Madrid bendice y aclama la ¨®pera maldita de Prok¨®fiev
El estreno en Espa?a de ¡®El ¨¢ngel de fuego¡¯ se salda con un triunfo incontestable gracias a una direcci¨®n musical sobresaliente de Gustavo Gimeno y a una puesta en escena l¨®brega y desasosegante de Calixto Bieito
Sergu¨¦i Prok¨®fiev naci¨® en 1891 en Sontsovka, la gran finca en la que trabajaba su padre, ingeniero agr¨®nomo, en la regi¨®n de Bajmut, a menos de 200 kil¨®metros al norte de la hoy devastada Mariupol, en Ucrania. La primera vez que son¨® m¨²sica de El ¨¢ngel de fuego (parte del segundo acto, en versi¨®n de concierto) fue en Par¨ªs, el 14 de junio de 1928, dirigida por Sergu¨¦i Kusevitski, y fue Nina Koshetz, nacida en Kiev el mismo a?o que el compositor, quien cant¨® el personaje protagonista de Renata. La soprano ofreci¨® tambi¨¦n numerosos recitales con el propio Prok¨®fiev al piano. Tres de los mejores int¨¦rpretes de las obras instrumentales del m¨²sico ¡ªSviatoslav R¨ªjter, Emil Guilels y David ?istraj¡ª nacieron en Yit¨®mir (un centenar y medio de kil¨®metros al oeste de Kiev), el primero, y los dos ¨²ltimos en Odesa. No resulta dif¨ªcil vislumbrar las caras de espanto de todos ellos si pudieran estar contemplando, d¨ªa tras d¨ªa, las im¨¢genes de sufrimiento, muerte y destrucci¨®n que nos llegan desde Ucrania, cuyo himno nacional fue interpretado este martes, con el p¨²blico puesto en pie, justo antes de comenzar el estreno de El ¨¢ngel de fuego en el Teatro Real. La memoria de Prok¨®fiev y el dolor por sus miles de compatriotas muertos, heridos o desplazados desde el comienzo de la invasi¨®n rusa no merec¨ªan menos.
El ¨¢ngel de fuego
Música de Serguéi Prokófiev. Aus?in? Stundyt?, Leigh Melrose, Dmitri Golovnin, Agnieszka Rehlis, Dmitri Ulianov, Nino Surguladze y Mika Kares, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Gustavo Gimeno. Dirección de escena: Calixto Bieito. Teatro Real, 22 de marzo. Hasta el 5 de abril.
El autor de Pedro y el lobo decidi¨® abandonar su pa¨ªs a poco de iniciada la revoluci¨®n de 1917. Se instal¨® inicialmente en Estados Unidos, aunque luego fijar¨ªa su residencia en Francia, con una larga estancia intermedia en los Alpes b¨¢varos. Fue justamente en estos tres pa¨ªses donde fue gest¨¢ndose, a trompicones e interrumpida tanto por las dudas que asaltaban a su autor en relaci¨®n con su dramaturgia como por las negativas de los teatros a representarla, su ¨®pera El ¨¢ngel de fuego. Aunque sab¨ªa perfectamente lo que hac¨ªa y d¨®nde se met¨ªa, porque hab¨ªa realizado dos largas giras por el pa¨ªs en 1927 y 1929, Prok¨®fiev decidi¨® volver a sus ra¨ªces e instalarse en 1936 en la Uni¨®n Sovi¨¦tica, donde, como no pod¨ªa ser de otra manera, nada fue como a ¨¦l le habr¨ªa gustado que fuera. Tantos a?os vividos libremente en Occidente y las terribles penalidades de la guerra mundial hicieron a¨²n m¨¢s dif¨ªcil e insoportable la vida del m¨²sico en un r¨¦gimen autoritario, gobernado con furia sanguinaria por I¨®sif Stalin, a quien no le qued¨® m¨¢s remedio que someterse y, al mismo tiempo, exaltar. Ni siquiera pudo saborear el peque?o placer de sobrevivirle, porque ambos murieron exactamente el mismo d¨ªa en 1953. Al tiempo que respiraba aliviado y se volcaba en glosar la muerte del feroz Padrecito, el mundo se olvid¨® de llorar la p¨¦rdida del genio ruso nacido en territorio ucranio.
