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LECTURA

El matrimonio amateur

Anne Tyler explora los hilos que sostienen a una pareja incompatible y las consecuencias de su uni¨®n a lo largo de tres generaciones. Tyler obtuvo en 1988 el Premio Pulitzer por la novela Ejercicios respiratorios

A la venta a partir del 10 de mayo

Fragmento del cap¨ªtulo 1

Vox p¨®puli

En el barrio cualquiera habr¨ªa podido contar c¨®mo se hab¨ªan conocido Michael y Pauline.

Ocurri¨® un lunes por la tarde, a principios de diciembre de 1941. Era un d¨ªa normal y corriente en St. Cassian, una modesta calle de estrechas casas adosadas t¨ªpicas de la zona este de Baltimore, peque?os hogares muy bien cuidados entre los que se intercalaban tiendas no m¨¢s grandes que salitas de estar. Las gemelas Golka, con id¨¦nticas pa?oletas, comparaban los coloretes del escaparate de la droguer¨ªa Sweda. La se?ora Pozniak sali¨® de la ferreter¨ªa con una diminuta bolsa de papel marr¨®n que tintineaba. El Ford Model B del se?or Kostka pas¨® despacio, seguido por el Chrysler Airstream de un desconocido, que produjo un elegante silbido; luego pas¨® Ernie Moskowicz en la maltrecha bicicleta de reparto del carnicero.

M¨¢s informaci¨®n
El cielo de Madrid
Nuestra incierta vida normal
Que el cielo la juzgue
Testigo de la historia
Los amores confiados

En el colmado Anton —un cuchitril oscuro y abarrotado con un mostrador de madera con forma de L y estantes que llegaban hasta el techo—, la madre de Michael envolv¨ªa dos latas de guisantes para la se?ora Brunek. Las at¨® fuertemente y se las entreg¨® sin sonre¨ªr, sin un ?Hasta pronto? ni un ?Me alegro de verla?. (La se?ora Anton no hab¨ªa tenido una vida f¨¢cil.) Uno de los hijos de la se?ora Brunek —?Carl? ?Paul? ?Peter? Todos se parec¨ªan mucho— peg¨® la nariz al cristal de la vitrina de las golosinas. Una tabla de madera del suelo cruji¨® cerca del expositor de cereales, pero no eran m¨¢s que los huesos del viejo edificio, que se asentaban un poco m¨¢s en la tierra.

Michael estaba colocando pastillas de jab¨®n Woodbury en los estantes, detr¨¢s de la parte izquierda, la m¨¢s larga, del mostrador. Ten¨ªa veinte a?os; era un joven alto e iba vestido con prendas mal combinadas; ten¨ªa el pelo muy negro y lo llevaba demasiado corto; la cara era demasiado delgada, con un oscuro bigote que, pese a que se afeitaba con frecuencia, no tardaba en volver a aparecer. Estaba amontonando las pastillas de jab¨®n formando una pir¨¢mide: una base de cinco pastillas, un piso de cuatro, otro piso de tres?, aunque su madre hab¨ªa declarado en m¨¢s de una ocasi¨®n que prefer¨ªa una disposici¨®n m¨¢s compacta y menos creativa.

De pronto se oy¨®: ?Til¨ªn, til¨ªn! y ?Zas!, y lo que a primera vista parec¨ªa un torrente de jovencitas irrumpi¨® por la puerta. Con ellas entraron una r¨¢faga de aire fr¨ªo y el olor a gases de tubo de escape. ??Socorro!?, chill¨® Wanda Bryk. Su mejor amiga, Katie Vilna, rodeaba con el brazo a una chica desconocida ataviada con un abrigo rojo, a la que otra joven apretaba la sien derecha con un pa?uelo manchado de sangre.

—?Est¨¢ herida! ?Necesita ayuda! —grit¨® Wanda.

Michael dej¨® de amontonar pastillas de jab¨®n. La se?ora Brunek se llev¨® una mano a la mejilla, y Carl o Paul o Peter aspir¨® produciendo un silbido. Pero la se?ora Anton ni siquiera pesta?e¨®.

—?Por qu¨¦ la hab¨¦is tra¨ªdo aqu¨ª? —pregunt¨®—. Llevadla a la droguer¨ªa.

—La droguer¨ªa est¨¢ cerrada —dijo Katie.

—?Cerrada?

—Eso dice en la puerta. El se?or Sweda se ha alistado en los guardacostas.

—?Que ha hecho qu¨¦?

La chica del abrigo rojo era muy guapa, pese al hilillo de sangre que resbalaba junto a una de sus orejas. Era m¨¢s alta que las dos chicas del vecindario, pero m¨¢s espigada, de complexi¨®n m¨¢s delgada, con una melena corta de cabello rubio oscuro, cortado a capas; su labio superior ten¨ªa dos picos tan marcados que parec¨ªan dibujados con bol¨ªgrafo. Michael sali¨® de detr¨¢s del mostrador para verla mejor.

—?Qu¨¦ ha pasado? —pregunt¨®, s¨®lo a ella, mir¨¢ndola de hito en hito.

—?Trae una tirita! ?Trae yodo! —le orden¨® Wanda Bryk. Hab¨ªa ido a la escuela primaria con Michael, y por lo visto se cre¨ªa autorizada para darle ¨®rdenes.

