se encontraba en lo m¨¢s arraigado de su pasi¨®n por la vida. Mi madre estaba obsesionada con el mar y el sol. Hab¨ªa que verla, porque era alegr¨ªa pura aquella mujer que fue mi madre y que ya no est¨¢ en este mundo, y sin embargo ese mismo instinto solar sigue en m¨ª.
Yo tambi¨¦n soy un enamorado del Mediterr¨¢neo, porque ella, mi madre, me transmiti¨® esa pasi¨®n. Eran las olas de ese mar, y su color, y era el buen tiempo, porque el buen tiempo, la brisa apacible, y el sol calentando la piel son las primitivas formas de amor a la vida, y en lo primitivo se posa siempre la libertad.
Debi¨® de ser a mediados de los a?os sesenta cuando un amigo taxista de Barbastro le dijo a mi padre que hab¨ªan inaugurado un hostal en Cambrils que estaba muy bien, muy agradable, muy nuevo, muy elegante, muy bien de precio. Que ¨¦l se hab¨ªa alojado all¨ª y que se lo recomendaba.
Se llamaba Hostal Don Juan. Y estaba situado en la antigua carretera de Valencia, en el kil¨®metro 234, a las afueras del pueblo de Cambrils, en la provincia de Tarragona.
Tengo ahora cincuenta y cinco a?os. Me invade la sensaci¨®n de ser la viejecita centenaria Rose Dawson, aquel personaje de la pel¨ªcula Titanic de James Cameron, aquella anciana a quien telefonea un cazador de buques hundidos para decirle que acaba de descubrir un retrato suyo guardado en una caja fuerte del transatl¨¢ntico m¨¢s famoso de la historia. Porque el Hostal Don Juan fue eso para m¨ª. Es eso para m¨ª. Es un Titanic de mi memoria. Un Titanic modesto, porque el Don Juan fue un edificio sencillo, de dos plantas, aunque no exento de originalidad.
No recuerdo bien el primer veraneo que pasamos all¨ª. Debi¨® de ser en el 67 o en el 68. Pero todo el Hostal Don Juan entr¨® en m¨ª, como una invasi¨®n. Porque me enamor¨¦ de ese sitio, me enamor¨¦ porque mi padre y mi madre fueron felices y j¨®venes all¨ª. Mi padre era muy cuidadoso con las fechas que escog¨ªa. Meditaba qu¨¦ semanas eran las mejores para disfrutar de la playa.
Lleg¨® a la conclusi¨®n de que ser¨ªan quince d¨ªas de playa: la ¨²ltima semana de julio y la primera de agosto. Es de una enorme importancia que un espa?ol sepa elegir con discernimiento y acierto el coraz¨®n del verano. Eso era lo que ellos m¨¢s deseaban: comerse el coraz¨®n del verano. Mi madre luego fue convenciendo a mi padre de que la primera semana de agosto se quedaba un poco escasa, debi¨® de ser insistente, y mi padre decidi¨® que nos quedar¨ªamos hasta el 10 de agosto, y luego ya fue hasta el 15, hecho que coincidi¨® con cierta prosperidad que conoci¨® mi familia, hasta la crisis de 1973.
He dicho ?mi familia?, y al instante pienso en si es verdad que yo tuve una familia, porque ahora est¨¢n muertos y todo esto no son m¨¢s que recuerdos, recuerdos que nadie quiere, ni siquiera s¨¦ si yo los quiero.
El caso es que en los primeros a?os de la d¨¦cada de los setenta nuestro veraneo se ampli¨® a las tres semanas, y ese fue el mayor logro de nuestras vidas en com¨²n, la mayor consecuci¨®n de libertad, placer, alegr¨ªa y vida.
