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LECTURA

Que el cielo la juzgue

Ben Ames Williams nos presenta la historia de una mujer que, loca de pasi¨®n, arrastra a todos los que la rodean a la perdici¨®n y el desastre

A LA VENTA DESDE EL 10 DE MAYO

Primera parte

I

Leick y el barquero aseguraron la canoa para que pudiese ser remolcada sin dificultad. Luego cargaron la lancha, tras lo cual se acercaron primero al lugar donde Harland aguardaba. Harland hab¨ªa permanecido apartado, contemplando fijamente la hendidura que se formaba entre unas monta?as lejanas y en cuyo lugar nac¨ªa seguramente el r¨ªo. M¨¢s all¨¢ del embarcadero, precisamente en donde terminaba el camino, hab¨ªa un garaje construido con planchas met¨¢licas, en el cual cabr¨ªan aproximadamente media docena de coches. Sentados sobre el pie del dep¨®sito de gasolina, tres hombres contemplaban a Harland y a sus compa?eros. Durante la espera, ¨¦ste pudo distinguir f¨¢cilmente el leve murmullo de sus voces. No tuvo necesidad de entender sus palabras para saber de lo que hablaban, y no puede decirse que esta seguridad le hiciese dichoso. Leick dijo suavemente:

M¨¢s informaci¨®n
El matrimonio amateur
El cielo de Madrid
Testigo de la historia

—Cuando quiera. Estamos listos.

Harland se acerc¨® y salt¨® a la lancha, sent¨¢ndose a popa, mientras Leick soltaba las amarras. El motor se puso en marcha y partieron.

Wes Barrell, al cuidado del tim¨®n, mir¨® hacia atr¨¢s y se despidi¨® con un adem¨¢n de los tres individuos sentados al pie del poste de gasolina. Harland vio en este movimiento un oculto significado, como si Wes quisiera dar a entender que a su vuelta tendr¨ªa cosas sabrosas que contar. Leick tambi¨¦n mir¨® hacia atr¨¢s, pero no tard¨® en acercarse al barquero y entablar conversaci¨®n con ¨¦l. Harland qued¨® solo. Mir¨® cuanto iba quedando atr¨¢s. De una r¨¢pida ojeada abarc¨® el garaje, el limpio y peque?o hotel, la media docena de casas y el almac¨¦n. Aqu¨¦lla ser¨ªa la ¨²ltima vez que viese durante mucho tiempo un mundo civilizado, con excepci¨®n de alg¨²n encuentro ocasional con determinadas personas.

?Quiz¨¢ para siempre?, pens¨® con amargura, con resignaci¨®n, con una calma absoluta. Y volviendo la espalda a aquel paisaje mir¨® hacia delante.

II

A pesar de su bello nombre —se llamaba Hazelgrove*—, la aldea junto al lago se le antoj¨® a Harland un horrible mont¨®n de casas, un miserable mont¨®n de seres. Posiblemente habr¨ªa en el lugar personas buenas que, tratadas individualmente, resultasen incluso amables y sencillas. Pero, agrupadas, esas personas formaban —en Hazelgrove como en todas partes— una masa que degeneraba en plebe; furiosa, cruel, dispuesta a romper, a chillar, a destrozar, a perseguir...

Harland hab¨ªa llegado en el primer tren, siendo Leick quien se encarg¨® de descargar el equipaje del vag¨®n. Jem Verity, el jefe de estaci¨®n —Harland le recordaba perfectamente de otra ma?ana parecida, cuatro a?os atr¨¢s—, se acerc¨® a Leick con evidente intenci¨®n de hablarle. Harland se qued¨® solo, contemplando c¨®mo se alejaba el tren.

Desde el and¨¦n, tres hombres le miraron. Posiblemente estaban all¨ª s¨®lo para eso, pero su detenido examen no fue para Harland muy alentador. Cuando Leick y Jem Verity se acercaban de nuevo, ¨¦ste se detuvo junto al peque?o grupo para decir algo en voz baja. Pronto se alejaron los curiosos. En cuanto a Leick, volvi¨® al lado de Harland.

—Nos conducir¨¢ al poblado y llevar¨¢ los equipajes hasta el embarcadero —dijo—. Todo est¨¢ en orden. S¨®lo falta el permiso de estancia en el bosque y la licencia.

Pronto se les uni¨® Jem para llevarlos a la aldea.

La casa del alcalde estaba situada junto al almac¨¦n, y fue su propia esposa quien abri¨® la puerta. Sus ojos eran hermosos y alegres. A su lado se hallaban un ni?o y una ni?a. Parec¨ªan dispuestos a trabar cordial amistad con los reci¨¦n llegados. Pero cuando la mujer, joven todav¨ªa, fij¨® los ojos en Harland, dijo apresuradamente a los chiquillos:

—?Vamos, vamos, fuera de aqu¨ª! No molest¨¦is a estos se?ores.

En cuanto los ni?os hubieron desaparecido, la due?a de la casa dijo, dirigi¨¦ndose a Leick, como si conociese de sobra el motivo de su visita:

—Pueden pasar. Ed est¨¢ en la le?era. Voy a llamarlo.

El alcalde era un hombre joven, de anchos hombros y hermosa frente. Oy¨® pronunciar el nombre de Harland sin la menor se?al de sorpresa o curiosidad, a pesar de que Harland esperaba —y tem¨ªa— el l¨®gico reconocimiento. Tras las primeras frases de rigor, Leick manifest¨® que deseaba ver al inspector forestal. Su interlocutor se ofreci¨® a llevarlos hasta ¨¦l. Al pasar ante la casa vecina, un muchacho de nueve a diez a?os sali¨® corriendo a su encuentro.

—?Hola, Ed! —grit¨®—. ?D¨®nde vas?

—Tengo trabajo, Jimmy —explic¨® el alcalde—. Vuelve a casa.

El muchacho obedeci¨® de mala gana, mientras Ed se excusaba diciendo:

—Los chiquillos me acompa?an siempre que lo permito. Les encanta escuchar mis historias de ciervos, osos, peces, p¨¢jaros y otras cosas.

