Utrecht ¡®alla napoletana¡¯
El Festival de M¨²sica Antigua de la ciudad holandesa dedica su edici¨®n de este a?o a ¡°la capital olvidada de la m¨²sica¡±
Italia, como no pod¨ªa ser de otra manera, es una presencia recurrente desde los comienzos del Festival de Utrecht: la edici¨®n de 2006, por ejemplo, se dedic¨® a Le nuove musiche: el Seicento en Italia, mientras que dos ciudades ¡ªRoma, en 2011, y Venecia, en 2016¡ª acapararon en su d¨ªa gran parte de la programaci¨®n. Este a?o, el viaje, el Grand Tour, ha seguido avanzando hacia el sur, hasta el Mezzogiorno, y es tal la avalancha de m¨²sicas napolitanas que ya se han o¨ªdo y que seguir¨¢n oy¨¦ndose aqu¨ª durante toda la semana, que Utrecht va a convertirse por unos d¨ªas en la verdadera capital musical de la Campania. Cuesta creer que N¨¢poles haya vivido alguna vez un desembarco sonoro tan ambicioso de su propia historia como el que se ha apoderado a finales de este mes de agosto de los canales trajectinos. La foto de cubierta del libro-programa del festival, una comida familiar (napolitana) presidida por una copiosa fuente de espagueti frutti di mare, refleja perfectamente la oferta de estos d¨ªas: un banquete.
No es f¨¢cil encontrar similitudes entre ambas ciudades: nada tienen que ver el caos desordenado de N¨¢poles y el orden vitalista de Utrecht, el catolicismo de una con el protestantismo de otra, la inmensidad natural del mar Tirreno (agua salada) con los peque?os canales (agua dulce) trazados artificialmente para vertebrar una ciudad que no deja de remozarse a?o tras a?o, mudando el perfil urbano y comercial de sus calles sin perder ninguna de sus se?as de identidad. La torre de la catedral ¨Cel edificio m¨¢s emblem¨¢tico de Utrecht¨C est¨¢ recubierta de andamios, al igual que los dos edificios del Conservatorio en la Mariaplaats, y casas antiqu¨ªsimas conviven apaciblemente con lo nuevo, como sucede con la extensi¨®n del Ayuntamiento que proyect¨® en el a?o 2000 el arquitecto Enric Miralles o la ampliaci¨®n, inaugurada en 2014, del antiguo Vredenburg (ahora TivoliVredenburg, que se levanta a pocos metros del lugar en que Carlos V erigi¨® en 1529 una fortaleza o ?castillo de la paz? ¡ªeso significa en holand¨¦s Vredenburg¡ª, que toma su nombre del tratado de paz que firm¨® Carlos el a?o anterior en Gorcum con el duque de G¨¹eldres, aunque nunca fue tal, sino un basti¨®n desde el que defender y atacar a los rebeldes). En la abigarrada N¨¢poles, el peso de su historia te abruma en cada esquina.
Al igual que el pasado a?o, antes de la inauguraci¨®n oficial hubo un triple preludio a cargo del Huelgas Ensemble de Paul Van Nevel: tres conciertos casi consecutivos en la Jacobikerk para espigar algunas de m¨²sicas vocales representativas, sacras y profanas, populares y cultas, nacidas en N¨¢poles durante dos siglos y medio, desde los albores del siglo XV hasta mediados del siglo XVII. No se trataba de una propuesta tan sistem¨¢tica como el ¡°alfabeto borgo?¨®n¡± de 2018, pero nos ha permitido escuchar, asimismo, a compositores rec¨®nditos para la mayor¨ªa, como Pietro Oriola, Giacomo Tropea, Perissone Cambio, Rocco Rodio, Pomponio Nenna, Scipione Lacorcia, Agostino Agresta o Giovanni Pietro del Buono. Nada puede hacer m¨¢s feliz a Van Nevel que rebuscar en bibliotecas o archivos y descubrir rarezas en manuscritos y viejos impresos. Preparados espec¨ªficamente para el festival, los tres programas presentaban un alt¨ªsimo inter¨¦s, aunque la mejor m¨²sica se concentr¨® probablemente en el primero, gracias a la presencia del espa?ol Juan Cornago o del flamenco Johannes Tinctoris, dos de los muchos m¨²sicos que acudieron al reclamo de la floreciente corte de N¨¢poles, parte ya entonces de la Corona de Arag¨®n.