—He saltado de un tranv¨ªa —dijo la chica.

Ten¨ªa una voz grave y ronca que contrastaba con la d¨¦bil y aguda voz de Wanda. Sus ojos eran de un azul viol¨¢ceo, como los pensamientos. Michael trag¨® saliva.

—Hay un desfile en Dubrowski Street —iba explicando Katie a los dem¨¢s—. Los seis hijos de los Szapp se han alistado, ?no os hab¨¦is enterado? Y tambi¨¦n un par de amigos suyos. Han hecho una pancarta: ??Preparaos, japoneses! ?Vamos a por vosotros!?, y todo el mundo ha salido a despedirlos. Se ha congregado tanta gente que apenas pod¨ªan circular los autom¨®viles. Y Pauline, que volv¨ªa a casa del trabajo (hoy todos cierran antes de la hora), va y salta de un tranv¨ªa en marcha para unirse a la multitud.

El tranv¨ªa no pod¨ªa circular muy deprisa si el tr¨¢fico estaba casi detenido, pero nadie lo coment¨®. La se?ora Brunek emiti¨® un murmullo de comprensi¨®n. Carl o Paul o Peter dijo:

—?Me dejas ir, mam¨¢? ?Me dejas? ?Puedo ir a ver el desfile?

—Pens¨¦ que deb¨ªamos apoyar a nuestros chicos —le dijo Pauline a Michael.

Michael volvi¨® a tragar saliva y dijo:

—Ya, claro.

—Si te quedas lela no vas a poder ayudar mucho a nuestros chicos —observ¨® la chica que sujetaba el pa?uelo. Su tono, tolerante, indicaba que Pauline y ella eran amigas, aunque ella era menos atractiva: morena, con expresi¨®n reposada y unas cejas tan largas y rectas que parec¨ªa no tener emociones.

—Creemos que se ha golpeado la cabeza contra una farola —a?adi¨® Wanda—, pero con todo el jaleo, nadie estaba seguro. Ha aterrizado en nuestras faldas, por as¨ª decirlo, y esta chica, Anna, iba detr¨¢s de ella. ??Jes¨²s!?, he dicho yo. ??Est¨¢s bien?? Bueno, alguien ten¨ªa que hacer algo; no pod¨ªamos dejarla morir desangrada. ?No ten¨¦is tiritas?

—Esto no es ninguna farmacia —dijo la se?ora Anton. Y entonces, por asociaci¨®n de ideas, a?adi¨®—: ?Qu¨¦ mosca le ha picado a Nick Sweda? ?Como m¨ªnimo debe de tener treinta y cinco a?os!

Mientras tanto, Michael se hab¨ªa apartado de Pauline y se hab¨ªa reunido con su madre detr¨¢s de la parte m¨¢s corta del mostrador, donde estaba la caja registradora. Se agach¨®, desapareci¨® unos instantes, y volvi¨® a aparecer con una caja de puros en las manos.

—Vendajes —explic¨®.

No eran tiritas, sino un anticuado rollo de algod¨®n envuelto con papel azul oscuro, igual que el de los ojos de Pauline, un carrete de esparadrapo blanco y una botella de tintura de yodo de color sangre de buey. Wanda se adelant¨® para agarrarlos, pero no, Michael desenroll¨® ¨¦l mismo el algod¨®n y arranc¨® un pedazo de una esquina. Lo empap¨® con tintura de yodo y sali¨® de detr¨¢s del mostrador para colocarse frente a Pauline.

—D¨¦jame ver —dijo.

Hubo un silencio respetuoso y atento, como si todo el mundo comprendiera que aquel momento era muy importante; hasta la chica del pa?uelo, a la que Wanda hab¨ªa llamado Anna, aunque ella no pod¨ªa saber que Michael Anton era, por lo general, el chico m¨¢s reservado del barrio. Anna le apart¨® el pa?uelo de la sien a Pauline. Michael le levant¨® un mech¨®n de su cabello, como quien separa el p¨¦talo de una flor, y empez¨® a aplicarle el pedazo de algod¨®n. Pauline se qued¨® muy quieta.

La herida era una l¨ªnea roja de cinco cent¨ªmetros, larga pero no profunda, y ya se estaba cerrando.

—Ah —dijo la se?ora Brunek—. No va a necesitar puntos.

—?Eso no lo sabemos! —grit¨® Wanda, reacia a abandonar el dramatismo.

Pero Michael confirm¨®:

—No es nada.

Arranc¨® otro pedazo de algod¨®n y se lo aplic¨® a Pauline en la sien, sujet¨¢ndolo con dos trozos de esparadrapo entrecruzados. Ahora Pauline parec¨ªa la v¨ªctima de una pelea de historieta, y se ri¨®, como si lo supiera. Result¨® que ten¨ªa un hoyuelo en cada mejilla.

—Muchas gracias —le dijo a Michael—. Ven a ver el desfile con nosotras.

—De acuerdo —acept¨® ¨¦l.

As¨ª de f¨¢cil.

—?Puedo ir yo tambi¨¦n? —pregunt¨® el hijo de la se?ora Brunek—. ?Puedo ir, mam¨¢? ?Por favor!

—?Chssst! —dijo la se?ora Brunek.

—Pero ?qui¨¦n me va a ayudar en la tienda? —le pregunt¨® la se?ora Anton a Michael.