Nuestra mayor prosperidad, nunca ¨ªbamos a conocer otra. Entonces no lo sab¨ªamos. Ning¨²n adivino nos dijo que esos veranos iban a ser los mejores de nuestras vidas juntos. Por eso fueron tan importantes esas vacaciones en ese Hostal Don Juan, porque fue mi legado, el patrimonio que hered¨¦ de ellos, pues no compraron nada en la vida, no compraron ni siquiera un piso. Hasta las familias m¨¢s humildes, en la larga traves¨ªa que va de la posguerra a la Transici¨®n, de los a?os cincuenta a los a?os ochenta, lograron comprarse un piso, aunque fuese peque?o y en las afueras. Ellos no lo hicieron, por tanto el v¨ªnculo que me legaron fueron esas dos o tres semanas de vacaciones de unos cuantos veranos. Esa fue mi herencia, y es una herencia misteriosa, en la que me detengo con asombro cada vez que pienso en ellos, en mis padres.
Y quiero recordar aqu¨ª esos veranos en la playa de Cambrils, porque fueron los mejores, nuestros buenos tiempos, el esplendor de la familia que ¨¦ramos, aunque yo solo fuese un ni?o. La naturaleza del pasado me obsesiona, porque el pasado es un esc¨¢ndalo, lo llevamos dentro en un estado permanente de desvanecimiento, de ilusoria verdad y tambi¨¦n de convulsa agitaci¨®n. Todo son espectros, me asombra la gente que cita fechas y cree en ellas. La gente que dice en 1948 pas¨® tal cosa, y en 1951 tal otra, y en 1962 esta otra. Como si no reparasen en el espejismo que hay en esos n¨²meros vac¨ªos. Para traer el pasado hasta nuestras manos hay que invocar una fuerza extraordinaria. Pero se puede hacer.
Es una cuesti¨®n de amor, de enamoramiento, o de agradecimiento a la vida.
El Hostal Don Juan era un edificio rectangular, y lo formaban dos espacios conectados. Uno se compon¨ªa de un amplio bar, y de las terrazas colindantes. El otro, y m¨¢s grande, ten¨ªa dos pisos, donde estaban las habitaciones del hostal. Entre los dos espacios se encontraba el restaurante, en una primera planta. En la intersecci¨®n entre ambos hab¨ªa tambi¨¦n un piso subterr¨¢neo, en el que se construy¨® una bo?te, la palabra francesa que se usaba entonces para nombrar una peque?a sala de espect¨¢culos, a la que ¨ªbamos con mucha frecuencia. Para m¨ª la palabra bo?te va unida a ese recuerdo. El bar ten¨ªa una pinball en donde mi padre y yo sol¨ªamos jugar.
Todo el edificio ten¨ªa su originalidad arquitect¨®nica. No una originalidad deslumbrante, no, en absoluto. Era una originalidad apropiada para nuestra clase social, eso era. Ten¨ªan gracia esos dos espacios, la divisi¨®n en dos zonas, la zona de esparcimiento y la zona de las habitaciones. Las grandes cristaleras del bar y del restaurante eran bonitas. Era bonito, eso es todo.
En las puertas de los cuartos de ba?o vi por primera vez la palabra toilette.
Entre 1968 y 1975 fuimos al Hostal Don Juan todos los veranos. Mi padre siempre estaba contento, y mi madre tambi¨¦n.
Cuando llegaba el mes de junio, mi madre ya empezaba a hablar de nuestras vacaciones en Cambrils. Y eso ten¨ªa sus consecuencias en mi imaginaci¨®n. Porque a mediados de junio colocaron en un escaparate de los almacenes Roberto de Barbastro una enorme barca de pl¨¢stico hinchable. No era un flotador, sino una aut¨¦ntica barca, algo capaz de surcar los mares, de vencer al agua.
Pasaba por delante del escaparate y me quedaba mirando la barca. Estaba enamorado de esa barca, que de alguna manera navegaba paralela a los sue?os de mi madre. Ya me ve¨ªa surcando el mar.
Me quedaba cinco minutos mirando la barca, con la nariz pegada en el escaparate. Yo nunca hab¨ªa visto una barca invadiendo un escaparate. No era un objeto de primera necesidad. No s¨¦, no era un electrodom¨¦stico, ni tampoco ropa, zapatos o comida.
