¡®Company¡¯ y el olor de la gran manzana
La rigurosa decisi¨®n de Antonio Banderas de no modernizar el musical convierte un trabajo casi clonado en una reflexi¨®n escalofriante sobre una ciudad y una ¨¦poca
Es imposible reflejar el resplandor de una ciudad enamorada de s¨ª misma. Una ciudad que se cre¨ªa ¨²nica, y as¨ª la sent¨ªamos los que la frecuent¨¢bamos en los a?os setenta y primeros ochenta. Antes del SIDA, antes de las Torres Gemelas y de las torres Trump, antes de que la liberal Manhattan se convirtiera en una enorme escaparate de moda y las librer¨ªas, los teatros y las galer¨ªas de arte desaparecieran o se refugiaran en Brooklyn o en un Manhattan Sur desolado y ventoso.
La ciudad ten¨ªa sus ritos propios. Un estreno de Stephen Sondheim era tan neoyorquino como la apertura en el Downtown de un nuevo gourmet italiano donde ve¨ªas a Michelle Pfeiffer, oliendo a pan caliente, hacer la compra. A mediod¨ªa, en cualquier trattoria ¡ªno era cualquier trattoria, pero lo parec¨ªa¡ª estaba Gina Lollobrigida, siempre sola, con su perrito. Por la tarde en Central Park descubr¨ªas la Nueva York de los ni?os; miles de ni?os guap¨ªsimos con mam¨¢s estupendas entre coros de polacos y chechenios que ensayaban canciones folcl¨®ricas y mucha, mucha gente en bicicleta. Cenando en un japon¨¦s, Paul Newman, bajito y muy simp¨¢tico, intentaba timarse con tu pareja porque nosotros nos est¨¢bamos riendo y en su mesa no. Arrastrando la frustraci¨®n de que el portero no te dejara entrar en el Estudio 54, donde, si lo hubieras conseguido, lo elegante era pedir un perrier y no un johnny walker, te pasabas por Elaine¡¯s a ver a Woody Allen tocando el clarinete, pero esa noche no iba.
A las tres de la madrugada, saludando a los carniceros que descargaban bueyes enteros sanguinolientos en el local de al lado, entrabas en Hell¡¯s Fire, donde una masoquista provista de l¨¢tigo y collar de cuero te miraba severamente desde sus gruesas gafas de maestra de escuela, ve¨ªas hacer cosas que no sab¨ªas que se pod¨ªan hacer y el herpes ¡ªse pensaba que era lo peor que pod¨ªa pasar¡ª parec¨ªa reptar por una suc¨ªsima alfombra sint¨¦tica.
Esnob, encantadora, miserable, toda la ciudad parec¨ªa decirte: esto es Nueva York, disfruta si tienes buena pinta y conoces a la gente adecuada. Era un zoo y t¨² un pardillo de visita, pero los monos te abrazaban y tambi¨¦n el fabuloso paisaje urbano, nevado o con sol, con sus huelgas de basura y sus ratas, y aquel rascacielos que una noche de fin de a?o cre¨ª ver, en plena borrachera, envuelto en un gigantesco lazo rojo, y que result¨® que era verdad. Aunque un mediod¨ªa de agosto, en una calle 42, a¨²n no comprada por Disney, un afroamericano saludaba a otro d¨¢ndole unas palmaditas en la espalda y sal¨ªa corriendo, y el otro tipo ca¨ªa redondo con la gorra en un charco de sangre porque lo acababan de apu?alar, y t¨² te alejabas y los zapatos se pegaban en el asfalto caliente como en las pesadillas.
En Company no sale nada de esto. Pero est¨¢, yo lo he vuelto a oler. Trata de la gente corriente de Nueva York, tan poco corriente como la trattoria. Gente que se abraza mucho. Y la rigurosa decisi¨®n de Antonio Banderas de no modernizar la obra convierte un trabajo casi clonado en una reflexi¨®n escalofriante sobre una ciudad y una ¨¦poca.
Nostalgia por una ciudad
Company es un viaje de Gulliver tan exacto en sus virtudes y sus defectos, tan neoyorquino, que sin olvidar por un momento el disfrute, lo que ocurre en el escenario se convierte, para mi generaci¨®n al menos, en un ejercicio de nostalgia de una ciudad y un teatro perdidos para siempre. En su celebraci¨®n minuciosa e imp¨²dica del pasado, Company sugiere ¡ªpara eso est¨¢ el teatro¡ª la inevitabilidad de la ca¨ªda de los imperios.
Por mi parte yo todav¨ªa sue?o con los vendedores callejeros de salchichas con sauerkraut; espero que sigan all¨ª con sus carritos. Tampoco los he podido olvidar.
Babelia
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