Michael, como si no la hubiera o¨ªdo, se dio la vuelta para descolgar su chaqueta del perchero que hab¨ªa en un rinc¨®n. Era una chaqueta de colegial, de gruesa tela a cuadros grises. Michael se la puso y se la dej¨® desabrochada.

—?Listas? —pregunt¨® a las chicas.

Los otros se quedaron mir¨¢ndolo: su madre y la se?ora Brunek, y Carl o Paul o Peter, y la anciana y menuda se?ora Pelowski, que casualmente se acercaba a la tienda en el preciso instante en que Michael y las cuatro chicas sal¨ªan disparados por la puerta.

—?Qu¨¦?? —pregunt¨® la se?ora Pelowski—. ?Qu¨¦ demonios?? ?Ad¨®nde??

Michael ni siquiera aminor¨® el paso. Ya hab¨ªa recorrido media manzana, con tres chicas detr¨¢s y una cuarta junto a ¨¦l. Pauline se hab¨ªa agarrado del brazo de Michael y caminaba junto a ¨¦l con su brillante abrigo rojo.

Ya entonces, dijo m¨¢s tarde la se?ora Pelowski, supo que Michael estaba perdido.

En realidad, ?desfile? era una palabra demasiado formal para describir el tumulto de Dubrowski Street. Varias docenas de j¨®venes caminaban por el centro de la calzada, eso era verdad, pero todav¨ªa iban vestidos de civil y ni siquiera intentaban marcar el paso. El hijo mayor de John Piazy llevaba la gorra de marinero de John de la Gran Guerra. Otro chico, de nombre desconocido, se hab¨ªa echado sobre los hombros, a modo de capa, una manta reglamentaria del ej¨¦rcito. Formaban un desgre?ado, andrajoso y descuidado peque?o regimiento, con las caras cortadas y las narices goteando de fr¨ªo.

Aun as¨ª, la gente estaba entusiasmada. Agitaba letreros y banderas americanas hechos en casa y la primera p¨¢gina del Baltimore Sun. Vitoreaba los discursos, cualquier discurso, cualquier frase que gritara alguien por encima de las cabezas de los dem¨¢s. ??Por A?o Nuevo ya habr¨¦is vuelto a casa, chicos!?, exclam¨® un individuo con orejeras, y ??Por A?o Nuevo! ?Hurra!?, se oy¨® circular en zigzag por la multitud.

Cuando apareci¨® Michael Anton con cuatro chicas, todo el mundo dio por hecho que ¨¦l tambi¨¦n hab¨ªa ido a alistarse. ??A por ellos, Michael!?, grit¨® alguien. Aunque la esposa de John Piazy dijo: ?Ah, no. Su madre se morir¨ªa, pobrecilla, con todo lo que ha sufrido ya?.

Una de las cuatro chicas, la que iba de rojo, pregunt¨®:

—?Vas a ir, Michael?

No era m¨¢s que una desconocida, pero muy atractiva. El rojo de su abrigo realzaba el resplandor natural de su piel, y el vendaje de la frente le daba un aire desenfadado y alocado. No es de extra?ar que Michael le lanzara una larga y reflexiva mirada antes de contestar.

—Pues? —dijo al fin, y entonces dio una peque?a sacudida con los hombros—. ?Pues claro que s¨ª! —dijo.

Todos los que estaban cerca de ¨¦l lo aclamaron a gritos, y otra de las chicas —Wanda Bryk, de hecho— empuj¨® a Michael hasta que ¨¦ste se hubo mezclado con los j¨®venes que caminaban por el centro de la calle. Leo Kazmerow iba a su izquierda; las cuatro chicas correteaban por la acera a su derecha.

??Te queremos, Michael!?, grit¨® Wanda, y Katie Vilna dijo: ??Vuelve pronto!?, como si fuera a embarcarse hacia las trincheras en aquel preciso instante.

Y Michael qued¨® olvidado. La corriente lo arrastr¨® y lo sustituyeron otros j¨®venes. Davey Witt, Joe Dobek, Joey Serge. ??Id a ense?arles a esos japos con qui¨¦n se la est¨¢n jugando!?, gritaba el padre de Davey. Pues al fin y al cabo, iba diciendo un hombre, ?qui¨¦n sab¨ªa cu¨¢ndo tendr¨ªan otra ocasi¨®n de vengarse por lo de Polonia? Una anciana lloraba. John Piazy le dec¨ªa a todo el mundo que ninguno de sus hijos conoc¨ªa el significado de la palabra ?miedo?. Y varias personas estaban empezando la t¨ªpica conversaci¨®n de ?d¨®nde estabas t¨² cuando se supo?. Uno no se hab¨ªa enterado hasta aquella ma?ana; estaba enterrando a su madre. Otro se hab¨ªa enterado enseguida; hab¨ªa o¨ªdo el primer anuncio de la radio, pero lo hab¨ªa descartado creyendo que se trataba de otro enga?o de Orson Welles. Y una mujer estaba en la ba?era cuando su marido llam¨® a la puerta. ?No te lo vas a creer?, le dijo ¨¦l. ?Me qued¨¦ all¨ª sentada —dijo ella—, sin moverme, hasta que se enfri¨® el agua?.