Van Nevel lleva d¨¦cadas siendo fiel a s¨ª mismo y a su ideal sonoro de este repertorio, que conoce y ha investigado como pocos. Su enfoque tiende al preciosismo y su direcci¨®n no es puramente nominal, como sucede a veces en grupos similares, sino ejecutiva: sus miradas fulminan a todo cantante que ose apartarse del redil que demarcan los imperiosos movimientos de sus brazos, con el peque?o diapas¨®n en su mano derecha esgrimido casi como arma arrojadiza. Llama la atenci¨®n a menudo el contraste entre la contundente energ¨ªa de estos ¨²ltimos y la delicadeza de la m¨²sica interpretada, pero todo forma parte de la puesta en escena del director belga, que utiliza a sus diez cantantes con excelente criterio, vali¨¦ndose a veces ¨²nicamente de voces masculinas, o sentando a tres de ellos a su lado para traducir el intimismo doloroso de ?Qu¡¯es mi vida preguntays?, de Cornago.
Hab¨ªa algunas caras nuevas junto a veteranos de siempre, pero Van Nevel ahorma siempre el conjunto para que el grupo resulte inconfundible, porque las individualidades quedan anuladas: cada cantante solo sirve en tanto en cuanto contribuya al resultado global. En ese sentido, parece un tratamiento casi instrumental si no fuera porque Van Nevel est¨¢ atent¨ªsimo a los detalles textuales, algo que se manifest¨® especialmente, por supuesto, en los madrigales, como en las caracter¨ªsticas contraposiciones entre fuego y hielo en Nel inferno d¡¯amore, de Giacomo Tropea, o en las estrafalarias texturas y las abruptas disonancias de Stravagante pensiero, de Scipione Lacorcia, que describe el ¡°tr¨¢nsito escabroso¡± de la ¡°dulce alegr¨ªa al fiero dolor¡±. O cuando los cromatismos se acent¨²an durante el primer verso de La mia doglia s¡¯avanza, del gran Giovanni de Macque, otro de los extranjeros que engrandecieron la corte de N¨¢poles. Su m¨²sica y el Agnus Dei de una misa de Stefano Felis, maestro de capilla en la catedral, fueron el remate perfecto de un triplete de conciertos de alt¨ªsimo nivel e ins¨®lita originalidad.
La inauguraci¨®n oficial, en la tarde del viernes, se plante¨® tambi¨¦n de una manera heterodoxa, ya que se dividi¨® al p¨²blico en grupos (identificados por pulseras de diferentes colores que se repart¨ªan al azar a la entrada del TivoliVredenburg) a fin de que fueran rotando sucesivamente por cinco breves espect¨¢culos diferentes en distintos lugares del edificio para converger finalmente todos en la sala grande. La idea de la bautizada como Passeggiata Napoletana era buena, pero mover a centenares de personas en un espacio reducido no es f¨¢cil y se dedic¨® mucho m¨¢s tiempo a los traslados y a las esperas que a la escucha. Canciones napolitanas interpretadas por Maria Marone, madrigales del citado Giovanni de Macque, conciertos para flauta dulce de Alessandro Scarlatti, un espect¨¢culo de guaratelle (t¨ªteres napolitanos) y un fragmento de la mini¨®pera Livietta e Tracollo de Pergolesi serv¨ªan, adem¨¢s, como anticipo de conciertos completos de d¨ªas posteriores, lo que pod¨ªa a su vez aumentar la expectaci¨®n y avivar la venta de entradas (o disuadir a los m¨¢s cr¨ªticos).
Lo m¨¢s interesante quiz¨¢ fue constatar de nuevo el virtuosismo casi extravagante de Erik Bosgraaf, que de haberse dedicado a otro instrumento menos minoritario que la flauta dulce ser¨ªa un nombre reconocido y admirado en todo el mundo. Adem¨¢s, domina la escena y la comunicaci¨®n con el p¨²blico como pocos, lo que garantiza entretenimiento y disfrute permanentes: l¨¢stima que los instrumentistas de su grupo no est¨¦n a su altura. El concierto final en la sala grande, ya para todos los asistentes, corri¨® a cargo de Antonio Florio y su rebautizada Cappella Neapolitana: pocos han hecho tanto como ¨¦l por la difusi¨®n y la investigaci¨®n de la m¨²sica hist¨®rica de N¨¢poles. Es, junto con Dinko Fabris, que tambi¨¦n est¨¢ en Utrecht estos d¨ªas y ha impartido tres conferencias mod¨¦licas y asequibles como marco te¨®rico para comprender mejor los conciertos del festival, el art¨ªfice de que N¨¢poles haya recuperado un lugar de honor en el Barroco musical. Vasitos de lemoncello y corni de crema repartidos gratuitamente entre el p¨²blico acentuaron la impronta italiana y festiva de la jornada.
