Fiebre manuscrita
Despu¨¦s de 30 a?os leyendo a Proust, he visto por primera vez de cerca su letra
Marcel Proust ten¨ªa una letra rasgada y diminuta y escrib¨ªa sobre cualquier superficie que tuviera a mano. Escrib¨ªa en estrechos cuadernos verticales quiz¨¢s pensados para ajustarse a los bolsillos de una chaqueta o un abrigo de su ¨¦poca, cuadernos dise?ados con una elegancia mundana de pitilleras o petacas de licor. Escrib¨ªa en baratos cuadernos escolares y en hojas a veces no m¨¢s grandes que un papel de fumar, en reversos de sobres, en p¨¢ginas arrancadas de agendas. Escrib¨ªa en los m¨¢rgenes y entre las l¨ªneas de las copias mecanografiadas de los cap¨ªtulos de su novela inacabable y en el reverso en blanco de esas mismas p¨¢ginas. Escrib¨ªa sobre las galeradas ya compuestas y a punto de editarse. La letra inclinada y m¨ªnima se infiltraba como ra¨ªces y tent¨¢culos de una planta trepadora entre las l¨ªneas rectas y los m¨¢rgenes fijos del texto impreso, que as¨ª recobraba su condici¨®n de borrador, de obra en marcha que no puede darse nunca por terminada mientras dure la vida y la imaginaci¨®n permanezca activa. Lo que hab¨ªa parecido definitivo ahora sucumb¨ªa a tachaduras en aspa y borrones furiosos. A lo ya terminado y corregido le brotaba la hiedra selv¨¢tica de nuevas ocurrencias, de v¨ªnculos reci¨¦n descubiertos y de hilos de intuiciones que era preciso seguir.
Escribir¨ªa hasta quedarse sin fuerzas, hasta que la mano ya no pudiera seguir sosteniendo la pluma, bajo la luz el¨¦ctrica de su dormitorio
?l mismo comparaba sus trances de inspiraci¨®n a golpes sucesivos de olas contra una orilla en la que el mar no se apacigua nunca. En sus cuadernos verticales de anotarlo todo cabe igual una met¨¢fora inusitada que un comentario trivial escuchado al paso por la calle o que uno de esos giros pomposos que infectan de un d¨ªa para otro el habla com¨²n y el lenguaje de los peri¨®dicos. S¨®lo al final de su vida vivi¨® Proust enclaustrado en su dormitorio de cortinajes echados durante el d¨ªa y paredes forradas de corcho, y aun entonces aprovech¨® sus pen¨²ltimas fuerzas para salir a ver alguna cosa que le interesaba, para visitar de nuevo un lugar que deseaba describir con un m¨¢ximo de precisi¨®n o encontrarse con alguien que le suministrar¨ªa alguna dosis del material con el que modelaba un personaje. Un d¨ªa de mayo de 1921, ya muy debilitado, fue al museo del Jeu de Paume para observar de cerca la Vista de Delft de Vermeer, no por amor desinteresado a la pintura sino porque ese cuadro precisamente era el preferido de su novelista inventado Bergotte, cuya muerte hab¨ªa contado ya. Testigos que lo ve¨ªan entonces en Par¨ªs recordaron que ten¨ªa una palidez de ultratumba. Jean Cocteau fue a visitarlo una noche de invierno durante la guerra y al verlo envuelto en mantas y pieles, en su gran piso helado, en la penumbra del toque de queda, pens¨® que se parec¨ªa al capit¨¢n Nemo despu¨¦s de quedarse solo en su submarino.
Muy enfermo, m¨¢s d¨¦bil a¨²n por la falta de ejercicio, la tarde del Jeu de Paume Proust sufri¨® un desvanecimiento delante de ese cuadro que era para ¨¦l un emblema de la capacidad suprema del arte para apresar la belleza y el temblor de lo real y hacer duradero lo m¨¢s fugitivo: esa mancha dorada del primer sol de la ma?ana en un muro de ladrillo. Un amigo lo sostuvo en pie. Volvi¨® inmediatamente a casa y le pidi¨® a C¨¦leste Albaret, su ama de llaves y enfermera y secretaria, las p¨¢ginas del manuscrito en las que estaba contada la muerte de Bergotte. Y se puso a tachar y a corregir y agregar de modo que la experiencia de su p¨¦rdida de conocimiento y su miedo a morir enriqueciera la escena de la agon¨ªa de su personaje.