Prok¨®fiev compuso su primera ¨®pera a los ocho a?os, lo que confirma que alent¨® en ¨¦l desde muy pronto una fuerte querencia natural hacia el g¨¦nero. Que no se hubiera estrenado ninguna de sus ¨®peras anteriores (incluidas obras de la entidad de El jugador y El amor de las tres naranjas) no disuadi¨® al compositor de, tras leer en Nueva York El ¨¢ngel de fuego, una novela de Valeri Bri¨²sov, aparecida originalmente por entregas en la revista simbolista Vesy, emprender la composici¨®n de una nueva ¨®pera, aun cuando ning¨²n teatro se la hubiera encargado y a pesar de que el prometido estreno en Chicago de El amor de las tres naranjas no cesaba de demorarse. Ocho a?os despu¨¦s de comenzada, El ¨¢ngel de fuego cobraba por fin forma definitiva, dejando ya obsoleta una primera versi¨®n completada en 1923, pero que qued¨® arrumbada sin orquestar. En 1930, tras el inter¨¦s mostrado por la Metropolitan Opera de Nueva York (que acabar¨ªa quedando en nada, como todos los amagos anteriores de darla a conocer), Prok¨®fiev empez¨® a acometer una nueva revisi¨®n, que apuntaba en una direcci¨®n casi tan radical como la anterior. Sin embargo, jam¨¢s llegar¨ªa a concretarse.
Contamos, por tanto, con una sola versi¨®n representable, que es la que se estren¨® ya de forma p¨®stuma, primero en 1954, en el Th¨¦?tre des Champs-Elys¨¦es de Par¨ªs, en franc¨¦s y en versi¨®n de concierto, y por fin en un teatro de ¨®pera, con direcci¨®n esc¨¦nica de Giorgio Strehler, en La Fenice de Venecia el 14 de septiembre de 1955, en esta ocasi¨®n traducida al italiano. Con el libreto original ruso no se representar¨ªa hasta 1987 en Perm, pero fue la producci¨®n de la a¨²n ?pera Kirov en el Teatro Mariinski, poco despu¨¦s de que acabara de desmoronarse la Uni¨®n Sovi¨¦tica y de que Leningrado recuperara su antiguo nombre de San Petersburgo (la ciudad en que estudi¨® el joven Prok¨®fiev), la que hizo que el mundo cobrara conciencia de que llevaba d¨¦cadas dando la espalda a una obra maestra a¨²n desconocida. Esa deuda queda ahora saldada tambi¨¦n en Espa?a, donde El ¨¢ngel de fuego conoce por fin su estreno con estas representaciones en el Real.
Bri¨²sov camufl¨® en clave simbolista la historia de amor triangular entre ¨¦l mismo (retratado en el personaje de Ruprecht) y otros dos escritores: el poeta Andr¨¦i Bely (el conde Heinrich) y Nina Petrovsk¨¢ia (Renata). Gracias al empleo de un lenguaje arcaizante y, sobre todo, a sus estudios de magia y ocultismo logr¨® hacer creer a muchos de sus lectores ¡ªProk¨®fiev incluido¡ª que ¨¦l no hab¨ªa hecho m¨¢s que traducir al ruso un antiguo manuscrito alem¨¢n del siglo XVI, un artificio de larga raigambre literaria. El compositor no se enter¨® de que lo que hab¨ªa le¨ªdo era en realidad un roman ¨¤ clef hasta mucho m¨¢s tarde, cuando la ¨®pera estaba ya concluida y trabajaba para completar por fin la orquestaci¨®n de la segunda versi¨®n, aunque ignoraba que Petrovsk¨¢ia ¡ªarruinada, demente y, para colmo, haci¨¦ndose llamar Renata, como su alter ego de la novela¡ª agonizaba muy cerca de ¨¦l en Par¨ªs, donde se suicid¨® en 1928.