Wanda Bryk volvi¨® con Katie Vilna y la chica morena, pero sin la de rojo. La chica de rojo se hab¨ªa esfumado. Era como si se hubiera ido a la guerra con Michael Anton, coment¨® alguien.

Todos se dieron cuenta; todos los que, entre aquella multitud, conoc¨ªan a Michael. Fue lo bastante sorprendente para que se fijaran y lo comentaran unos con otros, y lo recordaran durante cierto tiempo.

Al d¨ªa siguiente se supo que hab¨ªan rechazado a Leo Kazmerow porque era dalt¨®nico. ?Dalt¨®nico!, dec¨ªa la gente. ?Acaso necesitabas distinguir los colores para luchar por tu pa¨ªs? A menos que no pudiera reconocer el color del uniforme de otro soldado, claro. Si estaba apuntando a alguien con su arma en medio de una batalla, por ejemplo. Pero todo el mundo estuvo de acuerdo en que hab¨ªa maneras de solucionar eso. ?Que lo pongan en un barco! ?Que lo sienten detr¨¢s de un ca?¨®n y que le ense?en d¨®nde tiene que apuntar!

Esa conversaci¨®n tuvo lugar en el colmado Anton. La se?ora Anton estaba hablando por tel¨¦fono, pero tan pronto como colg¨®, alguien le pregunt¨®:

—?Y qu¨¦ noticias hay de Michael, se?ora Anton?

—?Noticias? —dijo ella.

—?Se ha marchado ya?

—Michael no va a ir a ninguna parte —afirm¨® la se?ora Anton.

La se?ora Pozniak, la se?ora Kowalski y una de sus hijas se miraron. Pero nadie quiso discutir. La se?ora Anton hab¨ªa perdido a su marido en 1935, y luego, dos a?os m¨¢s tarde, a su primog¨¦nito, el atractivo y encantador Danny Anton, que muri¨® de una enfermedad degenerativa que se lo llev¨® cent¨ªmetro a cent¨ªmetro y m¨²sculo a m¨²sculo. Desde entonces, la se?ora Anton ya no era la misma, y ?qui¨¦n pod¨ªa recrimin¨¢rselo?

La se?ora Pozniak pidi¨® un paquete de cereales Cream of Wheat, jab¨®n Fels Naptha y una lata de jud¨ªas en salsa de tomate Heinz. La se?ora Anton puso cada art¨ªculo, cansinamente, encima del mostrador. Era una mujer muy seria, gris de pies a cabeza. No s¨®lo su cabello era gris, sino tambi¨¦n la piel, fl¨¢ccida y apagada, y los ojos sin brillo, y el deformado y desgastado jersey de hombre que llevaba encima de un vestido de algod¨®n a cuadros. Ten¨ªa la costumbre de mirar por encima del cliente mientras lo atend¨ªa, como si abrigara esperanzas de que apareciera alguien m¨¢s, alguien m¨¢s interesante.

Entonces son¨® el timbre de la puerta y entr¨® una chica con un abrigo rojo, con un paquete envuelto con papel en las manos.

—?Se?ora Anton? —dijo—. ?Se acuerda de m¨ª?

La se?ora Pozniak no hab¨ªa terminado su pedido. Se dio la vuelta, con un dedo apoyado en la lista de la compra, y abri¨® la boca para protestar.

—Me llamo Pauline Barclay —explic¨® la chica—. Me hice un corte en la frente y su hijo me lo cur¨®. Le he tejido una bufanda. Espero que no sea demasiado tarde.

—Demasiado tarde ?para qu¨¦? —pregunt¨® la se?ora Anton.

—?Todav¨ªa no se ha marchado Michael al frente?

—?Al frente?

La se?ora Anton pronunci¨® aquella palabra separando un poco las dos s¨ªlabas, como si se atascara. Daba la impresi¨®n de que se estaba imaginando la fachada de una casa, o la cara de alguien.

Antes de que Pauline pudiera explicarse mejor, la puerta volvi¨® a tintinear al abrirse y apareci¨® Michael con su andrajosa chaqueta a cuadros. Deb¨ªa de haber visto a Pauline en la calle; se not¨® por el fingido respingo de sorpresa.

—?Pauline! ?Eres t¨²! —dijo. (Nunca se le hab¨ªa dado bien el teatro.)

—Te he tejido una bufanda —replic¨® ella. Le mostr¨® el paquete sujet¨¢ndolo con sus manos enguantadas e inclin¨® la cara, de delicadas facciones. La peque?a tienda estaba tan abarrotada que las narices de Pauline y Michael casi se tocaban.

—?Es para m¨ª? —dijo Michael.

—Para que te la lleves al frente.

Michael le lanz¨® una fugaz mirada a su madre. Luego tom¨® a Pauline por el codo y dijo:

—Vamos a beber una Coca-Cola.

—Ah, bueno, me parece?

—?Michael? Acaban de hacerme otro pedido por tel¨¦fono —dijo la se?ora Anton.

Pero Michael contest¨®:

—No tardar¨¦ —y condujo a Pauline hasta la puerta.

Dejaron atr¨¢s un espacio mayor del que hab¨ªan ocupado, o eso pareci¨®.

La se?ora Pozniak hizo una larga pausa, por si la se?ora Anton ten¨ªa algo interesante que decir. Pero no. Miraba con seriedad a su hijo mientras pasaba una mano por los bordes de la caja de Cream of Wheat, como si quisiera cuadrar las esquinas.