Se trataba de una barca, pensada para las vacaciones, pensada para la playa, pensada para algo que no era necesario.
A mi madre y a m¨ª nos fascinaban los adornos, las cosas que pod¨ªan servirnos para mejorar nuestra relaci¨®n con la vida.
Costaba ocho mil pesetas.
Mi padre dijo que no me la compraba, pero al menos accedi¨® a verla, a entrar en la tienda y preguntar por ella. Por eso nos enteramos del precio. Nos har¨ªan descuento, tal vez se quedara en seis mil novecientas pesetas.
A mi padre lo quer¨ªan en esos almacenes, era amigo del due?o. A mi padre lo quer¨ªan en todas partes, en todo Barbastro, de eso s¨ª supe darme cuenta. Entonces, de ni?o, me pareci¨® que eso era lo normal; unos cuantos a?os me iba a costar saber que eso no es normal, que no es nada normal que te quieran en todas partes; que para que te quieran tienes que tener un coraz¨®n de oro.
Pero el coraz¨®n de oro de mi padre pens¨® que aquella barca era un armatoste, que es lo que de hecho era, y decidi¨® que no me la compraba. Yo creo que pens¨® que si me la compraba tendr¨ªa que subirse a la barca, y eso no le hizo ninguna gracia. No se vio de marinero.
Vi alejarse la barca.
Pero a cambio me compr¨® unas aletas negras de nataci¨®n, las mejores de la tienda.
?Con esto no te alcanzar¨¢n ni los delfines?, me dijo y sonri¨®.
Tres d¨ªas despu¨¦s volvi¨® a la tienda con mi madre. Mi madre quer¨ªa una colchoneta hinchable.
A ella le compr¨® la colchoneta, de tela, una buena colchoneta para que se tumbara a tomar el sol.
Cost¨® ochocientas pesetas.
Todos est¨¢bamos servidos.
Las gafas y el tubo de bucear eran los mismos del a?o pasado, no hab¨ªa ninguna necesidad de que mi padre me comprara otros. ?l no buceaba, porque ni mi madre ni mi padre sab¨ªan nadar. Yo creo que por eso no me compr¨® la barca, pero no se atrevi¨® a dec¨ªrmelo.
Nadie les ense?¨® a nadar. Millones de espa?oles nacidos en los pueblos antes de la guerra civil se quedaron sin aprender a nadar.
No hab¨ªa piscinas, y los r¨ªos eran mort¨ªferos. La gente se ahogaba en los r¨ªos. En Barbastro hab¨ªa un mont¨®n de ahogados, gente que en los veranos quer¨ªa darse un chapuz¨®n y al no saber nadar cualquier movimiento en falso acababa en tragedia.
A mi padre siempre le fascin¨® que yo nadara tan bien. Aprend¨ª a nadar en la primera piscina p¨²blica que se construy¨® en Barbastro. Me miraba nadar y se asombraba, imagino que entonces se reconciliaba con la historia de Espa?a.
Ya no queda gente que no sepa nadar en Espa?a.
Tampoco sab¨ªa montar en bicicleta.
Nadie dorm¨ªa la noche de antes. Nos ¨ªbamos a la playa. Las maletas estaban preparadas en el pasillo, estaban las toallas y los ba?adores y la crema Nivea y las sandalias de agua.
Las sandalias de agua, c¨®mo me fascinaban, no las entend¨ªa, c¨®mo era posible que hubiera zapatos para el agua.
Era la noche del jueves 22 de julio de 1971, una noche azul y caliente que enamoraba a toda la familia. Y en un lugar destacado del pasillo estaban mis aletas negras. Me levantaba cada diez minutos de la cama e iba a comprobar que mis aletas eran reales. Hab¨ªa algo en ellas que me sobrecog¨ªa. Era la transformaci¨®n de mi pie en una monstruosa extremidad, que me ser¨ªa de utilidad en el agua, pero que fuera de ella me causaba terror.
