Jos¨¦ Luis Verdes y su caverna
A veces, quiz¨¢ en uno de estos oscuros; melanc¨®licos anocheceres de invierno, el hombre de la ciudad empieza a sentirse inc¨®modo en su piel cosmopolita. Nos ahogan el humo, el ruido, la confusi¨®n moral y material, nos oprime la comez¨®n de nuestros propios pecados pegados al alma; nos asaltan las tentaciones irresisitibles. ?Qui¨¦n no ha querido entonces morir para renacer, desprenderse del suelo pellejo para emerger a una vida m¨¢s limpia? El creyente acude al consolador chapuz¨®n penitencial; el descre¨ªdo corre tras el agua negra en que se anegue el viejo hombre odioso. Anacreonte y Safo hablaban de lanzarse espiritualmente desde la roca de L¨¦ucade a las purificadoras olas del J¨®nico-, Leopardi ve en el estanque del palacio paterno una ¨²ltima posibilidad de regenera ci¨®n; Shelley siempre estuvo seguro de que el mar compasivo le acoger¨ªa al fin; Virginia Woolf, con los bolsillos llenos de piedras, busc¨® la paz y el se?uelo del r¨ªo amigo.Pero la vida, despu¨¦s de todo, puede ser herm.osa para quien salga mejorado del tremendo salto. O sepa descender al mundo de ultratumba y regresar de ¨¦l con nuevos alientos.. Pocos han logrado volver. Cristo, desde luego; aquel S¨ªsifo que enga?¨® a los dioses, por quienes despu¨¦s ser¨ªa terriblemente castigado; Ulises, el sabio, Eneas, el piadoso; Dante, de la mano divina de Beatriz. Orfeo estuvo a punto de superar el trance con su esposa, pero no era dios y fracas¨®, y ya no hubo para ¨¦l vida futura, sino muerte eterna en el alma con Eur¨ªdice. ?Record¨¢is, en la bella par¨¢bola de Viniclus de Moraes, sublimada a¨²n m¨¢s por Marcel Camus, a Orfeu da Concei cao, enfrent¨¢ndose con el sol desde la alta, humilde, pura ?favela?, mientras abajo ruge el carnaval?
Otros no se zambullen en los abismos. Se acodan curiosamente ante ellos, los contemplan, pescan tal o Cual inmundicia, que nos mostrar¨¢n despu¨¦s disecada y clasificada. Freud, Proust, Joyce y Katka, los cuatro grandes merodeadores de la pradera de Caronte.
Plat¨®n, en cambio, s¨ª baj¨®. Y subi¨®. Y nos ense?¨® a bajar y a subir. Y pod¨¦is hacerlo cualquier tarde de ¨¦stas, pues a¨²n quedan unos d¨ªas. Zafaos unos instantes del infierno real del tumulto y la contaminaci¨®n y descended, en una de las salas de exposiciones anejas a ?a Biblioteca Nacional, al infierno espiritual, a la caverna de ignorancia y oscurantismo y manipulaci¨®n que ha montado con habilidad consumada Jos¨¦ Luis Verdes.
Es una sutil construcci¨®n llena de sugestiones en cada uno de sus complicados pormenores: la entrada a trav¨¦s de un largo pasillo como el de la cueva plat¨®nica, el torniquete contador de personas: el desfile, m¨¢s all¨¢ de la gruesa cadena, por el espacio cuadrangular en que se perfilan las sombras. Y, sobre todo, los tres tipos de ¨¦stas: las fijas para siempre en la pared, pues sobre ella han sido pintadas; los condenados (?las ciate ogni speranza?) a eterna y contumaz ignorancia, que no de jar¨¢n huella en el mundo, pues, terminada la exposici¨®n, los obreros mandar¨¢n al olvido sus siluetas con un obsceno toque de brocha gorda. Las proyectadas por bastidores fijos, el tinglado ambulante de este Maese Pedro entre plut¨®nico y plat¨®nico, que viene de la Bienal de Sao Paulo y va a sabe Dios d¨®nde, figuras ca paces cluiz¨¢ de aprender alg¨²n d¨ªa y salir de la caverna rebel¨¢ndose contra su pigmali¨®n co creador. Y en aqu¨¦llas, y en ¨¦stas, una oscura, vulgar, y por ello pat¨¦tica, humanidad que ha descrito bien Tovar en las pala bras introductorias del cat¨¢logo: ?La mujer con su bolsa de la compra, su alcuza, como en el poema de D¨¢maso Alonso, o el joven con gafas,- el cuello doblado sobre los hombros estrechos, que lee su libro. los hombres con cartera pendiente del brazo, que agitan en su otra mano tal vez las llaves del coche ...?
Pero adem¨¢s, estremecedoramente unidos a ellos, pues sus sombras se mezclan con las nuestras los visitantes serios o fr¨ªvolos de la caverna. De momento nos divierte el variopinto juego chinesco; luego nos preocupa, y terminamos por acelerar el paso hacia la puerta de verdad, la que da a Recoletos... Demasiado f¨¢cil la salida. No hemos trepado por la escarpada rampa de Plat¨®n en que los dioses, como en la sentencia hesi¨®dica, han puesto el sudor y el esfuerzo delante de la virtud. Es posible, sin embargo, que esta inmersi¨®n no menos cat¨¢rtica nos haga algo mejores, y que, ya en la noche madrile?a seguidos por la sonrisa bondadosa y sabia del pintor, descubramos, en una segunda fase del conocimiento, que continuamos espiritualmente en la inmensa caverna, reducto de las enga?osas ideas e ¨ªdolos, que es el mundo actual. Y no podemos menos de pensar que Plat¨®n, el infatigable optimista disfrazado de pesimismo, aprueba hel¨¦nicamente con un signo de sus pobladas cejas, como el Zeus de Homero, esta moderna vislumbre lejana del Mal y el Bien que Jos¨¦ Luis Verdes nos ha dado.
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