El terrible precio de Stalingrado
El papel de las mujeres fue decisivo en la mayor batalla de la Segunda Guerra Mundial, que tuvo lugar hace 75 a?os. Vasili Grossman compar¨® la destrucci¨®n de la ciudad con las ruinas de Pompeya
Han pasado 75 a?os desde el final de la que seguramente fue la mayor batalla de la Segunda Guerra Mundial, 75 a?os desde el momento en el que los rusos, sus aliados y millones de personas de todo el mundo dieron un suspiro de alivio colectivo. Todos hab¨ªan seguido las informaciones de Stalingrado con angustia y de forma compulsiva, hab¨ªan perdido el ¨¢nimo cuando parec¨ªa que la suerte de la ciudad pend¨ªa de un hilo y se hab¨ªan alegrado cuando llegaban buenas noticias. El aterrador e imparable avance de los Ej¨¦rcitos de Hitler por toda Europa desde 1939 se hab¨ªa detenido. El precio fue la destrucci¨®n de una bella ciudad a orillas del Volga.
De camino hacia la ciudad sitiada, en agosto de 1942, el escritor Vasili Grossman, que m¨¢s tarde ensalzar¨ªa la heroica lucha por la defensa de Stalingrado, not¨® repetidamente y con gran tristeza la carga tan inmensa que reca¨ªa sobre las mujeres. Con todos los hombres incorporados al Ej¨¦rcito, ellas ten¨ªan que arregl¨¢rselas como pudieran. Trabajaban en las f¨¢bricas, conduc¨ªan tractores y criaban solas a sus hijos. No ten¨ªan a nadie en quien apoyarse. Las llamaban cada vez m¨¢s para cubrir los huecos dejados por las terribles p¨¦rdidas del primer a?o de guerra. Empezaron a asumir funciones que hab¨ªan sido masculinas. La espantosa cat¨¢strofe les endureci¨® el coraz¨®n.
En el Volga se detuvo el avance de Hitler por Europa. Cost¨® medio a?o de lucha y m¨¢s de un mill¨®n de muertos
¡°?Hurra, hurra, hurra! Los alemanes est¨¢n totalmente destruidos, los prisioneros de guerra marchan en largas filas. Da asco verlos. Llenos de mocos, harapientos, congelados. ?Son la escoria!¡±, escribi¨® una joven de Stalingrado en su diario el 3 de febrero de 1943. Se refer¨ªa a los soldados y oficiales del Sexto Ej¨¦rcito de la Wehrmacht, que se hab¨ªan rendido el d¨ªa anterior. Unos 100.000 prisioneros, de los que solo sobrevivi¨® la mitad. Iban en fila e intentaban mantenerse cerca de los guardias o en el centro de la columna para estar m¨¢s o menos a salvo de los civiles. Los alemanes capturados ofrec¨ªan una imagen pat¨¦tica: muertos de hambre, congelados y enfermos, envueltos en mantas para calentarse. Los guardias, en venganza por las atrocidades germanas, pegaban un tiro a los que no ten¨ªan fuerza suficiente para andar. Y las mujeres, los viejos y los ni?os del lugar se colocaban a los lados de la carretera para intentar quitarles las mantas, arrojarles piedras, empujarlos, darles patadas y escupirlos a la cara. Despu¨¦s de medio a?o de una batalla que se hab¨ªa cobrado m¨¢s de un mill¨®n de vidas de soldados y civiles, no les quedaba compasi¨®n.
