Las puertas del di¨¢logo: nueva entrega de las cr¨®nicas de Emmanuel Carr¨¨re desde el juicio por los atentados de Par¨ªs
Esta semana, el odio es tambi¨¦n un sentimiento humano
Cap¨ªtulo 10
1. Dos padres
Son los dos sexagenarios, los dos han perdido a su hija en el Bataclan. El primero se llama Georges Salines. M¨¦dico jubilado, seco, afilado, tiene aspecto de maratoniano: es un maratoniano. Asiste al juicio casi todos los d¨ªas y para m¨ª se ha convertido en Georges, una de las personas con las que converso durante las suspensiones de la audiencia y con la que me asocio en esta traves¨ªa. En memoria de Lola, su hija, ha escrito un hermoso libro de amor y de duelo, y despu¨¦s ha coescrito otro que ha disgustado en el c¨ªrculo de las v¨ªctimas porque se trata de un di¨¢logo con Azdyne Amimour, el padre de Samy Amimour, el terrorista que se explosion¨® en el escenario del Bataclan. (1) Nos cuesta ya, instintivamente, admitir que los hijos de verdugos no son responsables de los cr¨ªmenes de sus padres, pero sus padres...
Georges dice que tambi¨¦n hay que escuchar su desdicha. Dice, y pone como ejemplo, que no se combate la barbarie con la barbarie, que las amalgamas son destructivas, que lo que justifica este juicio es el respeto escrupuloso de la norma de Derecho. Salah Abdeslam, el acusado principal, expres¨® hace unas semanas el deseo de ¡°dejar abiertas las puertas del di¨¢logo¡±. Viniendo de ¨¦l, esta propuesta es tan delirante como la de Adolf Eichmann, convencido de que un ¡°comit¨¦ de conciliaci¨®n¡± entre supervivientes jud¨ªos y criminales nazis permitir¨ªa, con un poco de buena voluntad, y si cada bando reconociese sus errores, recomenzar desde bases m¨¢s sanas. Es evidente que la voluntad de di¨¢logo tiene m¨¢s peso si la formula Georges Salines en ese libro en que los dos padres llegan a plantear juntos esta pregunta horrible e insoluble: ?la bala que mat¨® a la hija de uno la dispar¨® el hijo del otro?
Tres d¨ªas despu¨¦s del testimonio de Georges, le toca el turno a Patrick Jardin, un hombre macizo, desgarbado, que empieza felicitando al comisario de la Brigada Anticrimen por haber matado a aquel ¡°desecho¡± de Samy Amimour y dice que habr¨ªa que fusilar a individuos como Salah Abdeslam. Es una l¨¢stima que la pena de muerte no exista ya, pero al menos esta gentuza debe pudrirse toda su vida entre rejas antes de arder en el infierno. Dice que el 38% de los musulmanes franceses aprueban la decapitaci¨®n de Samuel Paty y que habr¨ªa llegado el momento de que los poderes p¨²blicos extraigan las consecuencias de esta cifra. Dice: ¡°Me acusan de ser rencoroso y es cierto, se?or Presidente, lo soy, y lo que m¨¢s me asquea son los familiares de v¨ªctimas que no sienten odio. Me produce v¨®mitos el se?or que ha escrito un libro con el padre de uno de los terroristas¡°. Quienes escuchamos esto no podemos condenar a Patrick Jardin, porque ha perdido a su hija, pero el chorro de furor arcaico que sale de su boca nos resulta espantosamente embarazoso.
La civilizaci¨®n consiste en aprender a reemplazar la ley del Tali¨®n por el Derecho, la justicia por la venganza, y mi amigo Georges es un hombre sumamente civilizado al que me gustar¨ªa parecerme si tuviera que sufrir una prueba semejante. Pero de todos modos hay que reconocer que existe, pues es forzoso que exista, de lo contrario no ser¨ªamos humanos, esta furia arcaica que tenemos que aprender a superar. Yo admiro la dignidad de todas esas personas que han desfilado por la barra diciendo que no sienten c¨®lera, que quieren un juicio ecu¨¢nime, que ceder al odio ser¨ªa consentir que triunfen los asesinos, pero en primer lugar pienso que es un discurso demasiado un¨¢nime y virtuoso para ser absolutamente sincero, y luego pienso que acallan demasiado deprisa al Patrick Jardin que llevan dentro y que es bueno que al menos una vez de entre 250 se haya escuchado su voz mustia y sin perd¨®n. ¡°Dicen que soy de extrema derecha y quiz¨¢ lo soy, no lo s¨¦, pero incluso si soy de extrema derecha, ?es que mi hija est¨¢ menos muerta?¡±
2. La tuerca
Una emoci¨®n expulsa a otra, un concentrado de humanidad a otro, una cara a otra: la inmensa psicoterapia de estas cinco semanas ha pose¨ªdo la belleza de un relato colectivo y la crueldad de un casting. Todos pasaron por la barra, prepararon su texto, era un momento crucial en su vida. Para sufrimientos sin duda iguales, unos encontraron las palabras justas y conmocionaron, los dem¨¢s enhebraron t¨®picos y fatigaron. Al cabo de media hora se hab¨ªa acabado. El presidente dec¨ªa: ¡°Gracias por todas esas precisiones¡± (f¨®rmula tipificada), y si de verdad la declaraci¨®n era emocionante: ¡°Gracias por ese testimonio tan emotivo¡±. Desandaban el pasillo y volv¨ªan a sentarse con los otros.
