El arte de elevar la copa a los labios
Beber bien o beber mal, esa era la cuesti¨®n. Ning¨²n alcohol ser¨ªa malo si te obligaba a escribir como Scott Fitzgerald despu¨¦s de un primer Martini
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En casa hab¨ªa unas botellas de mistela, de licor de caf¨¦, de licor carmelitano, de licor de yerbas, que solo sal¨ªan del armario en d¨ªas muy se?alados, onom¨¢sticas familiares y fiestas en que sonaba en el pueblo un volteo general de campanas y se disparaban algunas tracas en honor a alg¨²n santo patr¨®n. Esas botellas de cristal tallado estaban presentes por la tarde en la mesa del comedor, cubierta con un mantel bordado, acompa?adas con bandejas de magdalenas y pastelillos de confitura, junto con unas copas peque?as, de estilo art dec¨®, en las que apenas cab¨ªa un dedal, lo suficiente para mojarse los labios. Miguel no recordaba que nadie hubiera tomado nunca esos licores porque pasaba el tiempo y volv¨ªan intactos al armario sin bajar de nivel a?o tras a?o. Tal vez solo hac¨ªan acto de presencia para demostrar que en esa familia cierta apariencia de placer tambi¨¦n estaba permitida. Esa sensaci¨®n acompa?¨® a Miguel a lo largo de su vida.
El primer alcohol doblemente prohibido que Miguel se llev¨® a los labios fue el vino de misa que se beb¨ªa en la sacrist¨ªa cuando era monaguillo. Aunque dentro de la vinajera sol¨ªa haber alg¨²n mosquito naufragado, ese ¨²ltimo rescoldo se lo disputaba con los compa?eros. Era un vino dulz¨®n, probablemente de M¨¢laga, que hab¨ªa estado a punto de convertirse en la sangre de Cristo. Esta secreta degustaci¨®n sol¨ªa ir acompa?ada de un pu?ado de obleas sin consagrar que serv¨ªa de tapa. Y para terminar la fiesta se liaban un cigarrillo con las colillas que el cura asm¨¢tico arrojaba en la escupidera de serr¨ªn. Aquel cura parec¨ªa un personaje de Graham Greene; le gustaba mucho el co?ac y m¨¢s de una vez los monaguillos lo hab¨ªan visto con el bonete ladeado sobre una oreja decir misa con un lat¨ªn trastabillado.
Miguel nunca ha podido soportar a los borrachos. En el pueblo hab¨ªa algunos se?alados y solo de verlos dando tumbos entre las mesas del bar se hizo el prop¨®sito de no beber. Pero inevitablemente lleg¨® la primera sangr¨ªa de los guateques, la primera cerveza para demostrar que era un hombre, la primera media combinaci¨®n en aquella discoteca donde llev¨® a la primera chica a bailar. Hasta que en el campamento de milicias en Montejaque un capit¨¢n muy aventado acu?¨® un principio que Miguel nunca olvidar¨ªa. ¡°Un hombre tiene que beber lo que sea capaz de mear¡±, grit¨® con los pulgares dentro del cincho ante la compa?¨ªa formada a la sombra de los carrascos. All¨ª cometi¨® el primer exceso. El ¨²ltimo de d¨ªa de campamento, cuando son¨® el rompan filas final, despu¨¦s de tirar el gorro al aire, Miguel verti¨® una botella de vino en el interior de una de sus botas de media ca?a y se ech¨® varios tragos que comparti¨® con sus compa?eros de tienda. Un vino pele¨®n con sudor de pies fue su bautizo como alf¨¦rez.
Fumar bien o fumar mal, beber bien o beber mal, esa era la cuesti¨®n. Cualquier da?o que te proporcionara el tabaco se pod¨ªa dar por bueno si uno fumaba con la elegancia de Yves Montand. Ning¨²n alcohol ser¨ªa malo si te obligaba a escribir como Scott Fitzgerald despu¨¦s de un primer Martini. Puesto que estos ejemplos eran inasequibles hubo un tiempo en que, imbuido de fr¨ªvola inconsistencia, la m¨¢xima aspiraci¨®n de Miguel consist¨ªa en llegar a sentarse en un taburete de la barra del bar Chacalay y pedir un Rocafull como hac¨ªan los se?oritos valencianos, caf¨¦ granizado, brandy y clara de huevo. Saber estar sentado en los taburetes de las barras tambi¨¦n era un arte. Hab¨ªa que tener swing en el momento de subir y bajar. Cierto elegante desmadejamiento con la copa en la mano con un medido escorzo ten¨ªa que ir acompasado con la clase de bebida que tomabas.
En la biograf¨ªa de Miguel hab¨ªa tragos que en su memoria se hab¨ªan convertido en m¨²sica. Lo mismo que el sonido del clarinete de Paquito D?Rivera hab¨ªa bebidas que se deslizaban por el es¨®fago con una melancol¨ªa de bares famosos cuyas mesas o taburetes le hab¨ªan servido de parada durante los viajes. Una pinta de cerveza Guinness en el Davy Byrnes, en el Duke Street de Dubl¨ªn, donde iniciaba la primera cogorza ma?anera James Joyce; un campari en la terraza del Rosati en la plaza del Popolo de Roma viendo c¨®mo, en la mesa de al lado, Alberto Moravia volv¨ªa la cabeza cuando pasaba una muchacha de falda floreada y la segu¨ªa con la mirada hasta que se perd¨ªa por la v¨ªa del Corso; un daiquiri en Floridita de la Habana preparado por el barman Constante sin pensar por un momento que all¨ª tambi¨¦n lo tomaba Hemingway; un Jack Daniels en Sardine Club de Chicago, un local con solo diez mesas donde cant¨® Sinatra. El hotel Cathai de Shangh¨¢i, el Villa Politi de Siracusa, el Grand Hotel de Cabourg de Normand¨ªa, el Harry?s de Par¨ªs o de Venecia, cada uno de esos centros energ¨¦ticos ten¨ªa un licor apropiado que Miguel trataba de convertir en literatura.
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