El objetivo de la ofensiva alemana en Stalingrado era cortar las comunicaciones entre las regiones centrales de la Uni¨®n Sovi¨¦tica y el C¨¢ucaso y establecer una cabeza de puente desde la que invadir la regi¨®n y sus yacimientos de petr¨®leo. El ataque dur¨® desde mediados de julio hasta mediados de noviembre de 1942, y se par¨® a un precio terrible para la URSS. Mientras los soldados defend¨ªan la ciudad, los habitantes y cientos de miles de refugiados llegados de otras regiones quedaron abandonados a su suerte. Anna Aratskaya, que viv¨ªa en Stalingrado, escribi¨® el 27 de septiembre: ¡°Nuestra casa se ha quemado, igual que nuestra ropa, que hab¨ªamos enterrado en el patio. No tenemos ropa ni zapatos, no tenemos un techo bajo el que refugiarnos. ?Cu¨¢ndo terminar¨¢ esta pesadilla?¡±.
La ciudad hab¨ªa quedado convertida en un ¡°gigantesco campo de ruinas¡± por los bombardeos masivos de los alemanes, en particular el del 23 de agosto. Quedaban en pie algunas casas con las ventanas rotas, algunas paredes, o una chimenea. Numerosos soldados ¡°que nunca m¨¢s se levantar¨ªan yac¨ªan en los patios y en las calles, centenares de ellos, incluso miles, nadie los contaba. La gente vagaba entre las ruinas en busca de comida o de algo que pudiera servirles¡±. Vasili Grossman compar¨® esta ciudad espectral con Pompeya, pero con la diferencia de que en medio del caos quedaron almas vivientes, cientos de miles de ellas. Los civiles tambi¨¦n lucharon brutalmente en Stalingrado, no por su pa¨ªs, sino por su propia vida y la de sus hijos.
Sin techo alguno, con las casas destruidas por las bombas o el fuego, no ten¨ªan m¨¢s remedio que intentar encontrar hueco en un barco para atravesar el Volga. ?Cu¨¢ntos murieron en la orilla mientras esperaban la oportunidad de cruzar, cu¨¢ntos se ahogaron en el r¨ªo despu¨¦s de que un proyectil alcanzara su embarcaci¨®n? Otros prefer¨ªan no intentarlo. Se volvi¨® habitual vivir en agujeros excavados en la pared de un barranco. Muchos lo hicieron en las orillas escarpadas del Volga, desde donde presenciaban las aterradoras escenas en el agua. A medida que avanzaban los alemanes, hasta que el frente lleg¨® casi al r¨ªo, la gente tuvo que abandonar tambi¨¦n esos agujeros. ?C¨®mo subsistieron durante los meses que dur¨® la batalla? Muchos murieron por las balas de los francotiradores alemanes mientras intentaban hacerse con cereal quemado del silo destruido. Otros arriesgaron sus vidas para robarlo del Molino ?Gerhardt, protegido por soldados sovi¨¦ticos. ¡°Cuando se acab¨® el cereal, comimos barro¡±, recordaba un superviviente.
?Tal vez el propio Stalin, o alguno de sus colaboradores, orden¨® que se prohibiera la evacuaci¨®n de civiles? ?Existi¨® verdaderamente esa orden o, como en tantos otros lugares, fue sencillamente que no hab¨ªa suficientes recursos para evacuar a la poblaci¨®n porque el r¨¢pido avance alem¨¢n les pill¨® por sorpresa? Se dice que s¨ª hab¨ªa una orden impl¨ªcita de Stalin de mantener a los civiles en la ciudad para que los soldados, muchos de los cuales eran de all¨ª, lucharan con m¨¢s pasi¨®n para proteger a sus familias.
Es cierto que muchos soldados hab¨ªan sido reclutados en la ciudad y sus alrededores poco antes de la batalla o incluso una vez empezada. A medida que se desarrollaban los combates, muchos adolescentes entraron a trabajar en las f¨¢bricas militares y se incorporaron, de forma oficial o extraoficial, al Ej¨¦rcito. Entre ellos hab¨ªa muchas chicas. Aunque todav¨ªa no tuvieran edad de alistarse, estaban deseando contribuir a la lucha y a acelerar el fin de la pesadilla. Adem¨¢s, el Ej¨¦rcito ofrec¨ªa ciertas esperanzas de mejor alimentaci¨®n para unos civiles muertos de hambre.
