Robinson de todas partes
Eduardo Arroyo era un artista total, y por eso tambi¨¦n era un poeta
Descansar¨¢ ante su desierto favorito, su cabeza reposando sobre su ejemplar viejo de Robinson Crusoe. Robinson de todas partes, vivi¨® una vida divertida, y fue un hombre inolvidable. En un tiempo se paraba al lado de su estudio y cantaba en italiano el himno informal de los semi¨®ticos, ¡°amigos de las nubes¡±. Vestido como para salir al ruedo, elegante de noche y de d¨ªa, su risa de monaguillo ruin, bajaba la tierra dando un mamporro sobre la mesa, para declarar su desacuerdo con todo. Entre Bergam¨ªn y Bu?uel, dispuesto a buscar en la realidad el alimento de sus sue?os. Era un amigo de las nubes, pero no habitaba en ellas.
En los ¨²ltimos tiempos esa actitud contra la maldad y contra la pol¨ªtica, ¡°una m¨¢scara mediocre¡±, cobr¨® m¨¢s energ¨ªa. Hasta el fin la lectura fue su alimento y la pintura fue el veh¨ªculo de su sarcasmo bu?ueliano.
Era un artista total, y por eso tambi¨¦n era un poeta. Su capacidad de trabajo no lo detrajo de la vida buena. Le puso nombre a sus tragos, aquellos whiskies en copa de bal¨®n que hizo famosos en sus contornos, y era un anfitri¨®n fabuloso; aun sin voz, era el centro de las conversaciones. Su genio, que traspas¨® todos los g¨¦neros que aliment¨®, bajaba de las nubes con la gracia de un humorista y con la rabia de un orador salvaje. No dejaba t¨ªtere con cabeza, porque era due?o de un vocabulario, en varios idiomas, que le sirvi¨® para ser un memorialista de primera fila y un escritor arriesgado, lleno de referencias en las que habitaban desde Voltaire hasta Bertolt Brecht y James Joyce.
Tach¨® la barbarie, deplor¨® la mala voluntad y santific¨®, a su modo, el lenguaje como veh¨ªculo de todas sus artes. No fue acad¨¦mico de la lengua porque a esta instituci¨®n le apeteci¨® perder la oportunidad, pero su escritura queda ah¨ª para ser integrada en la mejor prosa contempor¨¢nea de un artista espa?ol. Explicaba como quien pinta, con iron¨ªa y poniendo el sarcasmo en el centro mismo de su arquitectura.
Naci¨® para bohemio, y lo fue, pero su estudio era el de un trabajador a tiempo completo, laborioso como Pablo Picasso y minucioso como Joan Mir¨®. Visitarlo era estar a la vez con varios artistas, todos ellos en pleno funcionamiento. Tuvo tiempo tambi¨¦n, mientras tanto, de ser barman y cocinero, en su casa vieja hab¨ªa siempre olor a ¨®leo y a espaguetis. Un hombre para todas las estaciones, incluso para estas estaciones de nubes oscuras que le toc¨® vivir cuando la enfermedad se hizo la ilusi¨®n de tumbarlo. Se reh¨ªzo como el boxeador que fue, y sigui¨® pintando y proyectando, y explicando. Creo que es el artista al que m¨¢s cosas le escuch¨¦ explicar. Escuchaba afirmando, aunque estuviera en total desacuerdo.
Para ello ten¨ªa los conceptos. Los sue?os y los conceptos. Como aquellos ling¨¹istas del concepto, del que su amigo Umberto Eco era santo patr¨®n, a Eduardo Arroyo le gustaban las nubes, aunque poco las pint¨®. Su materia, y acaso por eso fue periodista, era la realidad, y a la realidad le ganaba terreno para pintar rostros, trenes, luchas de boxeadores ilustres o inventados (¨¦l fue, como Eduardo ?rculo, embajador imposible del boxeo) y tambi¨¦n para intervenir en la realidad, a veces d¨¢ndole golpes a las nubes.
Vivi¨® la realidad (y la pesadilla) de este pa¨ªs, y aunque fue un parisino de adopci¨®n, fue Espa?a, sus toros, el vino, los grandes paisajes que adopt¨® en su vida, aquellos desiertos verdes de Laciana, en Le¨®n, el pa¨ªs que quiso. Exiliado de todas partes en un momento determinado, su pa¨ªs fue ese arroyo de su apellido, por el que nad¨® en busca de una utop¨ªa, la de durar, que no pudo cumplir porque jam¨¢s se cumple ese sue?o que en realidad queda en quienes ahora perdemos la oportunidad de seguir siendo testigos de su figura excepcional, elegante, vestido con ropas galantes que solo podr¨ªan ser suyas, presto siempre a dar voz o cuadros a quien se los pidiera. Pues ¨¦l trabaj¨® para otros siempre, siendo tan privado y tan suyo, pocas veces se vio en los alrededores a alguien tan exageradamente generoso como Eduardo Arroyo.
Le pregunt¨¦ ayer por la ma?ana a Fernando Savater, su amigo, que estaba en Buenos Aires escuchando ¨®pera, como le hubiera gustado al que acababa de dejarle en Madrid, si pod¨ªa decir algo sobre Eduardo. Uno m¨¢s de nuestro ej¨¦rcito ¨ªntimo se nos va, apunt¨®, y luego me envi¨® este billete, para que lo adjuntara a lo escrito: ¡°Artista de su vida y de la amistad, tanto como de la pintura: era original de gesto y palabra sin necesidad de propon¨¦rselo. Disfrutaba viviendo y hac¨ªa disfrutar a quienes le trataban: no ten¨ªa ese esp¨ªritu de la pesadez que fastidia a veces en buenos creadores¡±. Am¨¦n.
En la mesa de noche del artista qued¨® un libro, entre muchos. El refugio de la memoria, de Toni Judt. Con ¨¦l quiso llevarse, al espacio eterno de Laciana, medio centenar de lecturas, eterno Robinson . No quiso dejar jam¨¢s esta vida que le fue tan pr¨®diga en lectura, amor y diversiones.
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