Dues mostres del seu estil period¨ªstic
Una cr¨°nica i una columna escollides de la producci¨® de Joan Barril durant el seu pas com a redactor per EL PA?S
Una paella, com recordava el tamb¨¦ malaguanyat Agust¨ª Fancelli, va ajudar a amorosir el fitxatge de Joan Barril per aquest diari. Era al principi de 1988. EL PA?S estava embastant una nova secci¨®, La Cr¨®nica, i Barril era un nom perfecte, com ja apuntava llavors al Diari de Barcelona, on escrivia la secci¨® ?lbum de cromos. Una fascinant capacitat per pintar la realitat de met¨¤fores i una mirada angular que anava de la pedra a la persona ¡ªi que va saber traslladar a la paraula parlada des de R¨¤dio Barcelona-SER Catalunya¡ª el posarien entre el bo i millor del periodisme i les lletres catalanes, com demostren aquestes dues peces.
LA CR?NICA. "La villa abierta"
Se abrieron las puertas de la ciudad prohibida y florecieron los sem¨¢foros y los aparcamientos en las aceras. La Villa Ol¨ªmpica ha dejado de serlo y ahora es, dicen, un barrio m¨¢s de Barcelona. La palabra barrio le viene ancha a estos edificios que todav¨ªa huelen a desodorante. Un barrio ha de exalar perfumes de cocina y de colada reci¨¦n tendida y nada ha de hacer notar al paseante el menor signo de vida humana. La Villa sin verjas es tambi¨¦n la Villa sin comercios, sin cines, casi sin papeles en el suelo, sin grafitis en las paredes y sin caquitas de perro en los alcorques de las aceras. Se fueron los ch¨¢ndals y ahora la Villa es una mezcla de guardias de seguridad y de operarios de todos los colores que intenta poner suturas a los ara?azos de los atletas sobre el h¨¢bitat. Pasan los coches con lentitud procesionaria, en parte por la desincronizaci¨®n de los sem¨¢foros, en parte tambi¨¦n porque el lugar todav¨ªa mantiene el car¨¢cter sagrado de lo inexpugnable y la gente lo mira casi en voz baja, con el respeto debido a los templos del hombre.
La ciudad abierta se siente por primera vez desnuda. Estaba acostumbrada a cubrirse los hombros con el chal met¨¢lico de las verjas o con la guerrera incruenta de los vigilantes jurados, pero ahora, a las puertas del oto?o, se lamenta del relente marino y echa en falta los cuerpos tumbados en las playas con el oro en el cuello o la piel. El domingo la Villa se llen¨® otra vez de mirones que caminaban por las aceras ajardinadas como satisfechos inspectores de obras. Pero ayer, lunes, esta ciudad de la Ciudadela emit¨ªa el peque?o ruido de la celofana al abrir el paquete. La playa de oto?o se dispersaba en una luz adri¨¢tica y entre la calima se intu¨ªan los trazos vibrantes de los pescadores de ca?a en la cresta de los malecones. En estos d¨ªas debutantes la Villa es m¨¢s arquitectura que nunca. La hierba ha crecido de verdad y los barceloneses extravilla deben estar sintiendo en su bolsillo el agravio comparativo que va a significar el mantenimiento de tanto jard¨ªn a costa de los impuestos del resto de habitantes del cemento.
Pero la Villa no es ¨²nicamente residencia sino que tambi¨¦n es escaparate. El m¨¢s feo del lugar, colocado sobre cualquiera de las perspectivas del entorno, parece m¨¢s guapo y menos plebeyo. En el extremo de la avenida de Ic¨¤ria que da al cementerio coexisten todav¨ªa esos dos mundos de dos Barcelonas tan lejanas. Basta cruzar la calle para ir del ecum¨¦nico centro Abraham hasta la barra del Bar Andaluc¨ªa, en una acera est¨¢ calentando el nuevo Hipercor y en la otra el se?or del taller Servei Poblenou sigue cambiando neum¨¢ticos a mano en su peque?o y a?ejo chiringuito. Casi ni se escucha el paso de los pesados camiones de la Ronda, como si la palabra Villa les hubiera habituado a ir en zapatillas para no turbar el reposo de los guerreros que all¨ª descansaron. Al final de la calle de ?lava pasa en direcci¨®n al mar una se?ora mayor con la cesta de la compra. Es el primer signo de permabilidad de todas las fronteras, como si esta mujer del Poblenou fuera una especie de yedra tropical enred¨¢ndose sobre las piedras nuevas. Cruza la Ronda por uno de los puentes de madera y se dirige a la playa con decisi¨®n de suicida. En una ciudad nueva hasta el mar parece provisional como una cristalera. De pronto la mujer mete la mano en la bolsa y una siembre de migas de pan nievan el c¨¦sped. Y entoces llegan palomas de Ciutat Vella o de Pedralbes, de los patios del Eixample o las torres de Horta, comen lo que les echan, arrullan de satisfacci¨®n y se disponen a anidar bajo los aleros de esas avenidas del silencio
Article publicado a EL PA?S el 22 de setembre de 1992
EL ARMARIO
Las abuelas de los cuentos son el arquetipo de la sabidur¨ªa, la vida hecha merienda, los m¨¢s felices sue?os infantiles sobre una suave almohada de canas. Cuando en los cuentos se nos muere una abuela los peque?os lectores van a llorar entre sus peponas y sus ositos hasta que la pena les hace crecidos y desconfiados. Pero todo eso son cuentos. Porque la realidad indica que a las abuelas no siempre se las come el lobo feroz sino que mueren, solas e indigentes, en el fondo de alguna supuesta residencia de ancianos. Vivimos tiempos dif¨ªciles para los viejos. Una juventud restallante y perfecta nos mira desde las publicidades y nadie da ni un duro por la caducidad irreversible de los cuerpos. En la civilizaci¨®n del usar y tirar las abuelas que agonizan en sus soledades de residencia han cometido el enorme delito de su longevidad. Y cuando se nos estropea la abuela y ya no sirve ni para hacer tartas ni para darnos la merienda se la encierra en el armario y se paga a alguien para que administre lo que queda de su biolog¨ªa. En esos armarios de abuelas est¨¢ la ruptura con la especie, la sustituci¨®n del esp¨ªritu por la l¨®gica del beneficio. Y cuando las conciencias de la segunda edad pueden lavarse previo pago de una cuota mensual por almacenaje de la abuela se est¨¢ abriendo camino a cualquier tipo de especulaci¨®n premortuoria.
Ahora que los bulldogs thatcheristas nos cantan las excelencias de lo privado sobre lo p¨²blico, cuando se denigra sistem¨¢ticamente lo social y se exalta a los atletas del codazo trepador, es cuando m¨¢s se han de abrir esos sumideros de la vida en el que malmueren nuestras abuelas. Morir¨¢n m¨¢s abuelas entre las paredes de ciertas residencias y los poderes p¨²blicos continuar¨¢n creyendo que el ¨²nico peligro real para la tercera edad es que se las coma el lobo, cuando resulta que el hombre es una bestia mucho m¨¢s peligrosa para los decanos de la especie. Y eso no son cuentos.
Columna publicada a EL PA?S el 28 de setembre de 1989
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