Manual del dictador moderno
El historiador holand¨¦s Frank Dik?tter analiza en un libro las caracter¨ªsticas que conforman al d¨¦spota del siglo XX
Los seguidores del Duce ten¨ªan fotograf¨ªas personalizadas. Los de Hitler o¨ªan su voz y ve¨ªan su imagen a todas horas. Stalin era el Partido, pero tambi¨¦n el abuelo escarcha, el Pap¨¢ Noel ruso. Mao, el Gran Timonel, el rey fil¨®sofo de Oriente, y Duvalier, Papa Doc, el primer protector vud¨² de Hait¨ª. Todos ellos se presentaron como hombres que proced¨ªan del pueblo, potenciaron una nueva forma de hacer pol¨ªtica: la glorificaci¨®n del individuo ante las masas. Sab¨ªan, como Maquiavelo, que es mucho m¨¢s seguro ser temido que amado, pero quer¨ªan perdurar, necesitaban ser aclamados; estaban obligados a crear un aparato represivo tanto como para mantener la ilusi¨®n de su apoyo popular. Esta es la paradoja del dictador moderno que analiza el libro Dictadores. El culto a la personalidad en el siglo XX, del historiador holand¨¦s Frank Dik?tter (Acantilado, 2023).
A lo largo del siglo pasado millones de personas aclamaron a sus dictadores a pesar de la brutalidad de sus reg¨ªmenes. Los rostros de esos mandatarios aparec¨ªan en vallas, en fachadas de edificios y hasta en productos de consumo diario. Tras un f¨¦rreo control de la prensa y la educaci¨®n, se volvieron omnipresentes gracias a la radio y la televisi¨®n. Dictadores de latitudes muy dispares vieron c¨®mo la poblaci¨®n desfilaba durante d¨ªas frente a sus palacios presidenciales, portando objetos sencillos, medallas o insignias, para mostrar su adhesi¨®n. Lo esencial era aparentar que la voluntad brotaba del coraz¨®n de la gente. El culto a la personalidad no trataba de convencer ni persuadir, sino de conseguir la obediencia a trav¨¦s del aislamiento, del sometimiento del individuo en la masa. Impregnado de superstici¨®n y de magia, se consagr¨® como una forma de religiosidad popular cultivada desde arriba. Hitler se presentaba a s¨ª mismo como un mes¨ªas unido al pueblo alem¨¢n por un v¨ªnculo m¨ªstico. Francois Duvalier alent¨® todo tipo de rumores sobre sus poderes sobrenaturales. Y los pa¨ªses comunistas pronto advirtieron que las invocaciones al l¨ªder como figura sagrada daban mejores resultados que el materialismo dial¨¦ctico, extra?o a la mayor parte de la poblaci¨®n.
La lealtad a una sola persona fue lo m¨¢s importante en esas dictaduras. Seguir un credo puede crear divisiones y facciones. Mussolini menospreciaba la ideolog¨ªa y se enorgullec¨ªa p¨²blicamente de seguir tan solo sus instintos. Hitler, aparte de las llamadas al nacionalismo y al antisemitismo, no necesit¨® mucho m¨¢s. Quien de verdad atra¨ªa a Megistu, en Etiop¨ªa, no era Marx, sino Lenin, que hab¨ªa creado la vanguardia revolucionaria. Stalin y Mao murieron por causas naturales tras haber sido objeto de adoraci¨®n durante d¨¦cadas. Duvalier dej¨® el poder a su hijo, que prolong¨® el culto a su personalidad. Y el clan Kim, en Corea del Norte, ha conseguido llegar a la tercera generaci¨®n de culto al l¨ªder supremo. Pero cuidado, porque en el mismo momento en que el miedo desaparece, la ficci¨®n del amor popular se desmorona: el poder del matrimonio Ceaucescu se desvaneci¨® en directo. El tradicional discurso televisado frente al Palacio del Pueblo del a?o 1989 no mostr¨® las ¡°espont¨¢neas muestras de apoyo incondicional¡±, sino a miles de manifestantes rodeando el edificio administrativo m¨¢s grande del mundo.