Las personas del Bataclan tienen esta ventaja en su desgracia: no est¨¢n solas. Las rodean compa?eros. Si han sido rehenes son de la cuadrilla: son ¡°potes otages¡± (colegas rehenes), como se llaman entre ellos. Se ven para beber algo juntos. Forman una hermandad, desde el principio son ellos los que m¨¢s interesan, hasta el punto de que hay que recordar continuamente que se debe decir ¡°juicio de los atentados¡± y no ¡°juicio del Bataclan¡±. Los de las terrazas se quejan de que ya les consideran menos, pero los grandes olvidados son los del Stade de Francia. Solo les han dedicado una sesi¨®n, la primera, una jornada que nos parece muy lejana.
Antes de que abordemos otra fase totalmente distinta del juicio, el interrogatorio de los acusados, me vuelve a la memoria uno de esos testimonios tan apocados: la de aquella muchacha gr¨¢cil, pero tan triste, que formaba parte de un equipo de la tele enviado para hacer un reportaje sobre los hinchas del partido Francia-Alemania. Las entrevistas hab¨ªan terminado, pero antes de marcharse ella se dijo, por un escr¨²pulo de conciencia que le cost¨® caro, que podr¨ªan tomar algunos planos de ambiente m¨¢s en las inmediaciones del estadio. Fue entonces cuando la levant¨® del suelo el soplo de una explosi¨®n. Recordemos que los tres terroristas que se explosionaron all¨ª fueron por suerte lo bastante est¨²pidos para hacerlo no en el interior del estadio, donde habr¨ªan causado una carnicer¨ªa, sino, como llegaron tarde para entrar, en el exterior, donde pr¨¢cticamente no hab¨ªa un alma y solo mataron a una persona, poca cosa comparada con la tragedia general, pero ese ¨²nico muerto no est¨¢ menos muerto ni sus hijos son menos hu¨¦rfanos.
Hay tuercas entre los objetos que proyecta un cintur¨®n explosivo, y una de ellas se incrust¨® en la mejilla de Marylin. Podr¨ªa haberla desfigurado, pero no fue as¨ª. Se puede decir que sali¨® bien librada, pero no: la chica alegre que fue ya no existe. De la chica que bailaba, re¨ªa y atravesaba Europa con una mochila, de aquella chica en cuya piel se sent¨ªa a gusto, habla como de un fantasma. La han despedido del empleo con el que so?aba y que acababa de obtener. Su pareja se ha deshecho, ha vuelto a vivir en casa de sus padres su vida empeque?ecida. Ahora est¨¢ en el paro, sufre insomnio, es asustadiza, se sobresalta al o¨ªr el menor ruido, est¨¦ donde est¨¦ busca la salida de emergencia y adem¨¢s a todo el mundo le importa un comino la experiencia que ha vivido.
Ah, ?o sea que fuiste una v¨ªctima de los atentados? ?Estabas en el Bataclan? ?No? ?En las terrazas, entonces? ?No? ?En el Stade de France? ?Hubo un atentado all¨ª? Ah, no lo sab¨ªa. Para asegurarse de que se acuerda de lo que todo el mundo ha olvidado, Marylin lleva siempre consigo, en un tubito de pl¨¢stico, la tuerca de 18 mil¨ªmetros que le extrajeron de la mejilla. Lo saca del bolso, delante del tribunal. Dice: ¡°Quiero ense?¨¢rselo a ustedes, pero me lo quedo¡±. Lo guarda en su bolso y se va, y otros 250 testimonios desfilan despu¨¦s y eclipsan el suyo, pero aun as¨ª yo no olvidar¨¦ a Marylin que se aleja, sola, gr¨¢cil y triste, con su tuerca en el tubo.
(1) ¡°L?Indicible de A¨¤ Z¡± (Seuil, 2016) y ¡°Il nous reste les mots¡±, con Azdyne Amimour (Robert Laffont, 2020).
? ¡®L¡¯obs¡¯. Traducci¨®n de Jaime Zulaika.
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