Harland comprendi¨® que Ed gozaba de todas las simpat¨ªas del elemento juvenil. Pero tambi¨¦n se dio cuenta de que la noticia de su llegada, al divulgarse por el pueblo, habr¨ªa obligado a las madres a encerrar a sus hijos en sus respectivos hogares hasta que ¨¦l y Leick desapareciesen.

El inspector forestal viv¨ªa en una peque?a granja cerca de la orilla. Una anciana, su madre a buen seguro, despu¨¦s de atisbar concienzudamente tras la cortinilla de una de las ventanas, distingui¨® el grupo. Cuando los visitantes llegaban a la verja de entrada, el inspector, un joven de rostro inexpresivo, acudi¨® a su encuentro.

—Aqu¨ª tienen... Creo que esto es lo que vienen a buscar —dijo r¨¢pida y nerviosamente.

Leick cogi¨® el papel y le lanz¨® una ligera ojeada, mientras Harland sonre¨ªa casi divertido ante la prueba tan palpable de que su visita era esperada.

—?Se van ahora mismo? —pregunt¨® el inspector. Y como Leick asintiera, prosigui¨® diciendo—: Ed y yo los acompa?aremos hasta el embarcadero.

Harland se limit¨® a hacer un adem¨¢n afirmativo. Se daba cuenta de la situaci¨®n. Al parecer, las autoridades quer¨ªan cerciorarse de que abandonaba la peque?a aldea. Al dirigirse hacia el embarcadero, Harland volvi¨® instintivamente la cabeza y observ¨® que la madre del inspector les segu¨ªa por el camino polvoriento. Luego la vio entrar en una de las primeras casas del poblado, y adivin¨® que desde alguna oculta ventana seguir¨ªa vigilando todos sus movimientos, para explicar despu¨¦s a un atento auditorio cuanto hab¨ªa visto y o¨ªdo.

Con excepci¨®n de aquella mujer y de sus dos compa?eros, no vio a nadie m¨¢s hasta llegar al embarcadero, donde encontraron a Jem y al barquero. Wes Barrell deb¨ªa conducirlos a trav¨¦s del lago, hasta la misma desembocadura del r¨ªo, para enfrentarse al volver con las mil acostumbradas preguntas de su esposa. Cuatro a?os atr¨¢s, Harland hab¨ªa ya tenido ocasi¨®n de comprobar la malsana y ¨¢vida curiosidad de ¨¦sta. Por eso, mientras contemplaba a Barrell ocupado en los preparativos de la marcha, pensaba en la escena que le esperaba a la vuelta, y sinti¨® pena por ¨¦l.

Mientras cargaban el equipaje en el bote que hab¨ªa de ser remolcado, Harland sinti¨® que, si bien aparentemente s¨®lo los tres hombres del garaje contemplaban la escena, muchos ojos estaban fijos en ¨¦l. Calcul¨® que en el poblado y sus alrededores vivir¨ªan unas cincuenta o sesenta personas, consagradas al cuidado de sus campos y jardines y en lucha contra la naturaleza salvaje. Todos trabajaban por cuenta propia, excepto cuando Jem Verity los contrataba para alguna faena especial o cuando serv¨ªan de gu¨ªas a los turistas que deseaban remontar el r¨ªo. Jem era el alma del poblado, y nadie m¨¢s que ¨¦l dominaba la peque?a comunidad. Wes Barrell y su embarcaci¨®n depend¨ªan tambi¨¦n de Jem. Posiblemente, ni el alcalde ni el inspector forestal hubiesen conservado sus puestos de ponerse a mal con ¨¦l.

Harland sinti¨® en aquel momento que los ojos de todas aquellas personas le observaban. Era como si se desnudase ante ellas. Todos conoc¨ªan sus sufrimientos y sus secretas esperanzas. Sab¨ªan cu¨¢ndo y c¨®mo se cas¨®; c¨®mo y por qu¨¦ dej¨® de compartir el lecho con su esposa; su dicha, su dolor, sus sue?os... Aunque a cierta distancia, todos ellos hab¨ªan presenciado la cat¨¢strofe que estuvo a punto de destrozarle. Desde el instante en que lleg¨® con Leick a la peque?a estaci¨®n le hab¨ªa parecido o¨ªr en torno a ¨¦l el eco de una misma palabra en todos los labios: ??Asesino! ?Asesino! ?Asesino!?.

Por eso, despu¨¦s de lanzar una ¨²ltima mirada al paisaje y mientras la embarcaci¨®n se alejaba de all¨ª, se volvi¨® de espaldas. Es decir, volvi¨® la espalda a todos los hombres y todas las mujeres, y con ellos al mundo. No hay nada m¨¢s deprimente que un pueblecillo feo... S¨®lo sus propios habitantes pueden ser m¨¢s horribles.

Harland anhelaba perder de vista todo aquello de una vez.

III

Harland le volvi¨® la espalda al mundo y en aquel mismo instante se llev¨® a cabo en su apariencia una sutil evoluci¨®n. Mientras permaneci¨® en el embarcadero, notando tantos ojos fijos en ¨¦l, se hab¨ªa sentido un poco abatido, agobiado por el peso de un rud¨ªsimo golpe, con la cabeza baja, la espalda encorvada y el sombrero algo inclinado sobre la frente, intentando en vano ocultar el rostro.

Pero cuando Leick se acerc¨® a Barrell para hablar con ¨¦l junto a la rueda del tim¨®n, y ambos quedaron de espaldas a Harland, ¨¦ste se sinti¨®, por vez primera despu¨¦s de muchos meses, maravillosamente solo.

