Antonio L¨®pez, dom¨¦stico
El taller del pintor es una prolongaci¨®n natural del propio hogar en el que la obra y la vida forman una sola sustancia
El pintor abre la puerta del jard¨ªn como un afable menestral. Lleva colgado del cuello un mandil manchado de pintura que le llega hasta la pantorrilla, atado sobre la tripa con doble lazada. En la entrada del jard¨ªn hay unas esculturas de escayola, un ser¨®n con membrillos y manzanas, algunas macetas con plantas entre b¨¢rtulos arrumbados en aparente desorden, pero trat¨¢ndose del pintor Antonio L¨®pez ser¨ªa un error no dar importancia a cualquiera de estos cacharros, que han pasado por sus manos. Detr¨¢s de unos tableros apoyados contra la pared se puede leer: el rey y la reina.
Dentro de casa los muebles son sencillos, fatigados por el uso, una mesa, un armario, algunas sillas, una estanter¨ªa y tambi¨¦n adornos dom¨¦sticos que uno puede imaginar en cualquier hogar aseado de clase media. Por la ventana se ve un membrillero desnudo del jard¨ªn. Sentado a la mesa del comedor en la que hay sobre el tapete unos limones, una granada y media zanahoria, el pintor Antonio L¨®pez ofrece una infusi¨®n de tila con tomillo y mientras se dirige a la cocina, abre la nevera y saca la jarra, podr¨ªa considerarse un privilegio entrar en su cuarto de ba?o solo para ver la pasta y el cepillo de dientes en un vaso sobre la repisa del lavabo, el espejo, las toallas, la ducha, la taza del retrete. El pintor sirve la infusi¨®n y se explaya explicando sus propiedades contra el insomnio.
La conversaci¨®n rueda acerca de la salud, los quebrantos de la edad, el trabajo que lleva entre manos, comentarios tan de uso com¨²n como lo son los enseres de alrededor que la luz de este mediod¨ªa de enero envuelve en un aura dorada. Aunque tiene la risa franca, suele hablar siempre en serio, con los ojos afilados, lo mismo si se trata de Vel¨¢zquez o de Tiziano que del zumo de lim¨®n que toma lo primero cuando se levanta de la cama.
Y no obstante, pese la realidad insoslayable de las horas y los d¨ªas, hay un halo de platonismo inefable en la casa, porque esa jarra y ese vaso en el que bebes, la silla en la que te sientas, la l¨¢mpara que te ilumina, la percha en la que has colgado la chupa, la nevera que ves en la cocina, el membrillo y la media zanahoria que manoseas mientras le escuchas, constituyen la materia de los sue?os que Antonio L¨®pez ha recreado en sus cuadros y son venerados en los museos, admirados en salas de exposiciones, codiciados en subastas internacionales, objetos de deseo irrefrenable de coleccionistas, elevados a arquetipos del realismo por los m¨¢s solventes cr¨ªticos de arte. Antes de que se exprima en zumo, ese lim¨®n era de Zurbar¨¢n, antes de que convierta en potaje un cardo como ese lo pint¨® S¨¢nchez Cot¨¢n. El taller del pintor es una prolongaci¨®n natural del propio hogar en el que la obra y la vida forman una sola sustancia. Pasar de la cocina al taller, del taller al comedor, del comedor al cuarto de ba?o y del cuarto de ba?o al taller es como traspasar la barrera de los sue?os.
El realismo de Antonio L¨®pez constituye una paradoja est¨¦tica: con el pincel se adentra en la intimidad de la materia hasta all¨ª donde la luz se teje y desteje en una fuga siempre inalcanzable. Detenerla en el lienzo es una tarea imposible, pero este pintor ha convertido su propia impotencia en una obra de arte. Antonio L¨®pez es uno de los pocos en el mundo que ha expuesto en vida cuadros inacabados, como el h¨¦roe que ha sido vencido en una batalla.
Plantar el caballete en medio de la Gran V¨ªa de Madrid, o ante un membrillero del jard¨ªn o frente a la familia real, esperar siempre de pie, como un Fray Ang¨¦lico, a que llegue el grado exacto de luz que deseas, dar unas cuantas pinceladas, recoger los b¨¢rtulos, volver al d¨ªa siguiente para comprobar si la naturaleza coincide con tu esp¨ªritu, a?adir unos brochazos por si la luz obedece y se detiene, dejar que pase un a?o, otro a?o, muchos a?os m¨¢s sobre ese lienzo inacabado y cuando ya parece que la neurosis anal¨ªtica ha sido vencida, se ha echado encima otro invierno, los membrillos se han podrido y en medio del paisaje de la ciudad ha brotado un rascacielos que rompe la composici¨®n del cuadro y el rostro del monarca, como el de Dorian Gray, se ha erosionado. La silla, el aparador, el lavabo desportillado, el frutero, el racimo de uva, la nevera, la taza del retrete, todos los enseres familiares que Antonio L¨®pez tiene a su alcance por el hecho de pintarlos se transforman en categor¨ªas de la mente. Bajo esa luz dom¨¦stica el genio del pintor los eleva a un valor universal.
Si lo sorprendes por la calle puede que lleve en el zurr¨®n de pastorcillo un pan de higo, frutos secos y un tarro de miel. Aunque en apariencia tiene por la edad un cuerpo quebradizo, se le adivina una f¨¦rrea estructura interior, una resistencia y entereza extrema. Cada duda la tiene aliada con la ley de la gravedad. Todas caen por su propio peso.
Babelia
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