Este nicho est¨¢ muy vivo
La Fundaci¨®n Juan March ofrece el estreno absoluto de 'El p¨¢jaro de dos colores' de Conrado del Campo
Quien la sigue, la consigue, y la Fundaci¨®n Juan March lleva proponi¨¦ndose desde 2014 explotar un fil¨®n cuyas vetas eran sistem¨¢ticamente desde?adas por otras instituciones: lo que ella misma denomina ¡°teatro musical de c¨¢mara¡±, que podemos traducir, para entendernos, por ¨®peras de peque?o formato, u ¨®peras en miniatura. Pocos instrumentos, un pu?ado de voces, trama exigua, duraci¨®n moderada, pero una propuesta que, al igual que un buen cuento o relato corto, si est¨¢ bien pensada y ejecutada, puede esconder mucha grandeza en su interior. Se abri¨® fuego en 2014 con Cendrillon, un sencillo divertimento de Pauline Viardot, y un a?o despu¨¦s se ganaron muchos enteros con la recuperaci¨®n de Fantochines, una joya desconocida para casi todos, firmada por Conrado del Campo y Tom¨¢s Borr¨¢s, que dej¨® claro que el rumbo elegido era el correcto. Luego llegaron otras obras, antiguas y modernas, c¨®micas y tr¨¢gicas, espa?olas y extranjeras, pero ninguna ha dejado en la memoria un poso tan duradero como aquellos superlativos Fantochines: pocas veces un diminutivo fue tan enga?oso.
El p¨¢jaro de dos colores
M¨²sica de Conrado del Campo y libreto de Tom¨¢s Borr¨¢s. Sonia de Munck, Borja Quiza y Gerardo Bull¨®n. Grupo de C¨¢mara de la JONDE. Dir. de escena: Rita Cosentino. Dir. musical: Miquel Ortega. Fundaci¨®n Juan March, 8 de enero. Hasta el 13 de enero.
Por eso se agradece que la nueva entrega recupere a la misma pareja de creadores e incluso a dos de los protagonistas de entonces (la soprano Sonia de Munck y el bar¨ªtono Borja Quiza). Han cambiado los directores musical y esc¨¦nico, pero mentalmente asist¨ªamos, un lustro despu¨¦s, casi a una suerte de ¡°Dec¨ªamos ayer...¡±. El p¨¢jaro de dos colores contaba con la dificultad a?adida de que, al contrario que Fantochines, estrenada en el Teatro de la Comedia en 1923, no lleg¨® nunca a ver la luz tras un intento infructuoso de llevarla a escena en 1935. Conrado del Campo sigui¨® retocando la partitura, que quedar¨ªa inconclusa tras su muerte en 1953 y necesitaba, por tanto, de manos redentoras que dieran forma a una obra representable. El director musical, Miquel Ortega, se ha encargado de completarla y, como ¨¦l mismo escribe, ¡°clarificar¡± los materiales a veces incongruentes que se han conservado. Que Ortega comenzara a la representaci¨®n realizando un peque?o truco de magia con un pa?uelo rojo y otro verde guardaba relaci¨®n, por supuesto, con el t¨ªtulo de la obra, pero tambi¨¦n ten¨ªa algo de abracadabrante: una obra nonata que, muchas d¨¦cadas despu¨¦s de su gestaci¨®n, se aparece y suena de repente ante nosotros.
Como en Fantochines, lo primero que llama la atenci¨®n es la enorme calidad de la partitura de Conrado del Campo. Curtido en los teatros madrile?os (lleg¨® a ser solista de viola de la Sinf¨®nica de Madrid en el Teatro Real), cuartetista de raza, conoc¨ªa la m¨²sica desde dentro, pues se hab¨ªa criado en la cultura de foso, la escuela pr¨¢ctica por antonomasia, a la vez que sus conocimientos te¨®ricos hicieron de ¨¦l un renombrado profesor de armon¨ªa, contrapunto y composici¨®n. A pesar de utilizar una peque?a orquestina caracter¨ªstica de un cafet¨ªn o un ¡°American bar¡±, como leemos en la cubierta de la edici¨®n del texto de Borr¨¢s en 1931, los once instrumentos (un quinteto de cuerda, un cuarteto de viento, piano y la presencia ocasional de un saxo contralto en un vals que precede a la primera intervenci¨®n del Mono) tienen confiada una escritura densa, minuciosa, compleja r¨ªtmica y arm¨®nicamente, adem¨¢s de muy exigente para todos desde el punto de vista t¨¦cnico. Bastar¨ªa solo la parte de piano para dar una idea de la enjundia musical de don Conrado y hay pasajes instrumentales, como el previo a la intervenci¨®n inicial de Don Tigre, que trascienden con mucho lo que cabr¨ªa esperar encontrar en un peque?o divertimento teatral: m¨²sica grande, bien pensada y soberbiamente orquestada.
En varios momentos, como cuando Don Tigre canta hacia el final ¡°?Deliciosa mujer, hechizo sensual: encuentro en ti el placer cuando buscaba el ideal!¡±, es perceptible la huella de Wagner y Strauss, los dos principales referentes del m¨²sico madrile?o y dos compositores que conoc¨ªa muy bien en su doble condici¨®n de estudioso e int¨¦rprete, aunque no faltan tampoco pasajes danzables o muestras muy notables del gran armonista y contrapuntista que fue Del Campo, como esos dos corales de cuerda y metal salpicados por breves floreos del flaut¨ªn, inmediatamente antes del primer encuentro del P¨¢jaro y Don Tigre, o la extraordinaria fuga que precede al mon¨®logo final del Mono al tiempo que empu?a un libro de Schopenhauer. Quiz¨¢ sea un peque?o autohomenaje que don Conrado conf¨ªe la exposici¨®n inicial del sinuoso sujeto a la viola, su instrumento, una dualidad que compart¨ªa con otros grandes compositores violistas, de Mozart y Beethoven a Britten y Hindemith o, m¨¢s cerca de nosotros, el australiano Brett Dean y el recientemente fallecido Pablo Rivi¨¨re, que tanto habr¨ªa disfrutado viendo esta obra.