Una cosa es estar aislado y otra estar solo. No hay peor aislamiento que el del individuo que, colocado en la picota, siente c¨®mo un millar de ojos le contemplan. Estar solo, en cambio, es saberse en libertad. Libre de los ojos que escudri?an, de las voces que preguntan y condenan. Harland se sinti¨® solo... E insensiblemente alz¨® los hombros y levant¨® la cabeza. Al poco rato se quit¨® el sombrero para sentir mejor la caricia del sol. Navegaban hacia el Norte, y como estaba ya cerca el mediod¨ªa se hallaban frente al sol. El reflejo de ¨¦ste sobre el agua le hizo parpadear y le oblig¨® incluso a cerrar los ojos. Hab¨ªa perdido la costumbre de contemplar la espl¨¦ndida luz del d¨ªa. No obstante, en la misma sensaci¨®n de dolor supo encontrar placer, y para gozar de toda aquella belleza dej¨® el sombrero sobre las rodillas, y volvi¨® a abrir los ojos y contempl¨® el paisaje ansiosamente. Su mirada traz¨® un semic¨ªrculo, pero siempre tuvo buen cuidado de no mirar hacia atr¨¢s. Sus ojos se fijaron con insistencia en la profunda hendidura que se abr¨ªa a muchas millas* de distancia y a trav¨¦s de la cual se deslizaba el r¨ªo, alej¨¢ndose de los lugares en que resplandec¨ªa el lago como una gema, para emprender su accidentada ruta hacia el mar. Se sent¨®, erguido, despierto, aspirando la brisa y gozando del sol. Al avanzar, la embarcaci¨®n levant¨® en cierto lugar una estela de espuma, que salpic¨® las mejillas de Harland. En sus ojos brill¨® algo parecido a una sonrisa. ?Cu¨¢nto tiempo hac¨ªa que no sonre¨ªa? No se atrevi¨® ni a recordarlo.

Leick mir¨® hacia atr¨¢s para asegurarse de que la canoa que remolcaban segu¨ªa sin novedad, y al ver a Harland no pudo evitar que una expresi¨®n de sorpresa se reflejase en su rostro. Harland se dio cuenta de lo que suced¨ªa, e inmediatamente volvi¨® a ponerse el sombrero. No obstante, siguiendo un impulso y como para demostrar su nueva decisi¨®n y valent¨ªa, se lo quit¨® otra vez. Leick se acerc¨® a ¨¦l.

—Hace un d¨ªa espl¨¦ndido —dijo.

—S¨ª. Espl¨¦ndido.

—D¨ªas atr¨¢s hizo bastante calor, pero hoy ha refrescado. Se est¨¢ bien al sol.

—Lo mismo pienso yo.

—Temo que la traves¨ªa sea dif¨ªcil hasta llegar a la segunda presa —explic¨® Leick—. Una vez pasada ¨¦sta, la ruta se hace m¨¢s sencilla.

—Lamento no poder prestar m¨¢s ayuda. No estoy habituado...

—No importa. Pronto se acostumbrar¨¢ a la nueva vida —dijo Leick con gran seguridad.

Al escucharle sinti¨® Harland que su valor y su ¨¢nimo crec¨ªan, como un fuego al que echan nuevo combustible. Se levant¨® para quitarse la chaqueta y la corbata. Luego se desabroch¨® el cuello y se subi¨® las mangas de la camisa. Leick observ¨® con gravedad:

—No debe tomar mucho el sol el primer d¨ªa.

—Tendr¨¦ cuidado —repuso Harland. Y a?adi¨® a los pocos instantes, como obedeciendo a un impulso incontenible—: Leick, dime, ?es cierto que ella est¨¢ bien?

Hab¨ªa formulado esta pregunta doce, veinte, cincuenta veces, desde que los goznes de unas pesadas puertas chirriaron a sus espaldas al cerrarse y sali¨® al encuentro de Leick, que le aguardaba en un coche con el equipaje y los billetes preparados, siguiendo un plan bien trazado. Una y otra vez repiti¨® la pregunta. Pero Leick respondi¨® como otras veces:

—S¨ª. Est¨¢ perfectamente. No podr¨ªa estar mejor.

Tras una pausa, Harland puso t¨ªmidamente una mano sobre el brazo de su interlocutor. Luego dijo:

—Ya sabes cu¨¢nto te aprecio. Lo mereces por tu fidelidad.

—?Bah! —respondi¨® Leick como con descuido—. ?Qu¨¦ otra cosa pod¨ªa hacer? —y a?adi¨® luego en tono m¨¢s grave—: Ya es hora de olvidar todo eso. El pasado ha muerto.

—No puedo remediarlo... Sigo recordando.

—Los recuerdos pueden ser verdaderos tormentos en la vida de un hombre —dijo Leick con dulzura—. Para m¨ª, la vida es como un par de zapatos viejos, que se llevan con absoluta comodidad. Pienso muchas veces con qu¨¦ me desayunar¨¦ al d¨ªa siguiente o en el trabajo que debo realizar hoy y en la mejor manera de llevarlo a cabo. Pero el ayer nunca me preocupa. Hice cuanto pude por ese ayer, y no veo la necesidad de atormentarme pensando en ¨¦l.

Cuando iba a responder, Harland observ¨® que Wes Barrell les estaba mirando. Inmediatamente cambi¨® de expresi¨®n. Leick se dio cuenta, y a su vez mir¨® a Wes. Comprendi¨® que ¨¦ste ansiaba intervenir en la conversaci¨®n. En su mirada se reflejaba con toda claridad este deseo. Leick se acerc¨® a ¨¦l y Harland qued¨® de nuevo solo.

Sigui¨® contemplando el paisaje, a su derecha, a su izquierda y frente a ¨¦l. Pero no mir¨® hacia atr¨¢s. Nunca m¨¢s mirar¨ªa hacia atr¨¢s. Ni tampoco pensar¨ªa en los seis ¨²ltimos a?os. Desde el momento en que, medio enloquecido, quiso rebelarse, logrando s¨®lo que aumentasen en seis meses su condena, se esforz¨® con todas las ansias de su ser en olvidar aquellos a?os. Intent¨® acostumbrarse, aprender la ruda lecci¨®n del olvido absoluto y pensar tan s¨®lo en el futuro. De este modo consigui¨® recobrar el equilibrio mental y con ¨¦ste la raz¨®n. Recordar, pensar en el pasado, era correr el riesgo de perder cuanto hab¨ªa ganado.

