Entre Wagner y Proust
En la historia de las relaciones entre la literatura, la m¨²sica y las nuevas tecnolog¨ªas, ¨¦ste es mi episodio preferido: encerrado en su piso de Par¨ªs, tal vez acostado en la cama, rodeado de almohadones, envuelto en ropas de abrigo, Marcel Proust escucha por tel¨¦fono la transmisi¨®n de una ¨®pera. Sabemos que escuch¨® as¨ª el P¨¦lleas et Melissande de Debussy; tambi¨¦n fragmentos diversos de Wagner, entre ellos un acto entero de Los maestros cantores. Marcel Proust, entusiasta de todos y cada uno de los inventos m¨¢s modernos de su tiempo, el tel¨¦fono, el aeroplano, el autom¨®vil, se hab¨ªa suscrito a una novedad reciente que permit¨ªa asistir a la ¨®pera, al teatro o a un concierto sin necesidad de moverse de casa, y que a pesar de su ¨¦xito se ha borrado de nuestra memoria tecnol¨®gica, aunque ten¨ªa un nombre muy prometedor: el teatr¨®fono. En una carta a un amigo Proust confesaba que se hab¨ªa vuelto adicto a ese aparato, como quien se vuelve adicto a su iPhone. Bien es verdad que todav¨ªa m¨¢s que escuchar la m¨²sica en el teatr¨®fono le gustaba tener a los propios m¨²sicos en casa. As¨ª es como en alg¨²n invierno de la Gran Guerra, en su casa sin calefacci¨®n y con las luces apagadas en prevenci¨®n de las bombas de los zepelines alemanes, pag¨® espl¨¦ndidamente a los miembros del cuarteto Ros¨¦ para que vinieran a tocar para ¨¦l los cuartetos ¨²ltimos de Beethoven.
En plena guerra contra Alemania, y en medio de los fervores nacionalistas exacerbados por ella, Marcel Proust, que era un alma libre, segu¨ªa mostrando su amor por la m¨²sica alemana, por Beethoven y Wagner. En aquellos cuartetos de Beethoven encontraba el ejemplo de una obra de arte tan original que ha de aguardar el paso de varias generaciones para que se forme el p¨²blico capaz de apreciarla. Hablando de otras artes, un escritor piensa siempre en su propio trabajo, busca en ellas el reflejo o la formulaci¨®n en otros t¨¦rminos de las cosas que m¨¢s le inquietan. En el Beethoven tard¨ªo Proust reconoc¨ªa su propia ambici¨®n de estar descubriendo una forma de escribir que no hab¨ªa existido nunca antes, y que por lo tanto iba a encontrar muy pocos lectores preparados para recibirla. Wagner era un desaf¨ªo y un modelo, aparte de una afici¨®n que lo hab¨ªa acompa?ado desde la primera juventud. Mucho antes de la invenci¨®n del teatr¨®fono hab¨ªa escuchado fragmentos orquestales de sus ¨®peras en las salas de conciertos. Y desde luego, lector ¨¢vido de Baudelaire, conoc¨ªa su extraordinaria Carta a Richard Wagner, que era un manifiesto radical de renovaci¨®n est¨¦tica, de celebraci¨®n no s¨®lo de una m¨²sica mucho m¨¢s poderosa que todas las rutinas de la escuela francesa sino tambi¨¦n de una forma nueva de usar las palabras para transmitir los estados m¨¢s hondos de la conciencia y las impresiones sensoriales del mundo.
