De ¡®Pigmali¨®n¡¯ a ¡®Her¡¯: amar a un ser imaginario
El miedo a un posible contagio resucita un subg¨¦nero con una larga tradici¨®n en la literatura y el cine: los romances e historias de amistad entre humanos y seres inertes o virtuales
Confiemos en que pase pronto el temor al contagio entre humanos que nos ha invadido y que ha visto crecer nuestra cautela a la hora de acercarnos f¨ªsicamente a cualquiera. En las ant¨ªpodas de esta distancia social, algunos cuarentenistas han experimentado en su propia casa las vicisitudes de la convivencia intensa con otros. Somos seres sociales, de acuerdo, pero en ocasiones necesitamos alejarnos ¨Cen todos los sentidos¨C de los dem¨¢s humanos. De ah¨ª procede la fantas¨ªa de sustituirlos por criaturas inanimadas provistas de ojos y boca que se plieguen a nuestros deseos y no practiquen la fea costumbre de quitarnos la palabra. Es decir, por mu?ecos. Este ensue?o no es reciente: prueba de ello es que la ficci¨®n, tanto literaria como cinematogr¨¢fica, le ha dedicado centenares de obras en las ¨²ltimas d¨¦cadas.
El ejemplo can¨®nico es Pigmali¨®n, aquel rey chipriota al que Ovidio retrata en sus Metamorfosis. El monarca se enamora de una estatua de marfil que ¨¦l mismo ha esculpido. Y con ¨¦l nace la agalmatofilia u obsesi¨®n por estatuas, maniqu¨ªes o mu?ecos. Las posteriores versiones de esta obra en el siglo XX convierten a la estatua en una mujer de carne y hueso a la que Henry Higgins, un profesor ingl¨¦s de fon¨¦tica, sue?a con moldear para que as¨ª desaparezca de su garganta toda traza de acento cockney. Se trata de la florista londinense Eliza Doolittle, ideada originalmente por George Bernard Shaw como personaje de su obra teatral Pigmalion (1913) y recreada a?os despu¨¦s en My Fair Lady (1964), la comedia cinematogr¨¢fica de George Cukor.
No es un secreto para nadie que el deseo de mu?equizar a las mujeres lleva siglos revoloteando por el inconsciente de muchos varones. Esto se deja ver en la novela El hombre de la arena, de E.T.A. Hoffmann (1817), con su Olimpia aut¨®mata sobre la que Nathaniel, el protagonista, proyecta sus deseos como si aquella fuese una pantalla inmaculada. La obra fue tan reveladora que los popes del psicoan¨¢lisis la analizaron en sus escritos: Freud en Lo siniestro y Lacan en el Seminario X sobre la angustia. Otro ejemplo de c¨®mo la ficci¨®n mu?ec¨®fila ha dejado huella nos lo proporciona la novela La Eva Futura de Auguste Villiers, publicada en 1886. De su texto procede la palabra androide, que hoy empleamos con naturalidad, si bien el autor concibi¨® m¨¢s bien una ginoide llamada Hadaly, que, por su "esplendor de sonrisa, inconscientes mohines de expresi¨®n, fiel y exacto movimiento labial en las pronunciaciones", enamora al personaje de Lord Ewald, decepcionado del trato con su esposa.
Medio siglo despu¨¦s, a finales de la d¨¦cada de 1920, la escritora brit¨¢nica Daphne du Maurier invierte los papeles en su relato El mu?eco. En ¨¦l, la violinista que protagoniza la historia prefiere con creces a su mu?eco Julius que al joven que narra los sucesos, at¨®nito e inundado por la furia y el resentimiento.
Por aquel entonces ya se hab¨ªa inventado el pl¨¢stico: Leo Baekerland patent¨® la baquelita en 1907, as¨ª que la posibilidad de fabricar mu?ecos realistas como los maniqu¨ªes estaba a la orden del d¨ªa. Esta modalidad de mu?eca adulta ¨Cno nos enga?emos, la gran mayor¨ªa de ejemplos son femeninos¨C, aparece tanto en Las hortensias, la inquietante nouvelle del uruguayo Felisberto Hern¨¢ndez, como en la novela corta Chattanooga choo choo, una joyita de corte surrealista que figura dentro del volumen Tres novelitas burguesas del escritor chileno Jos¨¦ Donoso. En esta ¨²ltima, ambientada en el mundo de la gauche divine catalana de la d¨¦cada de 1970, destaca el personaje de Sylvia, una mujer a la que su amante Ram¨®n le puede poner y quitar partes del cuerpo a su antojo, as¨ª como pintarle la cara con diversas expresiones. Distinta suerte corre Horacio, el protagonista del relato de Felisberto Hern¨¢ndez, al que sus amigas inanimadas no le solucionan su tedio existencial: "Cada vez le costaba m¨¢s estar solo; las mu?ecas no le hac¨ªan compa?¨ªa y parec¨ªan decirle: "Nosotras somos mu?ecas; y t¨² arr¨¦glate como puedas", afirma el narrador de la historia.