Los dos espect¨¢culos esc¨¦nicos del festival han sido literalmente antag¨®nicos. Se han ofrecido dos intermedios c¨®micos de Giovanni Battista Pergolesi, que habr¨ªa ascendido al Olimpo de los m¨¢s grandes de no haber muerto incomprensiblemente a los 26 a?os. Su educaci¨®n y su actividad profesional son indisociables de N¨¢poles, por lo que es l¨®gico que el festival le haya reservado un lugar de honor. La que quiz¨¢ sea su obra profana m¨¢s famosa, La serva padrona, fue representada sin pena ni gloria en el Stadsschouwburg con una puesta en escena de la que casi el mejor elogio que puede decirse es que fue inexistente. Firmada por Lorenzo Malaguerra, fue m¨¢s ins¨ªpida incluso que una versi¨®n de concierto: sin ideas, sin chispa, sin gracia, poco le ayudaron, para m¨¢s inri, los cantantes y la direcci¨®n musical. La soprano B¨¦n¨¦dicte Tauran fue una Serpina insulsa y falsamente pizpireta, mientras que Furio Zanasi fue el cantante pl¨²mbeo y de registro indefinido (una suerte de baritenor de voz mate y cansada) de los ¨²ltimos a?os: su Uberto no ha sido muy diferente del Ulises de la ¨®pera de Monteverdi que interpret¨® en La Fenice de Venecia o del Testo del Combattimento di Tancredi e Clorinda que cant¨® aqu¨ª en Utrecht en 2016. Stephan McLeod es un excelente cantante pero un director limitado y apenas hizo nada desde el foso por maquillar el estropicio esc¨¦nico y vocal.
El domingo, en cambio, en un peque?o teatro apartado del centro de Utrecht, asistimos al milagro de una representaci¨®n literalmente perfecta de Livietta e Tracollo, otro intermedio c¨®mico de Pergolesi. Su art¨ªfice es el argentino afincado en Barcelona Adrian Schvarzstein. Si hace dos a?os nos hizo sufrir al convertirnos durante unas horas en refugiados en angustiosa y permanente huida por las callejuelas y los s¨®tanos de Utrecht, ahora nos ha hecho literalmente llorar de risa con las infinitas ocurrencias de este Il ciarlatano, que es como se ha renombrado la obra de Pergolesi. El montaje lo tiene todo: un ritmo endiablado, una comicidad hilarante, una perfecta direcci¨®n de actores, una sencillez que sirve para reforzar a¨²n m¨¢s su eficacia, una burla de las r¨ªgidas convenciones del mundo de la ¨®pera (aqu¨ª concentradas en Adriano in Siria, la ¨®pera seria junto con la que se estren¨® en el Teatro San Bartolomeo de N¨¢poles en 1734), una sabia interacci¨®n con los espectadores, un colorido inequ¨ªvocamente meridional, un descaro t¨ªpicamente napolitano.
Con un atrezo m¨ªnimo, dos cantantes, ocho instrumentistas y ¨¦l mismo como permanente fact¨®tum y correveidile, Schvarzstein, curtido en el teatro callejero, idea un espect¨¢culo fresco que transmite con lib¨¦rrima fidelidad el esp¨ªritu original de estos intermedios c¨®micos: diversi¨®n abundante como contraste de las tremendas tragedias de la ¨®pera seria circundante. T¨¦cnicamente, puede tocarse mejor de como lo hizo la Neue Hofkapelle Graz, pero nadie debi¨® de reparar en ello dado su grado de implicaci¨®n y su contribuci¨®n decisiva al ¨¦xito global, ya que la direcci¨®n musical de Michael Hell desde el clave fue otro dechado de creatividad. Tambi¨¦n puede cantarse mejor de como lo hicieron Julia von Landsberg y Dietrich Henschel (un liederista y operista de largo y muy prestigioso recorrido), pero ambos fueron una Livietta y un Tracollo tan irresistiblemente c¨®micos y convincentes que tambi¨¦n aqu¨ª resulta mejor olvidarse de la perfecci¨®n. Tantas risas no deben ocultar la sutileza musical de muchos gags, encabezados por la exhibici¨®n danzada de di¨¢bolo del acr¨®bata Didac Cano, perfectamente sincronizada con cada una de las variaciones de la Sonata ¡°La Follia¡± de Vivaldi durante el intermedio entre los dos actos. Para quien crea que la ¨®pera es un espect¨¢culo irremediablemente caro, aqu¨ª tiene un ejemplo de todo lo contrario: presupuesto m¨ªnimo, pero talento desmedido.