IV

El lago era unas veces ancho, formando ensenadas profundas, y otras, cuando las monta?as parec¨ªan estrecharse y casi juntarse a ambas orillas, reducido y angosto. Leick llam¨® la atenci¨®n a Harland sobre un terreno situado aproximadamente a un cuarto de milla de distancia, en el que un ciervo pastaba sobre una almohada de lirios. Al avanzar, el paisaje evolucionaba paulatinamente. Las monta?as que hab¨ªan parecido uniformes descubr¨ªan desde el nuevo ¨¢ngulo precipicios y acusadas vertientes. Por otra parte, desaparec¨ªan salientes y arrecifes para revelar en el mismo lugar curvas y contornos suaves. Con excepci¨®n de alguna roca desprovista de vegetaci¨®n, sobre la cual, a pesar de la estaci¨®n calurosa, brillaban al sol unas gotas de agua, la selva jam¨¢s se interrump¨ªa. No hab¨ªa claros en ella, ni granjas a orillas del lago, ni campos, ni caba?as. La civilizaci¨®n estaba muy lejos. S¨®lo los le?adores que ten¨ªan permiso para recoger determinada cantidad de ramas de pino y abeto, o los pescadores que, despreciando los pececillos del lago, marchaban al r¨ªo para pescar salmones, se aventuraban por aquellos parajes. Al contemplar el contorno de las monta?as, que iban desfilando a medida que avanzaban, Harland se dio cuenta de que el pueblecillo deb¨ªa estar muy lejos. A pesar de lo cual, no mir¨® hacia atr¨¢s. Tem¨ªa equivocarse. Tem¨ªa que al volverse pudiera distinguir a¨²n, aunque desdibujada, la silueta de un mundo que deseaba olvidar para siempre.

Una hora antes del mediod¨ªa llegaron por fin a la presa, situada en el mismo t¨¦rmino del lago y que formaba como la antesala del r¨ªo. El canal estaba abierto, mas el agua no corr¨ªa por ¨¦l. S¨®lo una peque?a filtraci¨®n se deslizaba por el maderaje, ba?ando los guijarros del estrecho riachuelo que corr¨ªa a sus pies. La caba?a del guardi¨¢n estaba desierta, y el lugar solitario. Leick y el barquero comenzaron a descargar los pertrechos. Hab¨ªa entre los bultos un cesto de naranjas y una caja de productos diversos, entre ellos az¨²car, harina y caf¨¦. En un cubo de madera hab¨ªa tambi¨¦n utensilios de cocina y provisiones para los dos d¨ªas de viaje. Camas port¨¢tiles, una lona ligera, el peque?o paquete de Leick, la vieja maleta de Harland, el hacha, los remos y la p¨¦rtiga completaban el equipaje. La tarea fue realizada en poco tiempo. Harland los dej¨® trabajar. Paseando junto a la presa, contempl¨® fijamente el estrecho riachuelo. Luego vio c¨®mo Leick conduc¨ªa la canoa hasta el desembarcadero. Minutos despu¨¦s, el motor se pon¨ªa en marcha, y Wes Barrell emprend¨ªa el regreso al hogar. Mientras remontaba el lago parec¨ªa prestar muy poca atenci¨®n a la traves¨ªa. Su inter¨¦s estaba concentrado en aquellos dos hombres que quedaban atr¨¢s.

Leick encendi¨® una peque?a hoguera en el desembarcadero. Luego llam¨® a Harland, que se acerc¨® a ¨¦l.

—?D¨®nde est¨¢ el guardi¨¢n? —pregunt¨® Harland, recordando al hombrecillo que hab¨ªa visto la otra vez que pasaron por all¨ª.

—Ha muerto —explic¨® Leick—. Muri¨® en el ¨²ltimo desbordamiento. Una helada temprana le cerc¨®, impidi¨¦ndole llegar al lago. No pudieron hallarle hasta que el hielo se solidific¨® lo suficiente para poder caminar sobre ¨¦l. Cuando le encontraron, deb¨ªa de hacer una semana que estaba muerto.

Comieron pan tostado con tocino y bebieron t¨¦ caliente.

—?D¨®nde estaban esta ma?ana los habitantes del poblado? —pregunt¨® Harland, recordando el infranqueable muro de soledad que los hab¨ªa rodeado. Pero Leick no supo contestar.

Harland contempl¨® c¨®mo se alejaba la canoa. Experimentaba el temor de que volviese de nuevo al desembarcadero. Pero antes de que hubieran terminado de comer, ¨¦sta hab¨ªa desaparecido tras unos salientes de la orilla, en la lejan¨ªa. Suspir¨®, aspirando el aire a pleno pulm¨®n.

—Se fue —dijo aliviado.

Leick asinti¨® alegremente y repuso:

—S¨ª. Arreglar¨¦ las cosas y seguiremos adelante.

V

La primera etapa del viaje fue tediosa. El riachuelo, que pronto, en su ruta a trav¨¦s de los valles, se convertir¨ªa en caudaloso r¨ªo hasta llegar al mar, no era en aquel lugar m¨¢s que un estrecho arroyo. Al verlo, Leick dijo:

—Ser¨ªa in¨²til remontar ahora la corriente en canoa. Cargaremos con ella hasta la desembocadura del arroyo. —Y a?adi¨®—: T¨®melo con calma. Piense que no est¨¢ fuerte. Yo me encargar¨¦ de todo.

—Bien. Veremos c¨®mo marchan las cosas —repuso Harland.

Y cuando Leick carg¨® con la canoa, despu¨¦s de haber fijado la p¨¦rtiga y los remos al banquillo, Harland cogi¨® a su vez el paquete de Leick, su maleta y el cubo de madera que conten¨ªa los utensilios de cocina, y comenz¨® a andar.

El camino, que descend¨ªa zigzagueando, llegaba hasta el empinado lugar donde estaba situada la presa. A la mitad de la corta ruta, Harland se detuvo sin respiraci¨®n. Apret¨® los dientes y sigui¨® adelante. Pero al alcanzar la cumbre su coraz¨®n lat¨ªa desacompasadamente, sent¨ªa una fuerte opresi¨®n en los pulmones y sudaba angustiado. Se detuvo para descansar sintiendo un profundo desprecio hacia s¨ª mismo. No era su sudor el de un cuerpo ¨¢gil y sano tras el ejercicio correspondiente, sino ese l¨ªquido untuoso que desprenden los tejidos adiposos que cubren los m¨²sculos despu¨¦s de muchos meses de vida sedentaria, cuando ¨¦stos se revisten de grasa.

Hubo un d¨ªa en que Harland estuvo orgulloso de su fortaleza, cuando pasaba los inviernos esquiando y los veranos haciendo largas excursiones por los bosques del Cerro de la Luna una vez terminado su trabajo diario. Ya no era sino una masa de carne fofa y blanca, como uno de esos repugnantes gusanos que viven bajo tierra, en los lodazales, o como uno de esos peces gordos, blandos y ciegos que habitan en aguas subterr¨¢neas y no conocen el sol. La peque?a subida le fatig¨® tanto que sus manos temblaban sin cesar.