La se?ora Pozniak carraspe¨® y pidi¨® una botella de melaza.

Las ventanas de los salones de St. Cassian Street estaban decoradas con motivos militares; de la noche a la ma?ana, las v¨ªrgenes benditas, los caniches de porcelana y las flores de seda hab¨ªan sido sustituidos por banderas americanas, lazos de cinta de color rojo, blanco y azul y libros de geograf¨ªa de primaria abiertos por la p¨¢gina del mapa de Europa. Aunque, en algunos casos, los art¨ªculos religiosos permanecieron en su sitio. Las hojas de palma del Domingo de Ramos de la se?ora Szapp, por ejemplo, siguieron donde estaban incluso despu¨¦s de que engancharan una bandera con seis estrellas de raso al marco de madera de la ventana. Y ?por qu¨¦ no? Cuando todos tus hijos arriesgaban la vida por su pa¨ªs, necesitabas toda la mediaci¨®n que pudieras conseguir.

El se?or Kostka pregunt¨® a Michael en qu¨¦ cuerpo del ej¨¦rcito se hab¨ªa alistado. Fue en la droguer¨ªa Sweda, que hab¨ªa vuelto a abrir, regentada ahora por el cu?ado del se?or Sweda. Michael y Pauline estaban sentados a una de las mesas con tablero de m¨¢rmol; desde hac¨ªa unos d¨ªas, se los ve¨ªa juntos a menudo.

—En el Ej¨¦rcito de Tierra —contest¨® Michael, y el se?or Kostka repuso:

—?En serio? Pens¨¦ que te alistar¨ªas en la Marina.

—Es que me mareo —confes¨® Michael.

—Pues mira, jovencito, el Ej¨¦rcito de Tierra no te va a mandar al frente en autom¨®vil, ?sabes? —le espet¨® el se?or Kostka.

Michael puso cara de susto.

—?Y cu¨¢ndo te vas al campamento? —inquiri¨® el se?or Kostka.

Michael hizo una pausa, y luego respondi¨®:

—El lunes.

—?El lunes! —era s¨¢bado—. ?Ya ha encontrado tu madre a alguien que la ayude en la tienda?

Uf, agudo; muy agudo. Todo el mundo sab¨ªa que la se?ora Anton no ten¨ªa ni idea de que Michael se hab¨ªa alistado. Pero ?qui¨¦n iba a dec¨ªrselo? Hasta la se?ora Zack, famosa por entrometerse en todo, afirmaba que no ten¨ªa valor para hacerlo. Todos estaban esperando que lo hiciera Michael; pero all¨ª estaba ¨¦l, tom¨¢ndose una Coca-Cola con Pauline, y lo ¨²nico que dijo fue:

—Estoy seguro de que encontrar¨¢ a alguien.

Pauline volv¨ªa a ir vestida de rojo. Por lo visto el rojo era su color favorito. Un jersey rojo sobre una impecable blusa blanca con cuello redondo. Ahora ya se sab¨ªa que viv¨ªa en un barrio al norte de Eastern Avenue; que ni siquiera era cat¨®lica; que trabajaba de recepcionista en la agencia inmobiliaria de su padre. Y ?c¨®mo se sab¨ªa eso? Pues gracias a Wanda Bryk, que de la noche a la ma?ana se hab¨ªa convertido en la mejor amiga de Pauline. Fue Wanda quien asegur¨® a todos que Pauline era la persona m¨¢s simp¨¢tica del mundo. ?Y tan divertida! ?Tan vivaracha! Siempre estaba planeando alguna diablura. Pero hab¨ªa otros que ten¨ªan sus reservas. Los que ahora estaban sentados en la helader¨ªa, por ejemplo. ?Creen que no aguzaban el o¨ªdo para o¨ªr las tonter¨ªas que Pauline pudiera estar meti¨¦ndole en la cabeza a Michael? Y adem¨¢s la ve¨ªan reflejada en el espejo que hab¨ªa detr¨¢s del mostrador. Ve¨ªan c¨®mo agachaba la cabeza y escond¨ªa la cara, toda recatada, con sus hoyuelos en las mejillas, jugueteando, coqueta, con la pajita de su Coca-Cola. La oyeron murmurar que no podr¨ªa pegar ojo por las noches, que iba a sufrir mucho por ¨¦l. ?Qu¨¦ derecho ten¨ªa ella a sufrir por ¨¦l? ?Pero si apenas lo conoc¨ªa! Michael era uno de ellos, uno de los muchachos predilectos del barrio, aunque hasta ahora nunca lo hab¨ªan considerado un tipo rom¨¢ntico. (Desde hac¨ªa unos d¨ªas, unas cuantas chicas, Katie Vilna y algunas m¨¢s, hab¨ªan empezado a preguntarse si tendr¨ªa cualidades insospechadas.)

La anciana se?ora Jakubek, que se estaba tomando un agua de Seltz en la barra con la se?ora Pelowski, explic¨® que la noche anterior se hab¨ªa acercado a Pauline en el cine y le hab¨ªa dicho que se parec¨ªa a Deanna Durbin.