En Utrecht es imposible asistir o dar cuenta de todos los conciertos y conferencias: m¨¢s de cuarenta ¨²nicamente entre s¨¢bado y domingo, por ejemplo. Pero no ser¨ªa justo dejar de destacar lo m¨¢s relevante, una lista quiz¨¢s encabezada por el concierto cuasimonogr¨¢fico dedicado por Le Miroir de Musique a Johannes Tinctoris, que goza de justo prestigio como uno de los mejores tratadistas medievales, pero que fue tambi¨¦n un extraordinario compositor. Baptiste Romain no es solo un gran instrumentista (aqu¨ª ha tocado la f¨ªdula y el rabel a alt¨ªsimo nivel), sino un espl¨¦ndido forjador de sonidos. Con un cuarteto vocal perfectamente elegido y Elisabeth Rumsey a la viola de arco, imparti¨® una lecci¨®n de c¨®mo interpretar la m¨²sica del siglo XV, introduciendo variedad mediante la elecci¨®n de distintas combinaciones de voces e instrumentos, no inventando fantasiosamente m¨²sica ni acerc¨¢ndola al gusto moderno, como suele ser tan habitual entre sus colegas.
Otros dos grandes momentos han estado protagonizados por dos facetas muy diferentes de un mismo compositor: Giovanni Maria Trabaci. Su lado austero fue la primera interpretaci¨®n en tiempos modernos de la Pasi¨®n seg¨²n san Marcos, conservada junto con otras tres pasiones en una lujosa edici¨®n de la que solo se conservan dos ejemplares, uno de ellos en la Biblioteca Nacional de Madrid. Austera y contrarreformista, sin duda para agradar a sus patrones espa?oles en la Capilla Real de N¨¢poles, alterna paisajes homof¨®nicos a tres voces escritos con la arcaizante t¨¦cnica del fabord¨®n, con intervenciones mon¨®dicas de los distintos protagonistas del relato evang¨¦lico o polif¨®nicas de la turba. Jean-Marc Aymes opt¨® por un sobrio acompa?amiento instrumental de arpa y ¨®rgano (Trabaci deja abiertas muchas otras opciones) y este aut¨¦ntico descubrimiento aviva el deseo de conocer tambi¨¦n sus tres compa?eras: quien quiera apartarse en Semana Santa de la dieta habitual de Bach, aqu¨ª tiene una alternativa original¨ªsima y fuertemente entroncada en nuestra propia cultura musical.
El otro Trabaci, el virtuoso del teclado, fue reivindicado, y de qu¨¦ manera, por Marco Mencoboni en la Lutherse Kerk, donde contrapuso su genio al de su estricto coet¨¢neo Girolamo Frescobaldi. Los dos libros de piezas para teclado del primero (1603 y 1615) son un rosario constante de sorpresas arm¨®nicas, de hallazgos r¨ªtmicos, de heterodoxia desbocada de principio a fin: ¡°Deb¨ªa de consumir drogas para componer como lo hac¨ªa, aunque a¨²n no se han encontrado pruebas al respecto¡±, brome¨® Mencoboni al final del recital. Cuando acierta, el clavecinista y director italiano se erige en uno de los grandes y su homenaje a Trabaci ser¨¢ sin duda al final del festival uno de los momentos a recordar y uno de los mejores retratos de la idiosincrasia musical napolitana, muy bien defendida asimismo por otro de los artistas residentes de esta edici¨®n, Giulio Prandi y su Coro y Orquesta Ghislieri, aunque en su caso desde presupuestos m¨¢s conservadores. Perfectamente ensayados y quiz¨¢s algo carentes de espontaneidad, sus dos primeros conciertos han reivindicado a Niccol¨® Jommelli, han abundado en la precoz genialidad de Pergolesi (su menos conocida Misa en Re mayor) y la han explicado recordando a su maestro, Francesco Durante (su Magnificat). Prandi es un entusiasta, que ha dirigido siempre de memoria estas obras infrecuentes y con una gestualidad probablemente excesiva, pero pocos reparos cabe poner a sus cuidad¨ªsimas versiones salvo que, en su coro, predominan con mucho las voces femeninas.