?Qu¨¦ hacer en un teatro con los diablos que acosan a Renata? ?C¨®mo visualizar su supuesta posesi¨®n demon¨ªaca? Uno de los mayores music¨®logos de nuestro tiempo y un experto en la m¨²sica rusa y sovi¨¦tica, Richard Taruskin, escribi¨® que El ¨¢ngel de fuego le hab¨ªa parecido siempre ¡°el ep¨ªtome del kitsch oper¨ªstico, un tost¨®n del gusto de aquellos que se estimulan f¨¢cilmente con un modernismo consistente en gritos hist¨¦ricos en el escenario y atronadores ostinatos en el foso¡±. Ver en 1994 en San Francisco la citada producci¨®n del Kirov, ¡°brillantemente dirigida esc¨¦nicamente por David Freeman¡±, le hizo cambiar, sin embargo, sustancialmente de opini¨®n. Y es que aquella representaci¨®n no conten¨ªa solo las ¡°org¨ªas¡± (lo ¡°org¨¢smico¡±, en definici¨®n de Prok¨®fiev en una carta a su amigo y confidente Nikol¨¢i Miaskovski en enero de 1924), sino que tambi¨¦n estaba presente en ella la ¡°teolog¨ªa¡±, gracias a una serie de acr¨®batas rusos que ¡°encarnaron con un ins¨®lito aplomo f¨ªsico a los esp¨ªritus que acosan a Renata desde un extremo al otro de la ¨®pera¡±. Para Taruskin, Freeman s¨ª hab¨ªa entendido, al contrario que Prok¨®fiev, ¡°la naturaleza del simbolismo de Bri¨²sov y detectado su potencial dram¨¢tico¡±, lo que permit¨ªa que ¡°los esp¨ªritus fueran reales para el p¨²blico¡±. En su opini¨®n, ello nos permite ponernos del lado de Renata para traspasar lo que, en la pen¨²ltima frase de su novela, Bri¨²sov llama ¡°esa sagrada linde que separa nuestro mundo de la esfera sombr¨ªa en que flotan esp¨ªritus y demonios¡±. Renata no es ninguna hist¨¦rica, concluye el music¨®logo estadounidense, sino una mujer clarividente: ante sus ojos ¡ªy los nuestros¡ª resulta palpable ese inoy svet (el otro mundo) que postulaba el simbolismo ruso, no muy diferente de ese au del¨¤ (el m¨¢s all¨¢) de Baudelaire y los simbolistas franceses.
En Madrid apenas hay nada de lo que convirti¨® ¡ªa ojos de Taruskin al menos¡ª el montaje muy literalista y tradicional de Freeman en ¡°una gran experiencia teatral¡±. Sobre el escenario no hay uno solo de los omnipresentes y movedizos esp¨ªritus o diablos de aquella producci¨®n pionera. En realidad, no hay pr¨¢cticamente indicios de lo imaginado o prescrito por Prok¨®fiev en su libreto. Calixto Bieito y su escen¨®grafa de cabecera, Rebecca Ringst, plantean una estructura giratoria, laber¨ªntica, escheriana, capaz de comprimirse, expandirse y, en el quinto acto, por fin, abrirse para dejar espacio al coro. En ella, casi en todo momento, resultan visibles la mayor¨ªa de los personajes, aun cuando no intervengan o est¨¦n incluso lejos de hacerlo, porque es una c¨¢rcel que nadie puede abandonar. En las cajas de madera que acotan sus diferentes espacios (habitaciones angostas o cub¨ªculos diminutos en los que es imposible incluso ponerse en pie, un cuarto infantil, un peque?o sal¨®n, la consulta de un m¨¦dico) se dan cita pasado, presente y futuro de la protagonista. Tambi¨¦n son, o eso parece invit¨¢rsenos a pensar, los compartimentos del cerebro de la propia Renata, porque es ¨²nicamente ah¨ª donde habitan todos sus fantasmas y donde vemos asimismo proyectados, deformados por los diferentes ¨¢ngulos y las barras de la propia estructura, primer¨ªsimos planos de su rostro, con los ojos muy abiertos. Una c¨¢mara situada junto a unas escaleras filma a todos cuantos pasan por delante de ella, como un cerebro que procesa y registra la informaci¨®n que le llega de los sentidos.