?Soy como un convaleciente?, pens¨® al ver su temblor. Y por unos instantes se sinti¨® intensamente deprimido. Se sent¨®, encorvando instintivamente la espalda. ?Merec¨ªa la pena continuar? ?Seguir luchando contra el pasado? ?Aceptar la voluntad del destino? ?No ser¨ªa mucho m¨¢s sencillo y hasta justo terminar de una vez, aprovechando aquella quietud, aquella paz? De seguir viviendo, el mundo le mirar¨ªa con encono, murmurando siempre que se expusiese a su curiosidad y a sus comentarios. En cambio, all¨ª en la soledad, estaba la paz ansiada. ?Por qu¨¦ no quedarse y gozar de ella? ?Por qu¨¦ no hacer que el cuerpo corrompido dejase de una vez en libertad al esp¨ªritu, demasiado atormentado para seguir viviendo? La muerte ser¨ªa tan f¨¢cil y tan dulce...

Se sent¨® como vencido por sus razonamientos, hasta que en el silencio de la selva oy¨® el rumor producido por Leick al avanzar. Se avergonz¨® al pensar que ¨¦ste pudiese encontrarle sentado, pero tambi¨¦n le avergonz¨® la idea de fingir una energ¨ªa de que evidentemente carec¨ªa. Opt¨® por seguir sentado. Despu¨¦s murmur¨® decidido:

—Llegu¨¦ hasta aqu¨ª, Leick, pero me es imposible continuar.

Leick hizo un gesto comprensivo y respondi¨®:

—Tiene tiempo de sobra. Yo he de hacer a¨²n varios viajes...

Y emprendi¨® el descenso hasta el desembarcadero, dejando que Harland librase solo su batalla.

Harland se levant¨®, y cogiendo de nuevo los bultos sigui¨® adelante. Cuando Leick, cargado con la lona y los dem¨¢s pertrechos, le alcanz¨® de nuevo, se apart¨® para dejarle paso y luego sigui¨® andando silenciosamente. Hab¨ªa desaparecido toda depresi¨®n. El esfuerzo de la primera ascensi¨®n parec¨ªa haber purificado sus pulmones, despert¨¢ndolos del letargo en que hab¨ªan estado sumidos. Segu¨ªa sudando. Estaba empapado, pero el sabor salado del sudor al rozar sus labios resultaba agradable. Leick desapareci¨® pronto de su vista, y Harland se detuvo una vez m¨¢s para descansar. No lleg¨® a sentarse; simplemente hizo un alto en el camino y continu¨® andando inmediatamente. Al tropezar con Leick, que regresaba, vio que ¨¦ste le hac¨ªa un gui?o en se?al de aprobaci¨®n.

—Siga adelante —dijo, se?alando el camino con un adem¨¢n—. Pronto ver¨¢ la canoa. ?ste es mi ¨²ltimo viaje.

Un poco m¨¢s all¨¢, Harland distingui¨® de nuevo el riachuelo. Un torrente caudaloso se un¨ªa a ¨¦l, engros¨¢ndolo y haciendo posible la navegaci¨®n. No obstante, Harland ten¨ªa la certeza de que hallar¨ªan varios obst¨¢culos en el camino, y que en determinados momentos tendr¨ªa que ayudar a Leick a sortearlos. En su maleta llevaba un par de botas, pero prefiri¨® unos zapatos ligeros. Se cambi¨® tambi¨¦n de traje, guardando sin contemplaciones la chaqueta y el pantal¨®n. Pens¨® no sin satisfacci¨®n que en lo sucesivo importar¨ªa muy poco que sus pantalones estuviesen arrugados. Se puso unos de pana y una camisa de franela que Leick hab¨ªa llevado del Cerro de la Luna. Con el nuevo atav¨ªo, a pesar de que le estaba un poco grande, pues ¨²ltimamente hab¨ªa adelgazado bastante, se sinti¨® m¨¢s fuerte, m¨¢s dichoso... Sin darse cuenta comenz¨® a cantar, pero call¨® de repente, impresionado. Hab¨ªa tenido que permanecer silencioso durante tanto tiempo que sinti¨® como si una misteriosa fuerza sellase sus labios. Recordando inmediatamente que era libre para cantar si as¨ª lo deseaba, ech¨® la cabeza hacia atr¨¢s y, como un perro que aullase a la luna, grit¨® ante el cielo sereno y sin nubes:

??Oh! Un buen barco para cruzar el mar

era el Walloping Window Blind?...

Le sorprendi¨® haber escogido precisamente aquella canci¨®n. Hac¨ªa tiempo, mucho tiempo que no pensaba en ella. Al recordar la ¨²ltima vez que la escuch¨®, el pasado resurgi¨® otra vez, enmudeci¨¦ndole y curvando su espalda bajo el peso de una carga insoportable.

Cuando Leick regres¨®, hall¨® a Harland tendido junto a la orilla, con la cabeza apoyada en la maleta y cubri¨¦ndose los ojos con un brazo para defenderlos de los rayos del sol. Leick contempl¨® el cambio de sus vestidos con evidente aprobaci¨®n.

—Bien... Est¨¢ mejor as¨ª —dijo.

Pero Harland no respondi¨®, ni se movi¨® hasta que comprendi¨® por el ruido que Leick estaba cargando la canoa. Entonces se levant¨® y salt¨® a ella, mientras Leick, sin hacer ning¨²n comentario, colocaba la maleta en la embarcaci¨®n y lo pon¨ªa todo en orden.