Wagner, dice Baudelaire, piensa de una manera doble, po¨¦ticamente y musicalmente; y gracias a eso hace que cada una de esas dos artes comience su tarea ¡°all¨¢ donde se detienen los l¨ªmites de la otra¡±. En ? la recherche a Proust no le bastan los l¨ªmites de la literatura y quiere ambiciosamente agrupar todas las artes. Por eso hay en sus miles de p¨¢ginas m¨¢s pintores y m¨²sicos que escritores. Y entre todos ellos, los reales y los inventados, el que tiene una presencia m¨¢s decisiva, unas veces evidente y otras no, es Richard Wagner. Que el segundo volumen de la novela se titule A la sombra de las muchachas en flor es algo m¨¢s que una referencia culterana a las muchachas flores del segundo acto de Parsifal. Como el h¨¦roe joven y un poco tonto de la ¨®pera, el protagonista de la novela se deja hechizar durante mucho tiempo por esas adolescentes tentadoras que no pertenecen ya a las mitolog¨ªas medievales, sino al mundo plenamente moderno, y por eso toman ba?os de mar, juegan al tenis y montan en bicicleta. A Proust, mientras escrib¨ªa, le obsesionaba un problema doble, m¨¢s grave a¨²n seg¨²n se iba expandiendo m¨¢s all¨¢ de todo c¨¢lculo previo su gran proyecto narrativo: c¨®mo encontrar una forma total que abarcara y ordenara toda la variedad de sus personajes, las situaciones y los pormenores; y c¨®mo hacer que cada uno de ¨¦stos mantuviera su propio relieve singular y ninguno quedara ahogado o confundido bajo el peso formidable de la totalidad.
La respuesta la fue encontrando a tientas, como se encuentran esas cosas, si se tiene tes¨®n y adem¨¢s se tiene algo de suerte, la necesaria para que surja una iluminaci¨®n singular que da sentido de golpe a la acumulaci¨®n desalentadora del trabajo ya hecho y marca con repentina claridad la direcci¨®n del impulso. Pero era una respuesta que quiz¨¢s ya hab¨ªa intuido escuchando a Wagner, y que en cualquier caso formul¨® expl¨ªcitamente mencionando su ejemplo. En uno de los pasajes de m¨¢s riqueza sonora de toda la novela, en el quinto volumen, La prisionera, el narrador invoca los ruidos y las voces que llegan desde la calle a su dormitorio en la primera hora de la ma?ana: las llamadas diversas de los vendedores ambulantes, que le hacen acordarse del canto gregoriano y del P¨¦lleas de Debussy; los cascos de los caballos sobre el adoquinado, los martillazos de un artesano, el trotar de las pezu?as de las cabras de leche, el timbre lejano del tranv¨ªa; y todo ello, cada ma?ana, con grados diferentes de proximidad y nitidez, m¨¢s amortiguado si la atm¨®sfera est¨¢ h¨²meda, m¨¢s claro en el aire limpio y fr¨ªo de las ma?anas despejadas. Encerrado en su dormitorio, tras los cristales del balc¨®n y el espesor de las cortinas, la conciencia todav¨ªa no despojada del sue?o, el narrador percibe como una m¨²sica los sonidos del mundo, cada uno distinto de los dem¨¢s, y todos sin embargo organizados en una larga ondulaci¨®n arm¨®nica que le hace pensar, m¨¢s all¨¢ de Debussy, en los paisajes de Wagner, en c¨®mo el canto de un p¨¢jaro en un bosque o la melod¨ªa simple de un pastor se dibujan contra el fondo sonoro de los ¨¢rboles o del mar y al mismo tiempo se entretejen en ¨¦l. ¡°Wagner¡±, escribe Proust con ese fervor tan suyo, tan limpio de pedanter¨ªa, ¡°que ha hecho entrar en la m¨²sica tantos ritmos de la naturaleza y de la vida, del reflujo del mar a los martillazos del zapatero, de los golpes del herrero al canto de los p¨¢jaros¡¡±.
Nadie antes de Wagner se hab¨ªa atrevido a concebir duraciones musicales tan largas, que exigieran una atenci¨®n tan sin descanso: sin duda ese ejemplo confortaba a Proust cuando ve¨ªa c¨®mo su novela se iba ensanchando y prolongando mucho m¨¢s all¨¢ de lo que ¨¦l habr¨ªa podido imaginar al principio, m¨¢s que ninguna otra novela. Pero en esa extensi¨®n no habr¨ªa ni una sola zona de vaguedad ni de autoindulgencia, ning¨²n elemento que no ocupara un lugar necesario y org¨¢nico en el gran proyecto general, en el fondo tan austero como Trist¨¢n e Isolda, Parsifal o El anillo. El Wagner de la madurez o el Beethoven viejo hab¨ªan exigido una nueva forma de escuchar la m¨²sica: ¨¦l, Proust, exigir¨ªa un nuevo tipo de lector. Nadie ha pedido tanto, nadie ha dado tanto a cambio. O
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