Es Renata, sola, omnipresente de principio a fin, quien hace girar con las manos los pedales de una bicicleta ¡ªun objeto tanto f¨ªsico como ps¨ªquico, un reducto de libertad¡ª en medio de una total oscuridad antes de empezar la ¨®pera: el giro de las ruedas, con posibles connotaciones sexuales, y la peque?a luz que enciende la dinamo desencadenan e iluminan la historia que est¨¢ a punto de cont¨¢rsenos. El cuarto infantil en lo alto incide en apuntar, por su parte, a una ni?ez en la que tuvieron que producirse experiencias traum¨¢ticas en forma, muy probablemente, de abusos sexuales continuados. A quien veremos sentado, silencioso e inm¨®vil, en la cama amarilla de la ni?a de entonces, y a quien ella identifica posteriormente como Heinrich, la encarnaci¨®n humana del ¨¢ngel de fuego que se le apareci¨® de ni?a, es un hombre mayor, al que jam¨¢s oiremos hablar, acaso su padre, o un familiar, o un conocido. Renata se muestra siempre desorientada, confusa, desvalida, aterrada, vehemente, melanc¨®lica (en su acepci¨®n hist¨®rica), escindida. En una nota al pie del supuesto manuscrito que transcribe y traduce para su novela, Bri¨²sov escribe que sus ¡°convulsiones hist¨¦ricas, que est¨¢n siendo estudiadas actualmente por la escuela de Charcot, fueron observadas por los antiguos m¨¦dicos y recogidas por Johann Weyer en su libro De las ilusiones de los demonios y de encantamientos y venenos¡±. Weyer fue un demon¨®logo holand¨¦s, disc¨ªpulo de Heinrich Cornelius Agrippa, el fil¨®sofo alem¨¢n del ocultismo que aparece brevemente como un personaje m¨¢s de la ¨®pera al final del segundo acto.
Como se ve, en la obra de Prok¨®fiev penetra tambi¨¦n de lleno el runr¨²n del momento hist¨®rico en que Bri¨²sov sit¨²a su novela, que coincide con el cenit de la caza de brujas en Europa. El fen¨®meno de la posesi¨®n demon¨ªaca, sin embargo, es muy anterior, aunque fue teorizado profusamente por los demon¨®logos a partir del XVI, que lo interpretaban literalmente y en consonancia con sus ideas religiosas. Y es aqu¨ª donde puede trazarse una comparaci¨®n entre las primeras producciones de El ¨¢ngel de fuego (la del estreno de Giorgio Strehler, la ya citada de David Freeman), muy apegadas a la letra, y las que m¨¢s recientemente se han apartado de ella. Aunque su jurisprudencia esc¨¦nica es a¨²n exigua, no puede dejar de citarse el muy notable montaje de Barrie Kosky en M¨²nich (tambi¨¦n con escenograf¨ªa de Rebecca Ringst, aunque diametralmente diferente de la concebida para Calixto Bieito), que confiere asimismo cuerpo y movimiento a las visiones, aunque con un tono par¨®dico y ¡ªpensar¨¢n algunos¡ª sacr¨ªlego: hombres tatuados con ropas de mujer o un inquisidor (y todas las monjas del quinto acto) presentado como un Cristo sangrante y con la corona de espinas. Mejor olvidarse para siempre del deplorable engendro de Mariusz Treli¨½ski estrenado en Aix-en-Provence, con id¨¦ntica protagonista que en Madrid, la lituana Aus?in? Stundyt?, infinitamente m¨¢s brillante ahora que entonces.
Lo interesante es que las producciones de la ¨®pera est¨¢n siguiendo una evoluci¨®n paralela a la que tuvo la explicaci¨®n de la posesi¨®n demon¨ªaca desde finales del siglo XIX, cuando la interpretaci¨®n neurol¨®gica de Jean-Martin Charcot (citado expl¨ªcitamente por Bri¨²sov) se apart¨® por fin de la literalidad religiosa apara abrir posibles explicaciones m¨¦dicas, ampliadas m¨¢s tarde desde otros ¨¢ngulos por diversos estudiosos: las creencias y curaciones populares con un enfoque antropol¨®gico (Ernesto de Martino y Clara Gallini), los desequilibrios mentales (Erik Midelfort) o, en l¨ªnea con las modernas aproximaciones a la brujer¨ªa hist¨®rica, la posesi¨®n entendida como un lenguaje cultural (Stuart Clark y, en nuestro pa¨ªs, Beatriz Monc¨® y Mar¨ªa Tausiet). Bieito es quien mejor ha operado con herramientas tomadas de estas dos ¨²ltimas v¨ªas interpretativas, presentando a Renata como una persona enferma que expresa con sus movimientos corporales y con sus frases inconexas y, por momentos, incomprensibles la sordidez no solo de su infancia, sino tambi¨¦n de su edad adulta en un peque?o entorno sombr¨ªo, agresivo (las im¨¢genes proyectadas de los perros al comienzo de los actos segundo y cuarto) y hostil que bien podr¨ªa ser el de la Rep¨²blica Democr¨¢tica Alemana en los a?os cincuenta o sesenta del siglo pasado: una mujer hipersensible azotada por una sociedad feroz e insensible. As¨ª reinterpretada, la posesi¨®n demon¨ªaca es la expresi¨®n metaf¨®rica, en cuanto lenguaje, de los trastornos y las carencias de una persona en un momento hist¨®rico determinado.