Durante siglos ha habido vasos comunicantes permanentes entre Espa?a y N¨¢poles, de ah¨ª que no pueda sorprender la presencia de m¨²sicos de nuestro pa¨ªs. Guillermo P¨¦rez se ratific¨® como el mayor virtuoso actual del organetto, un peque?o ¨®rgano port¨¢til que empieza a vivir una nueva edad de oro gracias al m¨²sico barcelon¨¦s. No se conservan instrumentos originales, ni fuentes que aclaren las t¨¦cnicas interpretativas medievales, pero P¨¦rez ha forjado un estilo propio en el que todo suena plausible: manejando el fuelle con la mano izquierda (la presi¨®n y la velocidad determinan de manera crucial el resultado sonoro final) y tocando monod¨ªa y polifon¨ªa a dos o tres voces con la derecha, nos convence plenamente de que el organetto parece una elecci¨®n perfecta para dar vida a la m¨²sica de Machaut, Ciconia o Landini, tres grandes del Ars Nova que toc¨® para un p¨²blico de elegidos en la medianoche del s¨¢bado. Al d¨ªa siguiente, la propuesta de La Galan¨ªa tuvo tambi¨¦n mucho de especulativo, ya que su programa, presentado aqu¨ª en Utrecht, reconstruye las melod¨ªas de las danzas cantadas de marcado cu?o popular del Barroco espa?ol gracias al trabajo desarrollado por el music¨®logo ?lvaro Torrente. Frente a la extrema austeridad de P¨¦rez, la soprano Raquel Andueza y los cinco instrumentistas de su grupo derrocharon colorido y fantas¨ªa, y su propuesta fue muy aplaudida por el p¨²blico.
El domingo por la noche volvi¨® Stephan McLeod (un fijo en los programas de los ¨²ltimos a?os del festival), esta vez m¨¢s cerca de su territorio, aunque nunca ha mejorado la impresi¨®n que caus¨® aqu¨ª en 2012 en un programa de m¨²sica religiosa barroca luterana. En programas polif¨®nicos ha defraudado ya en varias ocasiones, y la historia ha vuelto a repetirse en el Stabat Mater de Domenico Scarlatti, cuya tupida polifon¨ªa a diez voces no son¨® con claridad ni equilibrio en ning¨²n momento: diez buenas voces dispuestas de forma circular que, al contrario que el Huelgas Ensemble, jam¨¢s sonaron de manera unitaria. Fue mucho mejor el Stabat Mater de Palestrina (gracias a la ausencia de Ana Quintans y Aleksandra Lewandowska, que se arrogaron un protagonismo din¨¢mico excesivo en Scarlatti) y m¨¢s bien mejorable el Stabat Mater de Arvo P?rt, un perfecto ejemplo de su misticismo hipn¨®tico. Y el cuarto Stabat Mater del programa, el m¨¢s famoso de los que se han compuesto, el de Pergolesi, tuvo una traducci¨®n demasiado alambicada, con tempi forzados y, de nuevo, un cierto desafuero vocal de Ana Quintans, que oblig¨® al contratenor espa?ol Carlos Mena a cantar tambi¨¦n con menos contenci¨®n de la habitual en ¨¦l.
Precisamente dos fragmentos de la ¨²ltima gran composici¨®n de Pergolesi, y quiz¨¢ su opus magnum, nos acompa?an constantemente estos d¨ªas, ya que suenan hora tras hora, en los dos cuartos, desde el carill¨®n de la catedral (dos Sonatas de Scarlatti marcan las horas enteras y las medias). Y es que, a pesar de estar enteramente tapada por los andamios la torre de la catedral, su carill¨®n sigue marcando la vida de los habitantes y visitantes de Utrecht. La ciudad no puede prescindir de la que ha sido su principal banda sonora desde hace siglos.
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