—Es la verdad, se parece un poco —se defendi¨®—. Ya s¨¦ que ella es rubia, pero tiene la misma? ay, no s¨¦ c¨®mo decirlo, esa piel suave y blandita, como para hincarle el diente. Pues ?sabes qu¨¦ me contest¨® ella? ??Deanna Durbin??, dijo. ??No es verdad! ?Yo soy como soy! ?No me parezco a nadie!?

La se?ora Pelowski chasque¨® la lengua, solidariz¨¢ndose con su amiga, y repuso:

—Y t¨² s¨®lo intentabas ser amable con ella.

—A m¨ª me encantar¨ªa que alguien me dijera que me parezco a Deanna Durbin.

La se?ora Pelowski ech¨® el cuerpo hacia atr¨¢s, sin bajarse del taburete, y examin¨® a la se?ora Jakubek.

—Oye, pues ?sabes que te pareces? La forma de la barbilla, un poco —dijo.

—Yo s¨®lo puedo pensar en la pobre madre de Michael. Y esa chica no es nadie, no tiene ra¨ªces. Ni siquiera es ucraniana. ?Ni italiana! Si fuera italiana, podr¨ªa aceptarlo. ?Pero una ?Barclay?! Michael y ella no tienen absolutamente nada en com¨²n.

—Es como Romeo y Julieta —observ¨® la se?ora Pelowski.

Ambas cavilaron un momento; luego volvieron a mirar hacia el espejo. Vieron que Pauline estaba llorando, y que Michael se hab¨ªa inclinado sobre la mesa para sujetarle con ambas manos aquella cabeza que parec¨ªa un crisantemo.

—La verdad es que parecen muy enamorados —afirm¨® la se?ora Jakubek.

Aquella noche hab¨ªa una gran fiesta de despedida en honor a Jerry Kowalski. Los Kowalski siempre armaban m¨¢s jaleo que nadie. Otras familias hab¨ªan despedido a sus hijos aquella misma semana y no hab¨ªan organizado m¨¢s que una sencilla cena hogare?a, pero los Kowalski alquilaron el sal¨®n de actos de la Asociaci¨®n de Hijos de Varsovia y contrataron a Lenny Zee y los Dulcetones para que tocaran. La se?ora Kowalski y su madre cocinaron durante d¨ªas; llevaron barriles gigantescos de cerveza. Invitaron a toda la parroquia de St. Cassian, as¨ª como a unos cuantos miembros de la de St. Stan.

Y asistieron todos, por supuesto. Hasta hab¨ªa ni?os de pecho y cr¨ªos de varias edades; incluso fue el se?or Zynda en su silla de ruedas de madera con asiento de mimbre. La se?ora Anton lleg¨® con una blusa con volantes y una falda con peto ribeteado que la hac¨ªa parecer m¨¢s gris que nunca, y Michael llevaba un traje que le quedaba peque?o y que seguramente hab¨ªa heredado de su padre. Las mu?ecas, desnudas y bastas, le asomaban por las mangas. En la barbilla ten¨ªa un trocito de papel higi¨¦nico blanco pegado a un corte.

Pero ?d¨®nde estaba Pauline?

No cab¨ªa duda de que la hab¨ªan invitado, al menos impl¨ªcitamente. ?Ven con quien quieras?, le hab¨ªa dicho la se?ora Kowalski a Michael (delante de su madre, nada menos. Bueno, la se?ora Kowalski ten¨ªa fama de p¨ªcara). Pero las ¨²nicas chicas que hab¨ªa all¨ª eran las del barrio, y cuando empez¨® a sonar la primera polca, fue Katie Vilna quien se acerc¨® a Michael y lo arrastr¨® a la pista de baile. Era la m¨¢s atrevida del grupo. Le tom¨® la mano con fuerza, a pesar de que ¨¦l ofrec¨ªa resistencia. Al final, Michael cedi¨® y empez¨® a brincar torpemente, mirando de vez en cuando hacia la puerta como si esperara ver aparecer a alguien por ella.

El sal¨®n de actos de la Asociaci¨®n era una especie de almac¨¦n, con suelo de madera astillado y vigas de metal, iluminado con bombillas desnudas colgadas del techo. Pegadas a la pared del fondo hab¨ªa unas cuantas mesas de juego cubiertas con manteles bordados a mano, verdaderas reliquias, y era all¨ª donde se hab¨ªan reunido las mujeres m¨¢s ancianas, inspeccionando los pierogi de la se?ora Kowalski y colocando bien, con mucho remilgo, los ramitos de perejil de adorno cada vez que alguno de los hombres se acercaba a llenarse el plato. Cuando se retiraban y se quedaban de pie contemplando el baile, sol¨ªan agarrarse las manos sobre el est¨®mago como si llevaran encima un delantal que se las tapara, aunque ninguna de ellas llevaba delantal. Hicieron comentarios sobre los ¨¢giles pasos del abuelo Kowalski, sobre la evidente frialdad entre los Wysocki (reci¨¦n casados) y, como es l¨®gico, sobre el incre¨ªble descaro de Katie Vilna.

—Esa chica es una desvergonzada —asever¨® la se?ora Golka—. Me morir¨ªa de verg¨¹enza si alguna de mis hijas persiguiera a un chico de ese modo.

—De todos modos, no tiene muchas posibilidades, con esa tal Pauline rondando por aqu¨ª.