Aparcados los demonios, Bieito se centra, como tanto le gusta, en las mentes de las personas, en dirigir a sus cantantes indagando en sus traumas y moldeando sus psiques, y pronto descubrimos que no solo est¨¢ fracturada la de Renata, sino tambi¨¦n la de Ruprecht, un antih¨¦roe que se encuentra aqu¨ª muy lejos de ser el caballero gallardo y valeroso del original (el personaje de Bri¨²sov es un lansquenete que regresa a Alemania tras haber combatido en Am¨¦rica). Es cierto que, al principio, Ruprecht utiliza en su provecho la endeblez psicol¨®gica de Renata en lo que tiene todos los visos de ser un intento de violaci¨®n, pero pronto lo vemos a merced de ella, tan desnortado y perplejo como su amada, y tan incapaz como ella de dar sentido a los supuestos fen¨®menos sobrenaturales. Fue un gran acierto por parte de Prok¨®fiev desplazar en la versi¨®n revisada los misteriosos golpes que dan los ¡°peque?os demonios¡± en las paredes del primer al segundo acto, donde ya no parecen fruto ¨²nicamente de los desvar¨ªos y las alucinaciones de Renata: en su nueva ubicaci¨®n resultan mucho m¨¢s cre¨ªbles tanto para Ruprecht como para nosotros. Tambi¨¦n lo fue eliminar el personaje de Heinrich, que llegaba incluso a cantar en su encuentro con Renata al comienzo del tercer acto en la primera versi¨®n, y dejarlo reducido a una aparici¨®n puntual, muda, ¡°iluminado por una luz rojiza¡± a fin de asemejarse al ¨¢ngel de fuego.
Para Bieito, Heinrich es, en cambio, una presencia constante, obsesiva, una sombra de la que Renata no solo no consigue zafarse, sino que contin¨²a buscando su cobijo o, incluso, su abrazo o sus labios. Su fijaci¨®n, su neurosis, su actitud bipolar hacia Ruprecht y Heinrich, asoma desde su primera aparici¨®n, en la que canta hasta 32 veces la misma nota: un fa sostenido. Hay muchos otros ejemplos de repeticiones de un mismo dise?o, pero donde mejor se plasma musicalmente su posible paranoia a lo largo de toda la ¨®pera es en un sencillo motivo, omnipresente y objeto de m¨²ltiples mutaciones, formado por seis notas por grados conjuntos: tres ascendentes, con el mi natural, y tres descendentes, con el mi bemol. Esa contraposici¨®n incesante entre mi menor y do menor, ese peque?o pero nada inocente semitono, es la radiograf¨ªa perfecta de la mente de Renata, que lo canta en el primer acto casi maquinalmente en una versi¨®n reducida de las cuatro primeras notas (mi natural la primera, mi bemol la ¨²ltima) nada menos que 37 veces seguidas sobre las palabras ¡°S?al¡¯sja!¡± (?Piedad!), al tiempo que violines, arpas y flautas tocan el motivo de seis notas completo un total de 49 veces ininterrumpidamente. Al mismo tiempo, Ruprecht, asustado, intenta ahuyentar sus demonios entonando un conjuro latino con cuatro simb¨®licas notas descendentes, la primera repetida tambi¨¦n hasta ocho veces. ?Qui¨¦n dijo obsesi¨®n?
