Descolgar a Picasso
Lo obsceno est¨¢ cuando dejamos que la hoguera de la cultura deje de quemarnos las manos

Habr¨¢ que descolgar a Picasso de todos los museos, quemar sus cuadros en la hoguera. Por maltratador, por ser un maldito depredador, un barba azul despiadado. Por pintar a las mujeres con caras rotas, y empujarlas luego, en vida, hacia el abismo, como si fueran c¨¢scaras, nueces que ya no sirven. Por gustarle los burdeles, y hacerse de oro con ellas, sus se?oritas de Avi?¨®n, que en realidad no eran damas provenzales que los franchutes se imaginaron, sino prostitutas de un barrio bajuno de la Barcelona de entonces, ellas estaban en la calle Aviny¨®, d¨®nde abundaban los burdeles.
Y lo mismo habr¨¢ que hacer con Neruda. Dejar de leerlo, por esa infame violaci¨®n que ha cometido. Los versos m¨¢s tristes, sin duda, pero ning¨²n villancico de amor desde luego. Y lo mismo con Rimbaud, por ser un inmundo traficante de armas, o Caravaggio por ser un asesino en serie, sin piedad, un perverso abisal. Del franc¨¦s C¨¦line, mejor ni hablar, sobre todo dejar de leer, por antisemita, por fascista, por coleccionista de bailarinas. Y Lucian Freud, pues m¨¢s perverso todav¨ªa, siempre chuleando, saltando de p¨¢jaro en p¨¢jaro, como si las hembras fueran solo eso, flores donde anidar, el tiempo breve de una primavera.
Podr¨ªamos seguir la lista. No tendr¨ªa fin. C¨¦line, por muy burda que haya sido su vida, no deja de ser, sin embargo, uno de los m¨¢s grandes magos de la lengua, gracias a ese Viaje al fin de la noche, y todos los libros que seguir¨¢n. Basta con leer una primera frase suya para saber d¨®nde se ha metido uno: en pura literatura, nitroglicerina a lo grande. Aqu¨ª no hay regreso. El arte es lo que hace, te tumba, es m¨¢s fuerte que el tanino, se te retuerce como un alacr¨¢n en la retina. Norte, Rigod¨®n, y ahora esos manuscritos suyos salvados de la hoguera, Guerra, Londres, que nos llegan goteando desde la editorial Gallimard. El hombre era un cabr¨®n, un renacuajo, pero basta una palabra suya para entender que ah¨ª todo chorrea piedad, compasi¨®n.
Cada una de sus frases vibra mejor que un clavec¨ªn. Evitan que la muerte avance m¨¢s r¨¢pido, que la realidad sea solo eso, mera, pobre. Te pones a mirar, a leer, a escuchar, y lo haces al mil¨ªmetro, para no perderte ni una pizca. All¨ª est¨¢n ellos, los artistas, con sus cuevas de Altamira en la garganta, dando sin piedad brochazos, despiadados, como si fueran ri?as a garrotazos. El arte no tiene nada que ver con el buenismo. No sabe de peluches ni de limosnas. Te pone los pelos de punta. Se te clava en la mirada, nunca te deja ileso, cornea. Michel Leiris lo escrib¨ªa a su manera: es cuesti¨®n de tauromaquia. El bailar¨ªn lo sabe al entrar en el ruedo, el toro lo pillar¨¢, sin embargo, sigue bailando, espetando las banderillas, volteando.
Y para seguir con el franc¨¦s, hagamos como ¨¦l, que tambi¨¦n amaba la luz ensordecida de nuestras costas. Vayamos a los museos, atravesemos esas salas. Vayamos a ver los sorollas que se comen la luz a brochazos. All¨ª, por esos pasillos, nos podemos inventar un nido, es decir, darle m¨¢s sentido a nuestras vidas. El franc¨¦s escribi¨® un breve ensayo donde comparaba los museos con los lupanares. Hoy lo lapidar¨ªamos por blasfemo, sin m¨¢s, por descorchar semejante disparate. Pero, imagina, ad¨¦ntrate en esas salas del Prado donde los traseros abundan, y los pechos florecen.
Pasas delante de una obra maestra, una mujer se asoma, ella tambi¨¦n toda carne, atraviesa la sala, te deja parpadeando. Por un lado, las mujeres reposando en los lienzos, con sus mechones quietos, con sus pechos que esperan, que nos invitan. Del otro lado, delante, todas las otras, con su l¨ªrica, mucho m¨¢s en vida, todas ellas con sus cuerpos envueltos, con sus gestos, con sus idas y venidas, con ese andar como si nada, como si todo. Imposible no rendirse. Corre a los museos. No dejes de ir. Porque ah¨ª todo puede ocurrir, incluso el milagro, el evangelio. No importa si te dicen prohibido mirar, que los cuerpos musculosos de Michelangelo ya no se pueden tuitear, que las ninfas de Nabokov no son para mayores de edad.
Lo obsceno no est¨¢ en las salvajadas de Pierre Guyotat, o en los cuerpos carnosos, al rojo vivo, de Jenny Saville, ni en los tortazos cubistas de Pablo. Shakespeare lo ha dicho a su manera, en grande, en su inmenso soneto, el sesenta y seis, cuando escrib¨ªa que estaba cansado de un mundo d¨®nde lo necio, lo miserable, imperan y, hoy, le toca el turno al del mech¨®n rubio, o al que se abanica toda la tarde en la pantalla del televisor. Lo obsceno, lo violento, est¨¢ en todo lo que dejamos de hacer, todo lo que dejamos de ser. Cuando bajamos las manos, cuando nos damos por vencidos. Lo obsceno est¨¢ cuando dejamos que la hoguera de la cultura deje de quemarnos las manos, de arder.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.