Fue un descanso ver c¨®mo el bote surcaba la brillante superficie del r¨ªo, pero el avance no fue demasiado f¨¢cil, y la peque?a embarcaci¨®n hubo de ser a ratos remolcada y empujada por Leick, que no vacil¨® para ello en saltar al agua. De vez en cuando, alg¨²n peque?o torrente surg¨ªa de improviso, aumentando sensiblemente el caudal del r¨ªo. Los viajeros llegaron hasta una regi¨®n donde en otro tiempo, tal vez siglos atr¨¢s, debieron de abundar los castores. ?stos fueron seguramente los que en primavera amontonaron lodo y guijarros, creando recodos cenagosos que entonces, desaparecidos los castores y contenidas las aguas, se hab¨ªan convertido en hermosas praderas donde crec¨ªa la hierba hasta alcanzar la altura de un hombre. Algunas veces el r¨ªo se prolongaba por una orilla casi hasta la misma falda de las monta?as. Los ¨¢rboles formaban una verde b¨®veda, y las aguas, apenas lo bastante profundas para permitir el paso de la canoa, se deslizaban dulcemente sobre un lecho de grava. En la otra orilla se ve¨ªan millas y millas de bosque poblad¨ªsimo. En cierto recodo, sobre una especie de islote natural que llegaba hasta el mismo centro del r¨ªo, unos ciervos retozaban junto a las piedras. La canoa se acerc¨® sin que los animales se diesen cuenta; cuando, asustados, observaron la presencia de los viajeros, se detuvieron como desafi¨¢ndolos, para acabar por fin huyendo. Por unos momentos sus colas resaltaron en el horizonte con toda claridad hasta perderse en la espesura de la cercana selva.

—Hay muchos ciervos por estos lugares —dijo Leick—. Nadie los molesta. S¨®lo los cazadores furtivos, que rondan por aqu¨ª en la estaci¨®n invernal, consiguen a veces algunas piezas.

Despu¨¦s de atravesar varios y peque?os diques construidos por los le?adores y algunos obst¨¢culos naturales que obstru¨ªan el camino, siguieron adelante. En m¨¢s de una ocasi¨®n tuvieron que empujar la canoa, y en otras fue Leick quien, con ayuda del hacha y con el agua hasta las rodillas, despej¨® la ruta.

As¨ª fue transcurriendo la tarde, y poco antes de que se pusiese el sol arribaron a un recodo del camino donde, evidentemente, otros hombres hab¨ªan acampado antes. Se detuvieron.

—Bueno —dijo Leick satisfecho—, ya hemos pasado lo peor. El camino se hace ahora m¨¢s f¨¢cil. Procure pescar algo para la cena —a?adi¨®, y cogiendo su sombrero comenz¨® a desenrollar un sedal que llevaba atado a ¨¦l. Luego prosigui¨®—: Lo dem¨¢s corre de mi cuenta.

Algo m¨¢s all¨¢ del lugar escogido se extend¨ªa un peque?o arroyo, y hacia ¨¦l se dirigi¨® Harland con los pertrechos de pesca. Las truchas eran j¨®venes, valientes y sin duda estaban hambrientas. Volvi¨® con seis de ellas, que cab¨ªan perfectamente en la cazuela, y comenz¨® a limpiarlas. Luego se sent¨®. Entretanto, Leick, haciendo gala de su gran pericia, prepar¨® los lechos, tendi¨® la lona para protegerse de un inesperado chaparr¨®n y encendi¨® una hoguera. Pronto tuvo la cena lista. Despu¨¦s lav¨® los platos sin pronunciar palabra, dejando que Harland gozase ampliamente del maravilloso silencio de la selva. Antes de que cerrase la noche se retiraron a descansar, no sin antes fumigar los improvisados lechos para protegerse de los insectos inoportunos. Cuando la oscuridad se hizo completa, se enrollaron en sus mantas y se tendieron cerca el uno del otro.

La noche fue largu¨ªsima. S¨®lo de cuando en cuando un rumor apenas perceptible romp¨ªa el silencio. Despierto, saboreando a su antojo el delicioso ambiente cargado del perfume de las briznas de pino que cubr¨ªan el suelo, Harland escuch¨® el lejano silbido de un tren. Proven¨ªa seguramente de la aldea, del lugar que hab¨ªan abandonado aquella ma?ana. En m¨¢s de una ocasi¨®n crey¨® percibir el rumor de los pasos de alg¨²n animal salvaje, la r¨¢pida carrera de un conejo, el salto de un ciervo atra¨ªdo por el olor a tocino frito que form¨® parte de su cena, el aullido de un lobo no demasiado lejano... En determinado momento sinti¨® a su lado el repetido crujir de los dientecillos de un puerco esp¨ªn. Leick se levant¨® entonces para alejar de all¨ª al animal, y de este modo volvi¨® a reinar el silencio.

Harland percibi¨®, goz¨¢ndolos como si fueran parte de s¨ª mismos todos aquellos rumores, todos aquellos silencios. Sab¨ªa perfectamente lo que era el silencio. Aprendi¨® a conocerlo en los meses reci¨¦n transcurridos. Pero aqu¨¦l era el silencio mortal de una tumba habitada por seres vivientes. En cambio, aquella noche el silencio ten¨ªa alma, ten¨ªa vida, ten¨ªa libertad.

VI

Con las primeras luces gris¨¢ceas del amanecer, Leick abandon¨® el lecho. Casi dormido a¨²n, Harland oy¨® el ruido del hacha y aspir¨® el olor del humo de la primera hoguera. Se levant¨® y se encamin¨® al riachuelo cercano, donde ba?¨® su cuerpo demasiado p¨¢lido. Luego se visti¨® r¨¢pidamente, con un justificado temor a los mosquitos, y busc¨® refugio junto al fuego. Mientras desayunaba, Leick coci¨® pan para la comida del mediod¨ªa, y antes de que el sol se elevase tras las monta?as orientales cubiertas de bosques, cargaron de nuevo los pertrechos en la canoa y reemprendieron la marcha.

Calculando mentalmente la distancia, Harland se dijo que a¨²n faltaban unas treinta millas para llegar a su punto de destino. Cogi¨® un remo para navegar m¨¢s aprisa, pero, debido a la falta de costumbre, el ejercicio le fatig¨® extraordinariamente. Le dol¨ªan tanto los m¨²sculos que hubo de soltar el remo. Leick le mir¨® entonces con aire comprensivo y dijo:

—No debe fatigarse demasiado. Yo solo me basto para manejar esto. Si la corriente nos ayuda, llegaremos a media tarde.

—Es terrible que un poco de ejercicio me canse tanto...

—?Bah! Eso pasar¨¢ pronto. Sus m¨²sculos se fortalecer¨¢n con rapidez. Entretanto, descanse y procure pasarlo bien.

