La educaci¨®n de Berenice Abbott
Sus retratados miran a la c¨¢mara con la franqueza de una confesi¨®n o se quedan ensimismados delante de ella
Un artista joven es alguien que tiene mucha prisa. A Berenice Abbott le falt¨® tiempo para marcharse a Nueva York desde su pueblo en el Medio Oeste americano, y fue igual de r¨¢pida para darse cuenta de que el sitio donde ten¨ªa que estar en 1921 no era Nueva York, sino Par¨ªs, y para reunir el dinero que costaba un billete solo de ida en la tercera clase de un trans?atl¨¢ntico. Berenice Abbott se cort¨® el pelo como un muchacho a los 20 a?os, y mantuvo ese corte invariable hasta que tuvo 90, el pelo ya muy blanco y la cara llena de arrugas, pero los ojos claros con el mismo brillo como de faros de autom¨®vil que ya ten¨ªan en sus primeros autorretratos de los a?os veinte. En Nueva York Abbott hab¨ªa vivido en el gueto de bohemia rom¨¢ntica de Greenwich Village, poblado de artistas hambrientos y de mujeres audaces que publicaban revistas literarias de vanguardia, casi panfletos extremadamente bien editados y minoritarios en los que aparecieron los primeros poemas de e. e. cummings y de Marianne Moore, as¨ª como los primeros cap¨ªtulos de una novela todav¨ªa inacabada de un extra?o irland¨¦s que viv¨ªa en Par¨ªs en una especie de digna indigencia, James Joyce.
La expectativa, la promesa de algo mejor, siempre estaba en otra parte. En Springfield, Ohio, el lugar a donde ir hab¨ªa sido Nueva York. En Nueva York, el lugar de la promesa era Par¨ªs. Berenice Abbott era una adolescente valerosa con vocaci¨®n de escultora que empez¨® gan¨¢ndose la vida como modelo, y que m¨¢s bien por azar, ya en Par¨ªs, se hizo asistente de Man Ray en su taller de fotograf¨ªa y muy poco despu¨¦s dio el paso siguiente de convertirse en fot¨®grafa ella misma. El artista joven, aislado en su provincia, lee en las revistas y en los libros nombres propios que para ¨¦l adquieren un prestigio heroico. En Par¨ªs viv¨ªan entonces algunas de las personas a las que designaban esos nombres y Berenice ?Abbott tuvo la oportunidad de conocerlas y en ocasiones de retratarlas. Da la impresi¨®n de que llev¨® a la fotograf¨ªa una sensibilidad hacia el volumen de la plena presencia que le vendr¨ªa de su formaci¨®n como escultora. Sus figuras resaltan contra el fondo con la rotundidad de las tres dimensiones. Es importante no olvidar lo joven que era, la rapidez asombrosa de su aprendizaje. La asistente que se ocupa de tareas auxiliares en el estudio del maestro al cabo de muy poco tiempo da muestras de una solvencia indudable. Sus retratados miran a la c¨¢mara con la franqueza de una confesi¨®n o de un desaf¨ªo o se quedan ensimismados y perdidos delante de ella y parece que la fot¨®grafa ha desaparecido para dejarlos solos o ha ido a buscarlos invisiblemente al lugar rec¨®ndito en el que son ellos mismos. En algunos casos el retrato de Berenice Abbott es tan definitivo que se convierte en la ¨²nica imagen posible de su personaje. James Joyce tiene para nosotros las dos caras de los dos retratos que le hizo Abbott: en uno, con el escorzo arrogante y un parche en un ojo, la corbata de lazo, la chaqueta blanca, parece estar ensayando una pose de artista; en el otro, de ocho a?os despu¨¦s, Joyce parece m¨¢s perdido en sus imaginaciones y en la bruma de su casi ceguera, los ojos protegidos contra la luz por el ala del sombrero, los cristales de las gafas redondos y muy gruesos, un bast¨®n de ciego entre las piernas.
Pero en la misma sala de la exposici¨®n hay otros retratos mucho menos conocidos de la familia Joyce que ayudan a desmentir, o al menos a matizar, la mitolog¨ªa del escritor solitario, Robinson autosuficiente en la isla del genio. Cerca de Joyce est¨¢ Nora, la esposa desconfiada que mira de soslayo a la fot¨®grafa, sospech¨¢ndola c¨®mplice de las calaveradas y las alucinaciones de su marido incompetente, que la arrastr¨® a Trieste y luego a Par¨ªs y solo le ha dado hijos, disgustos y pobreza, y un libraco macizo como un ladrillo que ella ha preferido no leer; y tambi¨¦n anda cerca la hija, Lucia, de perfil, muy joven, con algo de infantil y algo de obsesivo y determinado, con ese aire de p¨¢jaro que hay en la cara de su padre, pero no en la de su madre, la hija bien amada que seg¨²n pasen los a?os se ir¨¢ extraviando en el trastorno mental, aunque ella no lo sospeche entonces, en ese momento de 1927 en el que posa para la fotograf¨ªa, con el pelo muy corto, el flequillo, la raya, el simulacro de lo masculino que ejercen tantas mujeres en los retratos de Abbott, hero¨ªnas de una libertad que estaba invent¨¢ndose justo entonces.
Berenice Abbott estaba alerta en Par¨ªs a la vibraci¨®n del presente: y sin embargo, al mismo tiempo, descubr¨ªa a un maestro que pertenec¨ªa a un pasado en r¨¢pida demolici¨®n, el fot¨®grafo de un Par¨ªs de tan solo unos a?os atr¨¢s que ya era pura arqueolog¨ªa, de callejones estrechos, comercios antiguos, oficios desaparecidos, Eug¨¨ne Atget. Lo fotografi¨® cuando ya era tan viejo que no le dio tiempo a mostrarle sus retratos. Fue a visitarlo con las placas reci¨¦n reveladas y Eug¨¨ne Atget ya hab¨ªa muerto.
El artista joven encuentra a sus maestros en los sitios m¨¢s insospechados. De las fotos de tiendas antiguas, callejones, vagabundos, escaparates de negocios ruinosos, que Eug¨¨ne Atget hab¨ªa ido haciendo en el Par¨ªs de los primeros a?os del siglo, Berenice Abbott aprendi¨® a mirar el mundo presente que estaba reservado para su talento. Abbott volvi¨® a Nueva York en 1929 llevando consigo el gran tesoro inapreciado del archivo de Atget. Volv¨ªa para una visita, porque hasta ese momento hab¨ªa pensado que el lugar de su vida y de su trabajo era Par¨ªs. Pero nada m¨¢s llegar a Nueva York descubri¨® que la ciudad se hab¨ªa transformado durante los a?os de su ausencia, y que al volver a ella no estaba visitando con melancol¨ªa y alivio el escenario de su pasado, sino llegando por fin, sin haberlo anticipado, a la ciudad de su porvenir, a la materia prima que mejor se correspond¨ªa con su talento, con todo lo que hab¨ªa aprendido en Par¨ªs. Nueva York se hab¨ªa modernizado mientras ella estuvo fuera, pero ella hab¨ªa necesitado esa ausencia tan larga para aprender a mirar la ciudad que ahora se desplegaba ante sus ojos.
Ya nunca se march¨® de ella. La hizo tan suya que ya es como si la hubiera inventado. La Nueva York de los a?os treinta ya solo existe de verdad en las fotos de Berenice Abbott.
Berenice Abbott. Retratos de la modernidad. Fundaci¨®n Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Hasta el 25 de agosto.
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