Durante un par de semanas, Alexandra ?Mashkova vio c¨®mo, cada madrugada a las cuatro, j¨®venes reclutas sub¨ªan la ladera desde el Volga, atravesaban el barranco en el que su familia hab¨ªa excavado su vivienda y desaparec¨ªan en direcci¨®n a Mam¨¢yev Kurg¨¢n, una colina que domina Stalingrado. Le parec¨ªan asustados y muy j¨®venes; en realidad, hab¨ªan nacido en 1924 y ten¨ªan casi la misma edad que ella. La mayor¨ªa nunca regres¨®, pero a algunos s¨ª los vio m¨¢s tarde, heridos, volviendo a pie o a rastras. Poco a poco, las adolescentes empezaron a ayudar a esos soldados heridos, a vendarles las heridas o llevarlos en camillas improvisadas hasta el r¨ªo. Alexandra, que ten¨ªa 17 a?os, se uni¨® al departamento m¨¦dico de una unidad militar y cruz¨® al otro lado del Volga. Aprendi¨® deprisa, y pronto estaba ayudando al cirujano. Al principio pasaba mucho miedo cuando ten¨ªa que sostener a un soldado durante la operaci¨®n ¡°mientras le amputaban una pierna o le abr¨ªan un brazo hasta el hueso¡±, pero ¡°una se acostumbra a todo¡±. Muy pronto, las j¨®venes enfermeras com¨ªan sin preocuparse all¨ª mismo, en el quir¨®fano improvisado. ¡°Ten¨ªamos un pedazo de pan en el bolsillo, as¨ª que nos limpi¨¢bamos la sangre de las manos en la bata blanca, sac¨¢bamos el pan y nos lo met¨ªamos en la boca¡±.
La conductora Angelina Kolo?bushhenko supo que hab¨ªa eludido la muerte cuando unas fiebres tifoideas la apartaron del 1077? Regimiento Antia¨¦reo, formado casi exclusivamente por mujeres, la mayor¨ªa, adolescentes. Despu¨¦s de disparar contra los aviones que bombardeaban Stalingrado, las j¨®venes deb¨ªan volver los ca?ones contra los carros de combate que hab¨ªan conseguido llegar hasta la f¨¢brica de tractores de la ciudad. Murieron casi todas, incluidas las encargadas de los tel¨¦fonos, las cocineras y las enfermeras. Solo sobrevivieron unas pocas.
Cuando se cur¨® del tifus, Angelina fue destinada a otro regimiento antia¨¦reo. Ten¨ªa un aspecto pat¨¦tico despu¨¦s de la enfermedad, fea y esquel¨¦tica. Las otras chicas la despreciaron y se negaron a dormir en la misma zanja que ella. Dec¨ªan que pod¨ªa contagiarlas. Sin embargo, dos semanas despu¨¦s se hab¨ªa recuperado del todo, recibi¨® un uniforme nuevo y, como no hab¨ªa ning¨²n veh¨ªculo disponible para ella, empez¨® a entrenarse para manejar las armas propiamente dichas. Se sinti¨® muy orgullosa cuando su unidad, la 5? Bater¨ªa, derrib¨® un avi¨®n alem¨¢n. Las j¨®venes fueron corriendo a la llanura para buscar a la tripulaci¨®n del aparato, los encontraron y los detuvieron. Los tres alemanes eran muy j¨®venes, uno alto y de rostro arrogante y otro m¨¢s bajo y m¨¢s agradable, pero Angelina se acordaba sobre todo del tercero, que ten¨ªa unas quemaduras terribles y dolores insoportables cuando le encontraron. Nunca olvid¨® sus grandes ojos azules llenos de sufrimiento.