Harland obedeci¨® resignadamente, gozando de la belleza del paisaje. Durante dos horas fue maravilloso cuanto iban viendo. Arroyuelos y peque?os torrentes aflu¨ªan sin cesar al r¨ªo central, que atravesaba una regi¨®n sembrada de peque?as colinas de unos ochocientos pies* de altura, en las cuales crec¨ªan pinos y abetos. Junto a la orilla se alzaban abedules, hayas e incluso algunos olmos. Transcurridas esas dos horas, el paisaje cambi¨® totalmente. Eran, desde luego, el mismo r¨ªo, el mismo cielo, las mismas monta?as. Pero hab¨ªan desaparecido los bosques. Un incendio hab¨ªa destruido toda vegetaci¨®n. En las vertientes de los montes se elevaban tr¨¢gicamente los troncos ennegrecidos, como si fueran chimeneas de pobres hogares. Muchos de los ¨¢rboles incendiados se hab¨ªan abatido sobre el suelo cubierto ya de maleza. S¨®lo las ramas quemadas de los que quedaron en pie se elevaban como dedos ennegrecidos, se?alando obstinadamente al cielo con aire acusador. En algunos recodos, incluso las ra¨ªces de la maleza hab¨ªan sido consumidas por el fuego impidiendo todo nuevo brote. Como tambi¨¦n hab¨ªan desaparecido las cenizas, las rocas aparec¨ªan desnudas, peladas, igual que huesos calcinados. En otros rincones triunfaba otra vez la naturaleza; y crec¨ªan los ¨¢lamos, los abedules, las zarzas y toda clase de arbustos, que llegaban a los hombros de un hombre de estatura normal. Por estos lugares deambulaban los ciervos, que contemplaban sin temor el paso de la canoa por el r¨ªo.

Harland pregunt¨® con voz queda:

—?Todo eso lo destruy¨® el mismo incendio?

—S¨ª —respondi¨® Leick—. Ardieron nada menos que veinticinco millas de terreno.

—No ha crecido mucho la vegetaci¨®n en cuatro a?os...

—Los principios son siempre dif¨ªciles —explic¨® Leick—. Ahora, una vez nacidos esos ¨¢rboles, ir¨¢ todo mucho m¨¢s deprisa.

?Cuatro a?os? Harland qued¨® pensativo, impresionado por sus propias palabras. ?Hac¨ªa realmente cuatro a?os desde aquel d¨ªa en que, sumergido en el r¨ªo, s¨®lo la cabeza fuera del agua, pudo ver el paisaje convertido en un mar de llamas voraces? Parec¨ªa como si una vida entera hubiese transcurrido desde entonces. Una vida amarga, interminable... Mir¨® la vegetaci¨®n naciente, que iba disimulando la herida que sufri¨® la tierra. Diez, quince a?os m¨¢s tarde, aquella herida estar¨ªa cicatrizada, y las monta?as lucir¨ªan otra vez su manto de verdor. Despu¨¦s pens¨® que aun en los recodos m¨¢s castigados por el incendio lat¨ªa una profunda sensaci¨®n de belleza y poes¨ªa. Las cenizas no estaban muertas. Oculta en los hoyos y en las hendiduras, aguardaba la semilla de vida que pod¨ªa hacerlas fructificar de nuevo.

Harland pens¨® que su existencia entera pod¨ªa en cierto modo compararse a aquel viaje por el r¨ªo. Dif¨ªcil al principio; dichosa, risue?a y alegre despu¨¦s, para llegar por ¨²ltimo a la desolaci¨®n m¨¢s tr¨¢gica. A pesar de lo cual, del mismo modo que aquella regi¨®n devastada volver¨ªa alg¨²n d¨ªa a sonre¨ªr bajo la suave caricia de los bosques, as¨ª tambi¨¦n el futuro, su futuro, pod¨ªa ser a¨²n prometedor...

Un sol abrasador ca¨ªa sobre el valle por donde se deslizaba el r¨ªo. Harland contempl¨® las aguas, y algunas veces, en el r¨¢pido avance, pudo distinguir la precipitada huida de un salm¨®n. Eran peces grandes, de color verdoso y transparente, como el agua por donde se mov¨ªan y de la que parec¨ªan formar parte. S¨®lo la sombra de sus cuerpos, al seguirlos por el lecho del r¨ªo, evidenciaba su solidez. Se alz¨® de su asiento procurando guardar el equilibrio. El movimiento de la canoa era como una pulsaci¨®n de vida bajo sus pies. As¨ª pudo contemplar mejor aquellos peces, aquellas sombras que se agitaban entre las claras aguas del r¨ªo.

No hallaron un lugar muy confortable o sombreado para acampar a la hora del mediod¨ªa. Aprovecharon una peque?a ca?ada, y con los restos de un tronco incendiado lograron hacer fuego para guisar. Harland comi¨® muy poco.

—?Falta mucho? —pregunt¨® cuando hubieron terminado.

Como el incendio hab¨ªa destruido tambi¨¦n los postes indicadores del camino, no era f¨¢cil adivinar su situaci¨®n.

—No. Pronto llegaremos —afirm¨® Leick. Y Harland sigui¨® sentado, contemplando las aguas que corr¨ªan libremente.

D¨¢ndose cuenta de su impaciencia, Leick se apresur¨® a empaquetar y reemprendieron la marcha. Dos millas m¨¢s all¨¢, en la ribera alta del r¨ªo, vieron una caba?a que evidentemente fue construida con troncos despu¨¦s del gran incendio. El guardi¨¢n que viv¨ªa en ella sali¨® para verlos pasar. Leick alz¨® un remo en se?al de saludo y comprob¨® que el otro le reconoc¨ªa.

—Telefonear¨¢ enseguida —dijo—. As¨ª ella sabr¨¢ que llegamos.

Harland no respondi¨®. El caudaloso Sedgwick, afluente del r¨ªo central, acrecentaba considerablemente la importancia de ¨¦ste. Aunque en determinados lugares se estrechaba, porque as¨ª lo exig¨ªa la proximidad de las monta?as, y aunque algunas extensiones de rocas separasen a veces su corriente, era siempre un r¨ªo potente y veloz. Sus aguas se mov¨ªan con ¨¢gil rapidez y la canoa se balanceaba furiosa y dulcemente, como dotada de vida propia.