El libreto de Tom¨¢s Borr¨¢s sit¨²a la obra en el rubeniano ¡°pa¨ªs de las alegor¨ªas¡±, un territorio id¨®neo para desplegar su texto modernista, fuertemente simb¨®lico, y rico en frases ocurrentes: ¡°El baile es la iniciaci¨®n del pecado; coraz¨®n con coraz¨®n, abrazo, aliento: un beso en flor cuajado¡±, canta Ella al final de la obra. Rita Cosentino ha preferido primar la superficie sobre el fondo, proponi¨¦ndonos un espect¨¢culo vistoso, colorista y quiz¨¢s excesivamente plano en su desarrollo: tanto el texto como la m¨²sica admiten un planteamiento visual y dramat¨²rgico de recorrido m¨¢s amplio. El escenario dentro del escenario recordaba tambi¨¦n a Fantochines y las recientes reformas efectuadas en el sal¨®n de actos de la Fundaci¨®n Juan March han permitido sutilezas visuales que antes eran sencillamente inejecutables. Es probablemente innecesaria la presencia del actor y bailar¨ªn Aar¨®n Mart¨ªn como una suerte de correveidile que acent¨²a la vis c¨®mica, como de cine mudo, que Cosentino decide imprimir a la obra. Excelentes, como es habitual en ella, los figurines dise?ados por la siempre fiable Gabriela Salaverri.
El grupo instrumental se sit¨²a a ambos lados del escenario central (tambi¨¦n en esto los metros ganados tras la reforma han resultado esenciales), arropando en todo momento a los cantantes. Miquel Ortega debe de conocerse la partitura como si la hubiera compuesto ¨¦l mismo: de hecho, la orquestaci¨®n de varios pasajes es creaci¨®n suya. Su concertaci¨®n es enormemente eficaz, aunque se a?ora en varios momentos ¨Cno solo en los danzables¨C un mayor grado de flexibilidad: hay muchas notas que tocar y cantar, nunca demasiadas, pero hay motivos para pensar que, con el correr de las representaciones, se ir¨¢ ganando en frescura y soltura. Los j¨®venes instrumentistas de la JONDE realizan una muy meritoria contribuci¨®n al resultado final, ya que, como ha quedado apuntado, la escritura de Del Campo es cualquier caso menos f¨¢cil. Es obligado destacar la seguridad y la calidad en sus solos de la flautista Marta Femenia y el trompetista Joel Fons. Al igual que en Fantochines, el piano de Borja Mari?o fue un rosario constante de detalles de enorme calidad musical.
Por lo que respecta a los cantantes, quien m¨¢s c¨®modo parec¨ªa sentirse era el bar¨ªtono Gerardo Bull¨®n (en su doble papel como El Mono y El Augusto), que supo adecuar siempre el volumen de su voz, de gran calidad, al contexto instrumental y cant¨® con el equilibrio perfecto entre desparpajo y buen sentido. Borja Quiz¨¢, como El Clon y Don Tigre, tendi¨®, sin embargo, a cantar demasiado fuerte y enf¨¢ticamente, algo innecesario en una sala de reducidas dimensiones y con las voces envueltas por la gran densidad arm¨®nica imaginada por Conrado del Campo. Sonia de Munck sorte¨® con desparpajo las muchas agilidades que debe desplegar como El P¨¢jaro, convirti¨¦ndose al mismo tiempo en la mujer sensual que requiere el libreto de Borr¨¢s. Se encaram¨® con facilidad hasta el Do y el Re agud¨ªsimos que le conf¨ªa la partitura, y es justamente en el umbral m¨¢s alto de su registro donde su voz parece sentirse m¨¢s c¨®moda y donde su color gana en atractivo. En lo que los tres se merecen un sobresaliente es en la clara dicci¨®n con que supieron verter el texto.
El programa de mano, como es marca de la casa, ejerce de perfecto complemento de cuanto acontece en el escenario y es lectura obligada, de principio a fin, para situar en su contexto lo que vemos y o¨ªmos, nacido en tiempos tan distantes y a¨²n tan mal conocidos. La Fundaci¨®n Juan March (y el Teatro de la Zarzuela: ser¨ªa injusto no mencionarlo, pues ejerce de coproductor de esta serie justamente desde Fantochines) ha vuelto a rescatar del olvido, y en este caso incluso del limbo del no ser, una obra que completa y rellena lagunas de nuestro teatro musical, que no puede precisamente permitirse ignorar o dar la espalda a obras tan atractivas e ingeniosas como este magn¨ªfico experimento modernista de Conrado del Campo y Tom¨¢s Borr¨¢s. Quiz¨¢s ese p¨¢jaro bicolor republicano somos nosotros mismos, como afirma el compositor Jorge Fern¨¢ndez Guerra en su art¨ªculo del programa de mano. Lo que parece fuera de toda duda es que el teatro musical de c¨¢mara, ese producto nicho (por decirlo a la manera moderna) que la March parece empe?ada en desenterrar, est¨¢ vivito y coleando. Al menos en la calle Castell¨® de Madrid.
Babelia
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