Otro breve tema ascendente, habitualmente confiado a la marcial trompeta, y que suena nada m¨¢s arrancar la ¨®pera, se encarga de retratar a Ruprecht, mientras que otros dos mucho m¨¢s largos y sinuosos, uno asociado a las menciones de Madiel (el ¨¢ngel de fuego) y otro que canta Ruprecht cada vez que quiere ayudar a Renata y que combina de alg¨²n modo elementos que toma prestados de los de la joven y su aparici¨®n. Tanto la teor¨ªa como la pr¨¢ctica son fuertemente deudoras de Richard Wagner, por supuesto, por m¨¢s que el propio Prok¨®fiev lo negara: las influencias van por dentro.
La propuesta de Bieito est¨¢ llena de peque?os detalles que no deber¨ªan pasar inadvertidos. En la escena de la vidente, los personajes que hasta entonces aguardaban en silencio su turno se asoman poco a poco al borde de sus respectivos espacios repartidos por la estructura central y escuchan con atenci¨®n cuanto vaticina: quieren tener informaci¨®n sobre su v¨ªctima. Muchos de ellos aparecen en escenas que te¨®ricamente no les pertenecen, como sucede en el cuarto acto con la presencia del Inquisidor (vestido de forma tan anodina como Fausto o Mefist¨®feles, que intercambian sus registros vocales con respecto a lo esperable o tradicional) acariciando a un enorme perro de raza como esos que dec¨ªa amar Agrippa al final del segundo acto. Renata no huye tras la primera escena del cuarto, sino que se mantiene en todo momento encima de una peque?a mesa, donde es torturada, vejada, acosada y manoseada. As¨ª reinterpretado, se pierde casi por completo la iron¨ªa original del episodio de Fausto y Mefist¨®feles en la taberna para convertirse en nuevo episodio de agresi¨®n y maltrato. Las dos novicias act¨²an desde el principio como sosias de la protagonista, anticipando o remedando sus acciones hasta que, al final, tambi¨¦n la abandonan. Aun el insulso Jakob Glock se convierte en un personaje de gran entidad, aunque Bieito lo presenta como un hombre l¨²brico, viscoso y profundamente desagradable, adicto a las chucher¨ªas (o algo peor) que lleva en su bolsita de papel. Y perdonamos las ocasionales incongruencias entre lo que se ve y lo que se oye (Ruprecht herido al final del cuarto acto sin duelo ni nada que lo explique, salvo que interpretemos su herida como puramente espiritual; las frases referidas al camarero devorado por Mefist¨®feles), la confusi¨®n que despertar¨¢n en muchos los personajes doblados sin que modifiquen lo m¨¢s m¨ªnimo su aspecto (vidente/madre superiora, Glock/doctor, Mathias/posadero) o la total desaparici¨®n de los elementos par¨®dicos (los tres esqueletos) como un peaje probablemente inevitable en una operaci¨®n de cirug¨ªa tan radical y desesperanzada como la imaginada por el burgal¨¦s, que degrada y denigra, por as¨ª decirlo, a todos y cada uno de los personajes de la ¨®pera.
En el estreno de esta producci¨®n en Z¨²rich en 2017, Bieito cont¨® con dos cantantes que conoc¨ªa muy bien: la ya citada Aus?in? Stundyt?, a la que hab¨ªa dirigido en Lady Macbeth de Mtsensk, de Shostak¨®vich, y El castillo de Barba Azul, de Bart¨®k; y el bar¨ªtono Leigh Melrose, su Don Giovanni en Londres y el Escamillo del hiperrepresentado montaje de Carmen que pudimos ver tambi¨¦n en Madrid, aunque aqu¨ª recordamos sobre todo su formidable Stolzius en Die Soldaten, de Bernd Alois Zimmermann. Esta puesta en escena de Bieito presenta no pocas concomitancias con la de El ¨¢ngel de fuego, como afines son las penalidades y vejaciones que deben arrostrar Marie y Renata. Analizados desapasionadamente, ninguno de los dos cantantes protagonistas posee la voz ideal para enfrentarse a las tremendas exigencias musicales de Renata o Ruprecht, cuya escritura m¨¢s l¨ªrica s¨ª traducen a la perfecci¨®n. Sin embargo, las posibles carencias de la soprano lituana (una potencia dram¨¢tica a¨²n mayor) y el bar¨ªtono brit¨¢nico (un registro grave m¨¢s natural y rotundo o un mayor espectro din¨¢mico) quedan sobradamente compensadas con una actuaci¨®n musical y esc¨¦nicamente portentosa. Los dos han cantado ambos papeles en otras producciones, pero es aqu¨ª donde confluyen todos los astros para convencernos del abismo en que viven ambos personajes, cuya fragilidad y desamparo podr¨ªan verse incluso reforzadas por esas leves inadecuaciones vocales. Prok¨®fiev ten¨ªa miedo de que nadie quisiera cantar dos papeles tan exigentes y con una presencia casi constante (aqu¨ª absolutamente ininterrumpida) sobre el escenario. La prestaci¨®n y la entrega abiertamente sobrehumanas de Stundyt? y Melrose, dos artistas may¨²sculos y dos actores superdotados obligados a realizar un despliegue f¨ªsico agotador, lo habr¨ªan dejado sumido en el asombro y la admiraci¨®n.