El r¨ªo segu¨ªa atravesando la regi¨®n incendiada, dejando atr¨¢s rocas desnudas y troncos requemados. Pero en casi todas partes un prometedor e incipiente verdor hac¨ªa so?ar en el bosque futuro. Al ver aquel desfile interminable, Harland comenz¨® a temblar. Le aterrorizaba que tanta desolaci¨®n no acabase nunca. Busc¨® ansiosamente en lontananza alg¨²n bosque, pero el horizonte le devolv¨ªa siempre el mismo paisaje: monta?as peladas y una l¨ªnea ¨¢rida, con la silueta de los troncos negros resaltando sobre el azul del cielo. Cuando al fin descubri¨® lo que desde hac¨ªa rato buscaba, sinti¨® en los ojos un ligero escozor. S¨²bitamente se sinti¨® dichoso...

Hab¨ªan bordeado un punto algo escarpado de la ribera, en donde el terreno se alzaba considerablemente sobre el nivel del agua. El r¨ªo formaba en aquel recodo una curva en forma de S, y sus aguas se estrellaban con furia contra las piedras. Despu¨¦s corr¨ªa libremente durante media milla, y al fin, por primera vez desde que penetraron en la regi¨®n incendiada, Harland divis¨® el verde oscuro de los abetos, los pinos y los cedros, que mezclaban los distintos tonos de sus follajes como en una sinfon¨ªa de color. Tambi¨¦n distingui¨® el ramaje brillante de algunos ¨¢rboles de los llamados ?de madera dura?. En la distancia parec¨ªan multiplicarse.

Harland abarc¨® todo aquello con la mirada, Leick dijo:

—Son hermosos, ?verdad? No cost¨® mucho trabajo transplantarlos. Tuvimos que traerlos por el r¨ªo desde bastante lejos, e irlos a buscar a un lugar de clima parecido a ¨¦ste. De no ser as¨ª se hubiesen marchitado con toda seguridad. Plantamos setenta, pero algunos se van muriendo.

Harland asinti¨® en silencio. No pod¨ªa hablar. Sent¨ªa en la garganta la opresi¨®n del llanto. Leick sigui¨® hablando. Experimentaba una profunda sensaci¨®n de dicha al recordar el trabajo realizado con tanto amor.

—S¨ª, fue una labor magn¨ªfica. Tuvimos que cercar cada ¨¢rbol y cavar en torno a ¨¦l un hoyo que durante el verano hab¨ªa de estar siempre lleno de fango fresco. As¨ª conseguimos que las ra¨ªces fueran saliendo a flote. Despu¨¦s, cuando lleg¨® el invierno con sus inevitables heladas, los trajimos aqu¨ª, transport¨¢ndolos en trineos sobre el hielo. Oportunamente hab¨ªamos cavado los nuevos hoyos, igualado el terreno e incluso plantado matas de hierba. ?ramos unos treinta hombres, ocupados febrilmente en la tarea de plantar los ¨¢rboles y arreglar la tierra. Los dem¨¢s ten¨ªan trabajo suficiente para construir la casa. —Luego a?adi¨® pausadamente—: Mire, ah¨ª la tiene.

Hasta entonces hab¨ªan seguido la corriente principal que bordeaba la ribera norte del r¨ªo. Pero ¨²ltimamente hab¨ªan virado y avanzaban por el centro. Desde all¨ª se ve¨ªa claramente la casa. No estaba construida con troncos, seg¨²n la costumbre de la selva, sino con vigas y tablas bien aserradas. Era de mucho fondo, pero de escasa altura, con anchas galer¨ªas y una gran chimenea cuadrangular. Grandes arbustos nac¨ªan junto a sus paredes, y alrededor crec¨ªa la hierba jugosa y fresca.

Mientras la contemplaba ¨¢vidamente, Harland vio que de su interior sal¨ªa una mujer y se dirig¨ªa al desembarcadero, situado a un cuarto de milla de distancia.

Vest¨ªa de blanco. Harland observ¨® la r¨ªtmica gracia de su paso. S¨®lo por eso la habr¨ªa reconocido en cualquier parte. Hab¨ªa en su manera de andar algo caracter¨ªstico, indescriptible. No basta con decir que sab¨ªa mantenerse erguida, con la cabeza alta y las piernas ¨¢giles. Era algo m¨¢s, una gracia elegante y serena que trascend¨ªa de ella al avanzar. Nunca parec¨ªa tener prisa ni caminar con demasiada rapidez. No obstante, Harland sab¨ªa por experiencia que era a veces dif¨ªcil resistir su marcha, por leve y dulce que pareciese. Para hacer honor a su oficio, a la saz¨®n casi olvidado, intent¨® describir con palabras su modo de andar. Al verla aproximarse al desembarcadero, al que tambi¨¦n se acercaba el bote, tuvo la sensaci¨®n de que se hallaba en un sal¨®n y ella iba a saludarle con una reverencia. Sin que sucediese realmente, Harland crey¨® verla recogerse la falda graciosamente con los dedos e inclinarse. El traje que llevaba a?ad¨ªa un nuevo encanto a su figura.

Junto al desembarcadero se extend¨ªa una senda, y por ella, sigui¨® avanzando la gr¨¢cil figura mientras la canoa se acercaba. Al fin, ¨¦sta se detuvo, Harland salt¨® y pis¨® los le?os que formaban el desembarcadero. No pudo entonces verla claramente, pues ten¨ªa los ojos llenos de l¨¢grimas. Pero distingui¨® su vestido blanco y sinti¨® las manos de ella en las suyas. Despu¨¦s escuch¨® su voz, que en los ¨²ltimos y sombr¨ªos meses, transcurridos ya para siempre, hab¨ªa recordado tan claramente.

—Bienvenido al hogar, Dick —dijo ella, y al ver la agon¨ªa retratada en los ojos de Harland, a?adi¨® en un murmullo—: ?Oh, querido!

Y lo abraz¨® fuertemente.

Portada del libro 'Que el cielo la juzgue' de Ben Ames Williams.
Portada del libro 'Que el cielo la juzgue' de Ben Ames Williams.

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