Escribir¨ªa hasta quedarse sin fuerzas, hasta que la mano ya no pudiera seguir sosteniendo la pluma, bajo la luz el¨¦ctrica de su dormitorio, sin enterarse de si era de noche o de d¨ªa, sobre una mesilla inestable de bamb¨² no mucho mayor que una bandeja de desayuno, las hojas del manuscrito desplegadas sobre la cama o ca¨ªdas por el suelo, la letra cada vez m¨¢s r¨¢pida, m¨¢s peque?a y rasgada, una l¨ªnea nerviosa como de sism¨®grafo, como un registro de los impulsos el¨¦ctricos de la actividad cerebral.
Unas veces la letra avanza sobre las hojas a tal velocidad que acaba pareciendo una taquigraf¨ªa indescifrable
Despu¨¦s de treinta a?os de mi vida leyendo a Proust, con una emoci¨®n que el tiempo y la familiaridad hacen cada vez m¨¢s intensa, he visto por primera vez de cerca su letra, los primeros borradores tentativos de ? la recherche, los cuadernos verticales y estrechos con sus tapas art nouveau, las libretas escolares rayadas, con los m¨¢rgenes apurados por la codicia de la escritura, con las tapas de cart¨®n desgastadas. He empujado la puerta de una sala con iluminaci¨®n tenue, para no da?ar el papel, en la Morgan Library, en la primera hora del primer d¨ªa de la exposici¨®n dedicada al centenario del primer tomo de la novela, Du cot¨¦ de chez Swann. Algunos proustianos m¨¢s resueltos que yo me hab¨ªan precedido. Nos mov¨ªamos en silencio de una vitrina a otra, y lo que nos estremec¨ªa, lo que nos agrupaba en una fraternidad sigilosa, no era tanto la materialidad est¨¢tica del papel como la revelaci¨®n visible del proceso de la escritura. All¨ª estaban las primeras incertidumbres, el tes¨®n de persistir en algo que no se sabe todav¨ªa lo que es. En alg¨²n momento Proust se pregunta, en uno de esos cuadernos primeros, si lo que ha de escribir, lo que le viene rondando la imaginaci¨®n desde hace tanto tiempo, ser¨¢ o no una novela, o quiz¨¢s un ensayo literario, o un tratado filos¨®fico. Escribe y tacha, cuenta un episodio que no sabe a qu¨¦ pertenece y a?os despu¨¦s, en otro cuaderno, lo escribe de otra manera. Unas veces la letra avanza sobre las hojas a tal velocidad que acaba pareciendo una taquigraf¨ªa indescifrable. Otras, por cada palabra, cada frase concluida, hay una tachadura.
Al cabo de un rato de observaci¨®n cuidadosa hay nombres, pasajes manuscritos que puedo descifrar y reconocer: estoy viendo surgir por primera vez, delante de m¨ª, como se ver¨ªa en otro tiempo formarse una fotograf¨ªa en el l¨ªquido del revelado, un fragmento de algo que ahora forma parte de mi archivo indeleble de la literatura. En una carta Proust felicita a Camile Saint-Sa?ns por su sonata para viol¨ªn y piano: en un lugar de los manuscritos la sonata que escuchan Swann y Odette a¨²n est¨¢ identificada expresamente como la de Saint-Sa?ns. Poco despu¨¦s, en otra de las versiones sucesivas, la qu¨ªmica de la ficci¨®n ha actuado y la m¨²sica pertenece al compositor inventado Vinteuil.
La novela se extiende tanto que ya no puede caber en un solo volumen. La novela crece expandi¨¦ndose y ramific¨¢ndose con una fecundidad org¨¢nica que abarca la vida entera de su autor, y que se alimenta no s¨®lo de su memoria sino tambi¨¦n de lo que est¨¢ ocurriendo mientras escribe. Cuando llega la guerra en 1914 y se detiene la publicaci¨®n del segundo volumen, la guerra misma entra en la novela ya omn¨ªvora. En una vitrina, en el centro de la sala, en la Morgan Library, est¨¢ lo que Proust nunca vio: la edici¨®n completa en siete tomos que s¨®lo apareci¨® en 1927, cuando llevaba muerto cinco a?os. No hay monumento f¨²nebre m¨¢s noble para un escritor.
Marcel Proust and Swann¡¯s Way: 100th Anniversary. The Morgan Library & Museum. 225 Madison Avenue. New York. Hasta el 28 de abril.
www.antoniomu?ozmolina.es
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