Las conductoras del frente, siempre de un lado a otro, ve¨ªan y o¨ªan muchas cosas. En noviembre empez¨® a parecer que la situaci¨®n estaba cambiando. Hab¨ªa cada vez m¨¢s prisioneros alemanes, y Angelina sent¨ªa l¨¢stima tanto por ellos como por los que hab¨ªa visto muertos de fr¨ªo. Ella y sus camaradas ten¨ªan botas nuevas de fieltro y abrigos de piel de cordero. Le daban pena los prisioneros alemanes con sus finos abrigos y unos extra?os zapatos de paja por encima de las botas, nada preparados para el crudo invierno ruso. Cuando se anunci¨® que hab¨ªa un gran grupo de soldados alemanes rodeados, Angelina comprendi¨® que no iban a sobrevivir mucho tiempo, con su ropa de verano, casi sin comida, en la ciudad destruida o en la estepa, sin lugar donde refugiarse ni madera para hacer fuego.
Se dice que Stalin dio orden de no evacuar a los civiles para que los soldados lucharan para proteger a sus familias
Dos contempor¨¢neas de Angelina, las pilotos de combate Lilya Litvyak y Katya Budanova, volaban con su regimiento para impedir que los alemanes arrojasen provisiones a las tropas sitiadas. Las dos hab¨ªan pilotado aviones deportivos y hab¨ªan sido instructoras de vuelo antes de la guerra, pero aprendieron m¨¢s en sus 10 meses en el Ej¨¦rcito que en toda su carrera anterior. Otro piloto recordaba la reac?ci¨®n del comandante del regimiento cuando llegaron cuatro mujeres con sus tripulaciones. ¡°Me duele ver a una mujer luchando en la guerra. Me duele y me da verg¨¹enza. ?C¨®mo es posible que nosotros, los hombres, no hayamos podido evitar que hag¨¢is un trabajo tan poco femenino?¡±. Las j¨®venes tuvieron que demostrar su habilidad y su empe?o. Klava Nechaeva, de 23 a?os, muri¨® en su primera misi¨®n, despu¨¦s de convencer a su jefe de que la dejara participar en la batalla. Las dos audaces mujeres desafiaron a la muerte con numerosas misiones en el infierno de Stalingrado, y sobrevivieron a aquel invierno, pero ambas cayeron en agosto de 1943.
Cuando la batalla de Stalingrado lleg¨® a su fin, cientos de miles de mujeres se hab¨ªan incorporado al Ej¨¦rcito. El pa¨ªs hab¨ªa perdido a tantos hombres que a las autoridades no les qued¨® m¨¢s remedio que utilizar a las mujeres en todas las funciones militares. No existen datos concretos sobre las mujeres que sirvieron, de modo que los c¨¢lcu?los var¨ªan mucho, desde medio mill¨®n hasta casi un mill¨®n. El frente se traslad¨® y las j¨®venes que segu¨ªan vivas y con buena salud se trasladaron con ¨¦l. Muchas de las mujeres a las que entrevist¨¦ siguieron luchando hasta el final de la guerra y estuvieron en Berl¨ªn para celebrar la victoria (muchos soldados estaban convencidos de que Berl¨ªn deb¨ªa quedar reducido a ruinas como los alemanes hab¨ªan dejado Stalingrado). Siguieron presenciando la muerte y el dolor y perdiendo a sus camaradas. Pero nunca volvieron a vivir una situaci¨®n tan desesperada como en Stalingrado, nunca volvieron a sentir que les estaban clavando un cuchillo tan adentro que pod¨ªan perder la guerra.
Lyuba Vinogradova es autora de ¡®Las brujas de la noche¡¯ y ¡®?ngeles vengadores¡¯ (ambos en Pasado?&?Presente). Los testimonios citados en este art¨ªculo proceden de entrevistas realizadas por la propia autora y del proyecto ¡®Iremenber. Recuerdos de veteranos de la Segunda Guerra Mundial¡¯ (www.iremember.ru).
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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