Bieito consigue revestir a todos los dem¨¢s personajes de un grado de inter¨¦s muy parejo. Por el peso espec¨ªfico de su escena hay que destacar por fuerza el Fausto de Dmitri Ulianov (poseedor quiz¨¢ del tipo de voz que requiere Ruprecht) y el Mefist¨®feles de Dmitri Golovnin, que tiene confiado asimismo el papel de Agrippa von Nettesheim, cuya escena lo convierte en un m¨¦dico de cuerpos (no de almas) que practica un aborto semiclandestino y que nos recuerda inevitablemente a la turbadora escena del doctor en el Wozzeck del propio Bieito que pudo verse tambi¨¦n en el Real. Al Inquisidor de Mika Kares le faltan mayor empaque y proyecci¨®n vocal para hacerse o¨ªr con nitidez sobre orquesta y coro: al comienzo de su intervenci¨®n se oye incluso mejor a los tres fagotes que lo doblan. No puede decirse lo mismo de la excelente posadera de Nino Surguladze, ni de Agnieszka Rehlis en su doble papel de vidente y madre superiora, ambas muy convincentes. Todos los cantantes espa?oles rayan igualmente a excelente nivel, con menci¨®n especial para Gerardo Bull¨®n, valiente vocalmente y con gran aplomo esc¨¦nico, y Josep Fad¨® (ambos en dobles papeles).
La direcci¨®n de Gustavo Gimeno es un dechado inagotable de virtudes. En primer lugar, la claridad: no hay vez que no suene alguno o algunos de los motivos principales que no podamos escucharlos con nitidez y acomodados en todo momento a cada situaci¨®n esc¨¦nica, y otro tanto cabe decir de la prestaci¨®n orquestal en general, siempre con la din¨¢mica y el car¨¢cter justos. En segundo lugar, la enorme autoridad que transmite desde el foso, atento por igual a cantantes y orquesta, prodigando entradas a unos y otra sin aparatosidad, con ambos brazos encargados de cometidos diferentes y jugando con su extensi¨®n (el derecho, con la batuta, a veces parece no tener fin) para dar mayor o menor vuelo a la m¨²sica. Como antiguo percusionista, Gimeno contagia e impone tambi¨¦n seguridad y precisi¨®n r¨ªtmica, esencial tanto en esos frecuentes ostinati que sabe revestir de un aura implacable como en varias escenas musicalmente complej¨ªsimas. A la cabeza, quiz¨¢, la de los golpes en la pared del segundo acto, con constantes glissandi partiendo de arm¨®nicos de los primeros violines encajados dentro de una alambicada escritura para la cuerda dividida en nada menos que 13 partes independientes. Le sigue muy de cerca, o le antecede, la extensa y multiforme escena de la posesi¨®n colectiva de las monjas en el quinto acto, plagada de s¨ªncopas y contratiempos, adem¨¢s de los ostinati de rigor, tanto en el coro como en la orquesta. Aqu¨ª vemos ya a Renata abandonada por todos, desnudada a la fuerza, con Ruprecht en lo alto, y Heinrich m¨¢s arriba a¨²n como la misma presencia ominosa del comienzo.