Los dictadores que perduran conjugan a la perfecci¨®n el culto a la personalidad y el terror. En una primera fase, el l¨ªder tiene que contar con la influencia necesaria para abatir a sus oponentes y obligarlos a que lo aclamen en p¨²blico. El culto rebaja a aliados y rivales, los obliga a colaborar en com¨²n sumisi¨®n. Pero, a medida que alcanza la madurez, el l¨ªder no puede estar seguro de qui¨¦n respalda y qui¨¦n se opone realmente a su figura. Debe iniciar la purga, la limpieza interna. Los dirigentes que sobreviven, las otras caras visibles del r¨¦gimen tambi¨¦n son c¨®mplices de sus cr¨ªmenes, por lo que sus sucesores mantendr¨¢n el culto a su personalidad. Desatado el terror, lo m¨¢s importante es mantener la ilusi¨®n de que el poder sigue descansando en un v¨ªnculo personal con el pueblo.
Hitler, que descubri¨® muy pronto su habilidad para hablar a las masas, calcul¨® minuciosamente sus presentaciones en p¨²blico hasta el final. Su primera campa?a de imagen fue dise?ada por Alfred Rosenberg al cumplir los 34 a?os. Ese d¨ªa apareci¨® retratado bajo un fondo negro en toda la prensa. Mein Kampf fue su biograf¨ªa pol¨ªtica pero tambi¨¦n su leyenda: ni?o y artista precoz, lector voraz, orador nato, mes¨ªas del pueblo alem¨¢n. Como l¨ªder del futuro no foment¨® las estatuas, eran del pasado. Su rostro y su voz, en cambio, llegaron a todas partes. Maestro del disfraz, absorb¨ªa las emociones de la multitud para fundirlas en una coreograf¨ªa perfecta ensayada en miles de m¨ªtines y desfiles. Al conocerse su muerte, una oleada de suicidios recorri¨® Alemania. Lenin tambi¨¦n fue glorificado en vida. Desde el momento de su muerte, en 1924, Stalin se hizo pasar por su pupilo m¨¢s fiel. Cuatro a?os m¨¢s tarde, mientras la multitud se agolpaba en el desfile del Primero de Mayo, desat¨® la primera gran purga del Partido. Su devoci¨®n no se visti¨® de culto al l¨ªder sino de revoluci¨®n proletaria. Stalin encarnaba lo mejor de la clase obrera pero tambi¨¦n dirig¨ªa todas las vanguardias art¨ªsticas. Su muy cuidada imagen de espontaneidad qued¨® consagrada en la Gran Guerra Patria. Alcanzada la victoria, releg¨® a todos sus art¨ªfices militares que le disputaban la gloria. Poco antes de morir, encarg¨® una gran estatua suya en el lugar en el que confluyen el Volga y el Don. Mao Zedon, que conoci¨® a Stalin en su 70 cumplea?os en el teatro Bolshoi, hab¨ªa encontrado su misi¨®n en la movilizaci¨®n de los campesinos de China. Tras quedarse sin rivales, sin competidores, decidi¨® forjar su imagen de te¨®rico. Oficialmente, se centr¨® en la revoluci¨®n cultural, pero, al igual que Stalin, dirig¨ªa pr¨¢cticamente todos los asuntos de gobierno personalmente. Termin¨® apartado, como una figura remota, divina, que nunca sal¨ªa de la Ciudad Prohibida de los emperadores.
Todos los dictadores, por ¨²ltimo, quemaron libros, profanaron tumbas, destruyeron templos e iglesias, borraron los nombres de las calles y hasta los r¨®tulos de las tiendas. Reescribieron el pasado para forjar su propio relato. Esta anatom¨ªa del autoritarismo, de sus distintos or¨ªgenes y utilizaciones, muestra algunos aspectos inquietantes que han llegado hasta nuestros d¨ªas. En tiempos de incertidumbre, de volatilidad y de revisionismo, reaparecen algunas de las peores figuras del siglo XX, bajo el culto a la imagen que ellos mismos crearon como sustituto de la pol¨ªtica.
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