Sobre hast¨ªos y editores
Pienso aterrorizado en las inminentes y perentorias reuniones en torno a indescriptibles comilonas mientras en la tele arde Alepo
Perfumes
Hundido hasta el cuello en la org¨ªa de consumo estacional, apunto en mi cuaderno la lista de las ¡°fragancias¡± que anuncian en la tele la proximidad de las fiestas. Me fascinan (menos mal que no tengo que olerlas) las que tienen nombres de ambiguas oscuridades, de pecados imprecisos, de p¨®cimas asesinas, de a vivir que son dos d¨ªas y corre, corre, que el mundo se acaba: Decadence, Bad, Poison, Deep Euphoria, Sauvage, Light Blue, La Nuit Tr¨¦sor. Uno de esos perfumes se llama S¨ª (inspirado ¡°en la mujer seductora, elegante, apasionada, muy femenina, de car¨¢cter fuerte y que siempre dice s¨ª¡±: Cate Blanchet), pero no he encontrado todav¨ªa ninguno que se llame ¡°No¡±, a pesar de que ser¨ªa una marca con futuro, dadas las circunstancias. Pienso aterrorizado en las inminentes y perentorias reuniones en torno a indescriptibles comilonas de clase media y aqu¨ª-no-pasamos-hambre, mientras en la tele arde Alepo y recuerdo el consejo de Mark Twain: ¡°La ¨²nica forma de mantenerse saludable es comer lo que no quieres, beber lo que no te gusta y hacer lo que no har¨ªas¡±. Contrasta con la frase mucho m¨¢s angustiada del noble Antonio Pigafetta, uno de los escasos supervivientes de la loca expedici¨®n de Magallanes, que he encontrado, durante una tarde perezosa y sombr¨ªa, hojeando su diario Relazione del primo viaggio intorno al mondo (1524; hay traducci¨®n en Miraguano y otras), uno de los grandes libros de viaje de un siglo pr¨®digo en ellos: ¡°El bizcocho que com¨ªamos ya no era pan, sino polvo mezclado de gusanos que hab¨ªan devorado toda sustancia y que ten¨ªa un hedor insoportable por hallarse impregnado de orines de rata (¡). A menudo est¨¢bamos reducidos a alimentarnos de serr¨ªn, y hasta las ratas, tan repulsivas para el hombre, hab¨ªan llegado a ser un alimento tan delicado que se pagaba medio ducado por una¡±. Lo que hubiera dado esa gente por una barra de turr¨®n y una botella de espirituoso. Y quiz¨¢s un perfume. En fin.
Decadencia
Dice Mercedes Cebri¨¢n en Malgastar (La Bella Varsovia), uno de los m¨¢s inteligentes, ir¨®nicos y hermosos poemarios que he le¨ªdo en 2016: ¡°No se quiere a la gente, lo que se quiere es el invierno / de la gente: sus alfombras, sus mantas de franela, / sus radiadores siempre bien purgados¡±. As¨ª, lo confieso, me imaginaba el invierno, con chimenea, zapatillas y pipa, cuando por aqu¨ª a¨²n hac¨ªa fr¨ªo, antes de que el emperador Trump designara al negacionista (¡°aqu¨ª no pasa nada¡±) Scott Pruitt como responsable de su agencia gubernamental para el medio ambiente. Ahora todo va a cambiar, menos el clima, de modo que me preparo para organizar mi pesimismo, como dec¨ªa Pierre Naville (y recordaba Jorge Riechmann) con vistas a afrontar este Antropoceno cada vez m¨¢s saturado de humos f¨®siles y deforestaciones conspicuas. Me entretengo leyendo a decadentes, por ejemplo. Hace poco mencionaba la nueva edici¨®n de La Venus de las pieles (1870), de Sacher-Masoch, que Sexto Piso ha convertido en navide?o libro de regalo. Hoy me fijo en un t¨ªtulo bastante m¨¢s perverso: la ¡°novela materialista¡± Monsieur Venus, de Rachilde, seud¨®nimo de Marguerite Vallette-Eymery, una de las pocas mujeres literariamente activas del decadentismo franc¨¦s y cuya biograf¨ªa se ilumina con el aura del esc¨¢ndalo. La novela (1884), cuya carga de profundidad antiburguesa comienza en el ox¨ªmoron del t¨ªtulo, refiere las relaciones de Raoule, una arist¨®crata enferma de ennui (el mismo tedio que padec¨ªa Des Esseintes, el antih¨¦roe de All¨¢ abajo, de Huysmans), con Jacques, un irresoluto hombrecillo de clase obrera (lo mismo que el Mellors de El amante de Lady Chatterley, 1928) al que vampiriza y con el que experimenta un proceso de intercambio de roles y de inversi¨®n de g¨¦neros. La dominatrix impone a su siervo un proceso de profunda feminizaci¨®n en aras de su concepci¨®n del amor (fou) y el deseo. Para Raoule, como para Rachilde, la ¨²nica verdad es la belleza, pero no la de los biempensantes, sino la que se encuentra en lo sucio y lo oscuro, la que yace en el barro. Una sorpresa para esp¨ªritus curiosos (y una pizca hastiados).
Editores
Robert Gottlieb, uno de los grandes editors del siglo XX, sol¨ªa decir que publicar (publish) era esencialmente el acto de hacer p¨²blico el propio entusiasmo. Buenos deseos aparte, he recordado la frase mientras pensaba sobre la mediocre pel¨ªcula El editor de libros (Genius), de Michael Grandage, centrada en la turbulenta relaci¨®n de Maxwell Perkins (editor de Scribner¡¯s) con Thomas Wolfe. Vaya por delante que creo firmemente que los encargados de que un libro ¡°saque lo mejor que lleva dentro¡± no son infalibles y que, a menudo, su prepotencia les hace olvidar qui¨¦n es el ¨²nico autor/a. En todo caso, y por mencionar un par de significativos ejemplos de mi modesta experiencia, recuerdo, por ejemplo, que mi maestro y amigo Carlos Blanco Aguinaga (1926-2003), el gran hispanista y cr¨ªtico que en la ¨²ltima etapa de su vida se pas¨® a la ficci¨®n, se puso poco menos que como un basilisco cuando Luis Su?¨¦n y yo, que entonces est¨¢bamos al frente de Alfaguara, le sugerimos el cambio de posici¨®n de un cap¨ªtulo de Un tiempo tuyo (1988) en aras de la eficacia narrativa. El libro se public¨® tal como ¨¦l quiso, pero sigo convencido de que habr¨ªa mejorado con el cambio. Al contrario, Juan Benet (1927-1993), un escritor con fama de soberbio y displicente, acept¨® con sorprendente humildad, y tras apasionantes discusiones sobre su novela, todos los cambios que le sugerimos para En la penumbra (1989). Dos reacciones muy distintas de mi paso por el segundo oficio m¨¢s hermoso del mundo. El primero, ya se lo imaginan, es el de escritor.
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