En los cruciales interludios instrumentales (en los actos segundo y tercero: Prok¨®fiev en estado puro), la orquesta suena siempre en su mejor forma, poderosa, dominadora, con una cierta encarnadura rusa, flexible y fiel traductora de las indicaciones de Gimeno, sin divorcio alguno ¡ªcomo a veces sucede¡ª entre lo que se ve pedir al director y lo que realmente se escucha. Tampoco podemos olvidar que, m¨¢s que Ruprecht, que lo era quiz¨¢s en la primera versi¨®n de 1923 (como en la novela), el verdadero narrador de El ¨¢ngel de fuego es la orquesta, esto es, el propio Prok¨®fiev, que abraz¨® con entusiasmo el credo de la Ciencia Cristiana en 1924, lo que tuvo una influencia trascendental en los cambios que introdujo en la segunda versi¨®n. De resultas de ello, en estas representaciones madrile?as el narrador acaba siendo, por supuesto, el propio Gimeno, que asume su cometido con un dominio absoluto de todos los hilos que tiene que mover y coordinar. De poner un solo pero a su extraordinaria actuaci¨®n, hay algunos momentos puntuales en los que, adem¨¢s de orden e intensidad, cabr¨ªa introducir unas pocas gotas m¨¢s de desenfreno, de imprevisibilidad, de sorpresa al calor de la propia experiencia teatral, aunque un estreno suele ser poco propicio a esta ausencia o aflojamiento de las bridas.
El debut de Gimeno en el Real con una asignatura exigent¨ªsima sobre el atril hace historia, sin duda ninguna, y sit¨²a su direcci¨®n musical, cuando menos, al mismo nivel que la esc¨¦nica, lo cual no era a priori nada f¨¢cil, porque son asimismo legi¨®n los aciertos de Bieito. Ojal¨¢ que esta sea la primera de muchas actuaciones futuras del valenciano en la plaza de Oriente, porque no hay representaci¨®n oper¨ªstica verdaderamente grande sin un gran director musical en el foso. Y Gimeno ¡ªha dejado sobrad¨ªsimas muestras de ello¡ª lo es. Fue aplaudido por los m¨²sicos de su orquesta desde el foso, toda una se?al, y en las aclamaciones finales, con muchos espectadores en pie desde nada m¨¢s bajar el tel¨®n, se llev¨® tambi¨¦n las ovaciones mayores de la noche, ins¨®litamente prolongadas para una jornada de estreno en el Real, junto a los dos protagonistas absolutos del espect¨¢culo: Aus?in? Stundyt? y Leigh Melrose.
El ¨¢ngel de fuego se cierra con un acorde ambiguo e incompleto, de tan solo dos notas (re bemol-fa), remachado largamente por toda la orquesta, lo que constituye un final abierto a casi cualesquiera interpretaciones, del mismo modo que esa Renata respirando con fuerza ante la bicicleta ardiendo (su bicicleta) que nos propone Bieito antes de que baje el tel¨®n admite tambi¨¦n diversas lecturas. ?El s¨ªmbolo de su infancia convertido por fin en su simb¨®lico ¡°¨¢ngel de fuego¡±? ?La hoguera a la que la condena el Inquisidor por cultivar la brujer¨ªa con una v¨ªctima propiciatoria diferente? Venimos del fuego final ¡ªdestructor o regenerador¡ª de Ocaso de los dioses y en junio nos espera la hoguera de Juana de Arco. Parad¨®jicamente, en una entrada de su diario, fechada el 28 de septiembre de 1926, Prok¨®fiev, ferviente adepto de la Ciencia Cristiana desde hac¨ªa ya m¨¢s de dos a?os, escribe que no encuentra sentido a seguir dedicando esfuerzos a una ¨®pera que considera la ¡°adversaria¡± de sus creencias religiosas. Y no atisba m¨¢s soluci¨®n que ¡°entregar El ¨¢ngel de fuego a las llamas¡±, al igual que hab¨ªa hecho G¨®gol con la segunda parte de Almas muertas. No lo hizo, por suerte para todos, porque admiraba la m¨²sica que hab¨ªa en ella, y gracias a ese orgullo de padre de una criatura que le hab¨ªa causado tantos desvelos y sinsabores podemos ver ahora esa bicicleta envuelta en llamas que nos deja, tras dos horas ininterrumpidas de un espect¨¢culo extraordinario y abrasadoramente intenso, con un nudo en la garganta y un sinf¨ªn de preguntas flotando en el cerebro.
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