Y all¨ª estaban ellos, acabando de cerrar los b¨¢rtulos. Una pulsera de mi madre brillaba en la noche de julio, estaba poniendo sus joyas en el neceser. Un reloj que le regal¨® mi padre, con una esfera min¨²scula. Siempre me pregunt¨¦ por qu¨¦ los relojes de las mujeres ten¨ªan que tener una esfera tan peque?a, en la que resultaba imposible ver el tiempo. Tal vez fuese porque en aquella ¨¦poca el tiempo de las mujeres era insignificante.
Evoco esa noche despu¨¦s de m¨¢s de cuarenta y siete a?os, casi la toco con mis dedos. Evoco esa noche en esta noche en la que no me importar¨ªa morir. Morir, ese altar en donde est¨¢n sus sombras, la de mi padre y la de mi madre, pero no eran sombras entonces. Eran un hombre y una mujer llenos de vida.
No me pod¨ªa dormir de la emoci¨®n, so?aba con tener esas aletas en mis pies, bajo el agua. Casi se me hab¨ªa pasado el disgusto de la barca, aunque de vez en cuando me acordaba de ella. Hac¨ªa dos d¨ªas que mis t¨ªos me hab¨ªan llevado a ver el Regreso al planeta de los simios, la segunda parte de El planeta de los simios. Y recuerdo que la pel¨ªcula me hab¨ªa dejado una sensaci¨®n de angustia, que se mezclaba con la excitaci¨®n del viaje a la playa. Pero todo junto, la pel¨ªcula con los simios levantados en pie de guerra, y mis aletas negras esperando ser sumergidas en el mar Mediterr¨¢neo, me causaba una sensaci¨®n de j¨²bilo, era la primera vez que ten¨ªa en mi alma emociones que corr¨ªan a su aire, tal vez la vida me estaba tocando.
La vida me estaba tocando, eso era.
Y se hicieron las seis de la ma?ana y mi padre nos despert¨® a todos. Porque se sab¨ªa despertar sin necesidad de despertador. Y era asombrosa la precisi¨®n con que lo consegu¨ªa. Luego, a?os despu¨¦s, pude comprobar, y puedo comprobar a d¨ªa de hoy, en este abril de 2018, que yo tambi¨¦n soy capaz de despertarme a las seis de la ma?ana, o a las cinco, o a la hora que sea, sin un despertador.
Se pon¨ªa a silbar, y se afeitaba.
Todos ten¨ªamos cara de sue?o menos ¨¦l, que estaba en lo m¨¢s alto, que ten¨ªa el coche en la puerta de casa, esperando. Porque ten¨ªa cuarenta y un a?os reci¨¦n cumplidos, y estaba en lo mejor de su vida.
Y nos subimos al Seat 124 blanco, ten¨ªa un a?o el coche, lo hab¨ªa comprado en 1970. Ese coche solo lo tuvimos dos a?os. Se lo cambi¨® en 1972 y se compr¨® un Seat 1430, y este ya no lo pudo cambiar hasta 1987. El 1430 le dur¨® quince a?os, porque lleg¨® el mal tiempo, y aquella prosperidad se desvaneci¨®. En realidad, entre un Seat 124 y un 1430 no hab¨ªa demasiada diferencia, pero a ¨¦l le parec¨ªa que s¨ª.
Vendi¨® el Seat 124 a un se?or de un pueblo al lado de Barbastro. Pero no lo olvid¨®, porque ¨ªbamos por la calle y reconoc¨ªa la matr¨ªcula de su antiguo Seat 124, y lo miraba. Y me dec¨ªa ?all¨ª est¨¢, espero que el nuevo due?o lo trate bien, limpio al menos lo lleva?.
Mi padre era una alucinaci¨®n c¨®smica.
Silbaba.
Nos montamos en el 124 blanco y nos fuimos a Cambrils.
¡®Ordesa¡¯. Manuel Vilas. Edici¨®n especial 5? aniversario. Alfaguara, 2023. 432 p¨¢ginas, 21,90 euros. Debolsillo, 2023. 432 p¨¢ginas, 9,95 euros.
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