—Por cierto, ?d¨®nde est¨¢ Pauline? ?No os parece que deber¨ªa estar aqu¨ª?

—No va a venir —anunci¨® Wanda.

Wanda se les hab¨ªa acercado sin que ellas se dieran cuenta, pues la m¨²sica hab¨ªa apagado el ruido de sus pasos; de otro modo, las mujeres jam¨¢s habr¨ªan hecho aquel comentario sobre Katie. Wanda se sirvi¨® una kielbasa* en el plato y dijo:

—Pauline est¨¢ ofendida porque Michael no ha pasado a recogerla.

—?Pasar a recogerla?

—Por su casa.

—Pero ?por qu¨¦??

—Michael no quer¨ªa molestar a su madre. Ya saben c¨®mo se pone a veces la se?ora Anton. Le dijo a Pauline que se encontrar¨ªan aqu¨ª; fingir¨ªan que hab¨ªan tropezado el uno con el otro por casualidad. Y al principio a ella le pareci¨® bien, pero creo que despu¨¦s se lo pens¨® mejor, porque esta noche, cuando la he llamado por tel¨¦fono, me ha dicho que no pensaba venir. Me ha dicho que ella es la clase de chica de la que un chico deber¨ªa sentirse orgulloso, y no avergonzado y acobardado.

Wanda se dirigi¨® hacia la mesa de los postres, dejando tras ella un rastro de silencio.

—Bueno, tiene raz¨®n —concluy¨® la se?ora Golka—. Las chicas tienen que marcar ciertas pautas.

—Pero ¨¦l s¨®lo lo ha hecho pensando en su madre.

—Ya, pero ?de qu¨¦ le va a servir eso, si me permites preguntarlo, cuando Dolly Anton est¨¦ muerta y enterrada y Michael se haya convertido en un triste solter¨®n?

—?Por el amor de Dios! —exclam¨® la se?ora Pozniak—. ?El chico s¨®lo tiene veinte a?os! Le queda mucho todav¨ªa para convertirse en un triste solter¨®n.

La se?ora Golka no parec¨ªa convencida. Segu¨ªa con la mirada a Wanda.

—Pero ?lo sabe ¨¦l? —pregunt¨®—. ?O no lo sabe?

—Si sabe ?qu¨¦?

—Si sabe que Pauline est¨¢ enfadada. ?Se lo ha dicho Wanda?

Varias mujeres empezaron a inquietarse.

—?Wanda! —grit¨® una—. ?Wanda Bryk!

Wanda se dio la vuelta, con el plato en alto.

—?Ya le has dicho a Michael que Pauline no piensa venir?

—No, ella quiere hacerlo sufrir —contest¨® Wanda; se dio la vuelta de nuevo y, con un r¨¢pido movimiento, tom¨® una pasta de una fuente.

Hubo otro silencio, y luego las mujeres dijeron a la vez:

—Ah.

Los Dulcetones dejaron de tocar y el se?or Kowalski dio unos golpecitos en el micr¨®fono, produciendo una serie de ruidos rasposos y estridentes que recorrieron la sala.

—En nombre de Barbara y en el m¨ªo propio? —dijo. Ten¨ªa los labios demasiado cerca del micr¨®fono, y cada B produc¨ªa una explosi¨®n. Varias personas se taparon los o¨ªdos. Mientras tanto, los ni?os jugaban al pilla pilla, y los beb¨¦s intentaban dormirse en los nidos que sus madres les hab¨ªan hecho con los abrigos; varios j¨®venes que estaban cerca de los barriles de cerveza se estaban poniendo cada vez m¨¢s gritones y fanfarrones.

De modo que nadie se fij¨® en que Michael se hab¨ªa escabullido. O quiz¨¢ no se escabull¨®; quiz¨¢ se march¨® sin ning¨²n disimulo. Hasta su madre estaba entonces concentrada en lo que ocurr¨ªa, en los discursos para desearle suerte a Jerry, en la oraci¨®n del padre Pasko, en los v¨ªtores y los aplausos.

En cambio, s¨ª se fijaron en Michael cuando regres¨®, eso sin duda. Entr¨® por la gran puerta de tablones, tan valiente, con Pauline de la mano. Y cuando la ayud¨® a quitarse el abrigo —algo que nadie se hab¨ªa dado cuenta de que Michael supiera hacer— result¨® que Pauline llevaba un vestidito negro que la diferenciaba de las otras chicas con sus chalecos acordonados, sus blusas fruncidas con cintas y sus faldas bordadas de volantes. Pero lo que llam¨® m¨¢s la atenci¨®n fueron sus ojos, que estaban h¨²medos. Cada una de aquellas largas pesta?as era una p¨²a mojada y separada de las dem¨¢s. Y la sonrisa que le dirigi¨® a Wanda Bryk fue la sonrisa l¨¢nguida, compungida y contrita de quien acaba de pasar un rato llorando.

En fin, resultaba evidente que Michael y ella hab¨ªan estado hablando.

Pauline mir¨® a Michael con expectaci¨®n; ¨¦l hizo acopio de valor, se puso derecho y volvi¨® a tomar a Pauline de la mano. Entr¨® con ella en la sala, pas¨® por delante del micr¨®fono donde Jerry se hab¨ªa quedado plantado, con una sonrisa tonta en los labios; por delante del acordeonista, que coqueteaba con Katie; y lleg¨® junto a las mujeres que estaban sentadas en su corrillo de sillas plegables.