En ocasiones, los seres inanimados tambi¨¦n toman las riendas del relato. Esto ocurre con la mu?eca er¨®tica Yoshiko, una de las narradoras de la novela del escritor brasile?o Jo?o Paulo Cuenca titulada El ¨²nico final feliz para una historia de amor es un accidente (2012). El autor, un apasionado de la cultura japonesa contempor¨¢nea, pas¨® cuarenta d¨ªas en Tokio para ambientarla y conocer los circuitos del comercio de lovedolls [mu?ecas er¨®ticas], tan extendido en Jap¨®n: "Existen y hay prost¨ªbulos de mu?ecas. Se pueden alquilar. Uno compra la ropa usada de adolescentes para pon¨¦rsela a la mu?eca", declara Cuenca en una entrevista.
Como la realidad tiene por costumbre superar cualquier extravagancia ideada por la ficci¨®n, el fot¨®grafo japon¨¦s Taro Karibe busc¨® ejemplos de ello hasta que logr¨® documentar la vida de su compatriota Senji Nakajima, el sexagenario que dej¨® a su mujer por Saori, una mu?eca de silicona con la que vivi¨® varios a?os en un apartamento de Tokio. En las im¨¢genes vemos c¨®mo Senji le compra pelucas a Saori, se ba?a con ella en el mar y empuja su silla de ruedas para salir con ella a recorrer Jap¨®n. A quienes lo toman por loco, Nakajima les hace ver que Saori ¡°nunca te traiciona, no se mueve por dinero¡±. ¡°Estoy harto de los humanos racionales modernos. No tienen coraz¨®n", escribe.
El cine tambi¨¦n ha reflejado las complejidades de este idealizado v¨ªnculo entre humanos adultos y mu?ecas. Una de las cintas menos conocidas de Berlanga se centra en ello. Se trata de Tama?o natural (1974), donde el recientemente fallecido Michel Piccoli encarna a un hombre maduro que obtiene m¨¢s placer en atender a su mu?eca que en tratar con mujeres de sangre caliente. Dos d¨¦cadas m¨¢s tarde fue la pel¨ªcula Lars y una chica de verdad, nominada en 2007 al Oscar al mejor guion original (escrito por Nancy Oliver), la que nos pase¨® por los sentimientos de Lars (Ryan Gosling) hacia Bianca, la mu?eca de tama?o real a la que adora y a la que acaba homenajeando con un funeral por todo lo alto.
Si palpar silicona es placentero, acariciar peluches de felpa puede serlo m¨¢s a¨²n, por eso la ficci¨®n cinematogr¨¢fica tambi¨¦n le ha dedicado su atenci¨®n. Un ejemplo lo tenemos en el drama El castor, el tercer largometraje de Jodie Foster como directora, en el que un profundamente deprimido Walter Black (Mel Gibson) se calza en la mano un gui?ol de peluche en forma de castor que encuentra en la basura y decide hablar a trav¨¦s de este. La escena en la que sale a cenar con su mujer ¨Cencarnada por Jodie Foster¨C y no puede articular palabra salvo a trav¨¦s del mu?eco es entre desternillante y siniestra, en el sentido m¨¢s freudiano del adjetivo. Por su parte, en las dos entregas de la comedia Ted del director Seth MacFarlane, cuya estrella es el oso de peluche hom¨®nimo, la moraleja radica en la dificultad de los humanos para abandonar la infancia. El oso Ted, que dice motherfucker cada tres palabras, es irreverente y fuma en cachimba, funciona precisamente por eso como perfecto amigote para su propietario, un adulto que de ni?o deseaba que su osito de peluche cobrase vida y cuyo sue?o se hizo realidad, para bien o para mal.
Por ¨²ltimo, la apoteosis del amor inmaterial la tenemos en la multipremiada Her (?scar al mejor guion original en 2013), sin secreciones ni caricias de ning¨²n tipo, pues la enamorada del protagonista es un sistema operativo inform¨¢tico. Quiz¨¢ en lugar de desmoralizarnos, estas ficcionesnos deber¨ªan hacer pensar que el futuro de las relaciones sociales pasa por matizar lo que entendemos por el adjetivo humano. Como escribi¨® Villiers en La Eva Futura: "Si nuestros dioses y esperanzas ya no son sino cient¨ªficos, ?por qu¨¦ no habr¨ªan de serlo tambi¨¦n nuestros amores?".
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