La libertad iluminada con un mechero
Tierno Galv¨¢n se mostraba dispuesto a todo con tal de parecer moderno y antiguo a la vez, una mezcla explosiva que le proporcion¨® muchos r¨¦ditos electorales
El ¨²ltimo concierto al que asisti¨® Miguel fue el que en 1984 se celebr¨® en el palacio de los deportes de Madrid donde el alcalde socialista Tierno Galv¨¢n, para dar paso a la primera descarga de rock, ante miles de j¨®venes puestos a cocer en las gradas de cemento, pronunci¨® a aquella frase memorable: ¡°Y el que no est¨¦ colocado, que se coloque¡±, y la remat¨® con el grito de ¡°Al loro¡±. Colocarse significaba simplemente meterse un pico en las venas o una raya de farlopa por la nariz o un porro de mar¨ªa en el tronco. Por otra parte, al loro era una expresi¨®n vallecana de estar a la que salta y permanecer vigilante para pillar tajada. Era el tiempo en que la hero¨ªna hac¨ªa estragos. Cada noche en los bares de la Movida aparec¨ªa un yonqui deslumbrado con la cabeza dentro de la taza del retrete, muerto por sobredosis. Ante semejante impostura a cargo de aquel viejo profesor de rostro abacial y cuello blando, Miguel dijo adi¨®s a todo aquello y no volvi¨® a asistir a ning¨²n concierto subvencionado desde arriba, fuera quien fuera el pol¨ªtico que estuviera arriba.
Tierno Galv¨¢n se mostraba dispuesto a todo con tal de parecer moderno y antiguo a la vez, una mezcla explosiva que le proporcion¨® muchos r¨¦ditos electorales. Como un caballero inactual, publicaba unos bandos en los que parodiaba un remedo de literatura de siglo XVIII, estilo Morat¨ªn. Pero tambi¨¦n pod¨ªa bailar un fox lento amarrado al despampanante cuerpo de la negra Flor en una verbena castiza o asomarse con una mirada resabiada a los senos descubiertos de la actriz Susana Estrada para advertirle: ¡±No se vaya a resfriar usted, se?orita¡±. Miguel asisti¨® a su entierro en enero de 1986, un acontecimiento social en el que particip¨® un mill¨®n de madrile?os desde las aceras viendo pasar su carroza tirada a la Federica por tres colleras de caballos cubiertos con crespones negros. Como remate del f¨²nebre cortejo qued¨® la imagen de unos travestis sentados en un bordillo de la calle Alcal¨¢ llorando con el r¨ªmel corrido hasta la barbilla.
Miguel hab¨ªa llegado a la conciencia pol¨ªtica a trav¨¦s de los conciertos que se dieron en Madrid como arietes para asaltar el basti¨®n de la dictadura. La libertad lleg¨® a este pa¨ªs con las primeras guitarras el¨¦ctricas. Al final de cada concierto era obligado encender el mechero o una cerilla para acompa?ar la ¨²ltima canci¨®n. Llegado el caso Miguel tambi¨¦n lo hizo. Esa llama era la que alumbraba el callej¨®n sin salida de la historia, pero sentirse apretado por una multitud de cuerpos aquellas noches en que parpadeaban las luci¨¦rnagas bajo las descargas de m¨²sica era entonces una forma de ser, de estar, de ligar, de gritar, de huir.
Ahora Miguel, con una copa en la mano, recuerda que el d¨ªa en que los Beatles llegaron a Madrid en 1965 fue a recibirles a Barajas y particip¨® en la caravana de coches que los acompa?¨® tocando el claxon hasta el hotel F¨¦nix donde se hospedaron. En ese momento, rodeado de adolescentes, comprendi¨® que ya era demasiado mayor para esa fiesta. En 1976 se produjo el concierto de Raimon en el pabell¨®n del Real Madrid, con la oposici¨®n reci¨¦n salida de la alcantarilla y de la c¨¢rcel, sentada en fila cero, con Marcelino Camacho al frente. Miguel recuerda que la polic¨ªa que rodeaba el pabell¨®n estuvo a punto de cargar dentro del local para fumigarlos a todos. Y bajo ese perfume de gas lacrim¨®geno lleg¨® la Transici¨®n y en enero de 1981 en ese mismo lugar se produjo la descarga salvaje del grupo australiano de los AC/DC, cuando las turbas del sur equipadas con chupas de cuero duro y esquirlas de vidrio e imperdibles traspasados por la carne de las mejillas derribaron todas las vallas. Era otra clase de transici¨®n. Aquel concierto pill¨® a Miguel dispuesto a agarrarse a la ¨²ltima asa de la libertad, a las alas del ¨²ltimo arc¨¢ngel que sobrevolara aquel espacio. Y en eso en julio de 1982 llegaron los Rolling Stones al estadio Metropolitano una tarde de calor obsceno, lleno de humedad el¨¦ctrica que acab¨® en una tormenta en la que los truenos emularon a la descargas que desped¨ªan los bafles o al rev¨¦s. En la grada ya hab¨ªa ministros de UCD con sus reto?os, alguno de ellos con el pelo pegado, vestidos de marca.
En Madrid todav¨ªa reinaba la resaca del golpe de Tejero aunque hab¨ªa quedaban restos de una acracia feliz. Los socialistas estaban a punto de llegar. Tierno Galv¨¢n se les hab¨ªa adelantado en la alcald¨ªa. Era un tipo que daba los buenos d¨ªas por la radio a los polic¨ªas citando a Schopenhauer, pero en lugar de John Lennon dec¨ªa John Lennox y no obstante en casa sal¨ªa agua por los grifos. Miguel, ahora con una copa en la mano, recuerda aquellos tiempos en los que la libertad estaba iluminada por la llama de un mechero. Hoy aquella llama ha sido suplantada por la luz de los m¨®viles que se encienden al final de cada concierto para seguir iluminando el callej¨®n sin salida de la historia.
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