—Mam¨¢ —le dijo a su madre—, te acuerdas de Pauline, ?verdad?

Su madre ten¨ªa un plato apoyado en el borde de su regazo, sujeto con ambas manos; en el plato, un trozo de remolacha nadaba en salsa de r¨¢bano picante. Levant¨® la cabeza y lo mir¨® con gesto sombr¨ªo.

—Pauline es? mi novia, por as¨ª decirlo —dijo Michael.

Pese a lo tarde que era, el ruido era ensordecedor (con tanto ni?o cansado suelto), pero donde estaba sentada la se?ora Anton el silencio se extendi¨® como las ondas que se forman alrededor de una piedra al caer al agua.

Pauline dio un paso adelante; esta vez compuso una sonrisa sentida y se le marcaron mucho los hoyuelos.

—?Vamos a ser muy buenas amigas, se?ora Anton! —dijo—. Nos haremos compa?¨ªa mientras Michael est¨¦ fuera.

—?Fuera? —dijo la se?ora Anton.

Pauline sigui¨® sonri¨¦ndole. A pesar de las pesta?as h¨²medas, ten¨ªa una especie de j¨²bilo natural. Su piel parec¨ªa emanar luz.

—Me he alistado en el ej¨¦rcito, mam¨¢ —anunci¨® Michael.

La se?ora Anton se qued¨® de piedra. Entonces se puso en pie, pero de un modo tan vacilante que la mujer que estaba a su lado se levant¨® tambi¨¦n y le quit¨® el plato de las manos. La se?ora Anton lo solt¨® sin siquiera mirarla. Dio la impresi¨®n de que, de no ser por la intervenci¨®n de la otra, ella lo habr¨ªa dejado caer al suelo.

—No puedes hacer eso —le dijo a Michael—. Eres lo ¨²nico que me queda. Jam¨¢s te obligar¨ªan a alistarte.

—Pues me he alistado. El lunes tengo que presentarme para la instrucci¨®n.

La se?ora Anton se desmay¨®.

Cay¨® de una forma muy extra?a, en vertical, no desplom¨¢ndose hacia atr¨¢s sino hundi¨¦ndose despacio, completamente erguida, en los pliegues de su falda. (Como cuando la bruja malvada se fund¨ªa en El mago de Oz, as¨ª lo describi¨® m¨¢s tarde un ni?o.) Habr¨ªan podido sujetarla, pero nadie fue lo bastante r¨¢pido. Tambi¨¦n Michael se qued¨® mirando, estupefacto, hasta que su madre lleg¨® al suelo. Entonces dijo: ??Mam¨¢??; se arrodill¨® de golpe junto a ella y empez¨® a darle palmadas en las mejillas. ??Mam¨¢! ?Dime algo! ?Despierta!?

—Ap¨¢rtate y d¨¦jala respirar —le ordenaron las mujeres. Se levantaron, retiraron las sillas y echaron de all¨ª a los hombres—. Tumbadla. Bajadle la cabeza —la se?ora Pozniak agarr¨® a Pauline por los codos y la hizo a un lado. La se?ora Golka envi¨® a una de sus gemelas a buscar agua.

—?Llamen a un m¨¦dico! ?Llamen a una ambulancia! —gritaba Michael, pero las mujeres le dijeron:

—Se pondr¨¢ bien —y una de ellas, la se?ora Serge, una viuda, exhal¨® un suspiro y dijo:

—D¨¦jala descansar, pobrecilla.

La se?ora Anton abri¨® los ojos, mir¨® a Michael y volvi¨® a cerrarlos.

Dos mujeres la ayudaron a incorporarse; despu¨¦s la levantaron y la sentaron en una silla, sin parar de decir:

—Te pondr¨¢s bien. Tranquila, con calma.

Cuando se hubo sentado, la se?ora Anton se dobl¨® por la cintura y se tap¨® la cara con ambas manos. La se?ora Pozniak le dio unas palmadas en el hombro y chasque¨® d¨¦bilmente la lengua.

Michael se qued¨® a cierta distancia, con las manos metidas bajo las axilas. Unos cuantos hombres le daban palmadas en la espalda para tranquilizarlo, pero no parec¨ªa que eso sirviera de nada. Y Pauline se hab¨ªa esfumado. Ni siquiera Wanda Bryk la hab¨ªa visto marcharse.

Los Dulcetones se paseaban sin saber qu¨¦ hacer entre sus instrumentos; unos ni?os se estaban peleando; Jerry Kowalski segu¨ªa plantado junto al micr¨®fono, con la boca abierta. Hab¨ªa un velo de humo de cigarrillo suspendido bajo las altas vigas. Ol¨ªa a col en vinagre y a sudor. Las mesas estaban arrasadas: hab¨ªa platos casi vac¨ªos con restos de jugos amarronados, cucharas de servir manchando los manteles, ramitos de perejil mustios y enmara?ados.

M¨¢s tarde todos coincidieron en que aquella fiesta hab¨ªa sido un error. Dijeron que no organizas una fiesta cuando tus hijos se marchan de casa para ir a morir a la guerra.

Portada del libro 'El matrimonio amateur' de Anne Tyler.
Portada del libro 'El matrimonio amateur' de Anne Tyler.

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