La lecci¨®n de las cosas
En este instante, todav¨ªa puedo recordar y sentir el timbre de la voz de Georges Braque y el olor del pigmento de los tubos de color en el taller de aquel pintor extra?o y luminoso.Hace m¨¢s de treinta a?os, a mi llegada a Par¨ªs, le¨ªa en las cr¨ªticas de arte, ya reconocedoras del talento de Braque, la invenci¨®n y la sensibilidad de su pintura. Y, en muchos ratos libres, desde la Casa de Espa?a de la Ciudad Universitaria, bajaba yo hasta el parque de Montsouris para mirar y admirar furtivamente los grandes ventanales de la casa-laboratorio del pintor m¨ªtico. En mis sue?os de cada d¨ªa, siempre he convertido en seres m¨ªticos a los pintores que admiro.
En cierta ocasi¨®n, el maestro invit¨® a un grupo de estudiantes a una visita colectiva a su casa. Me emocion¨® la profusi¨®n de cuadros colocados en el suelo y el sinf¨ªn de dibujos esparcidos encima de una larga mesa. Notaba yo que Braque desarrollaba su lecci¨®n de forma independiente y consciente, y nos dec¨ªa con voz grave: ?Las cosas no existen en s¨ª mismas; existen exclusivamente a trav¨¦s de nosotros ...? Y yo, mientras tanto, contemplaba una silla de jard¨ªn, fabricada con varillas de hierro. Continuaba Braque t¨ªmidamente: ?Y debemos penetrar en las cosas hasta fundirnos con ellas.?
Con enorme esfuerzo, y mirando hacia arriba para poder hallar sus altos ojos, le pregunt¨¦ si podr¨ªa visitarle de nuevo. Asinti¨®, juntando las cejas, con gesto entre sorprendido y ben¨¦volo.
No tard¨¦ muchos d¨ªas en vestirme con mi traje m¨¢s limpio y llamar a su puerta. Me sent¨ªa sumamente alegre. La ma?ana era limpia y los ¨¢rboles del parque copiaban los verdes matizados de los cuadros que yo iba a ver.
En seguida que abri¨® la puerta madame Braque, empez¨® a hablar. Mientras sub¨ªamos por la limpia escalera que conduc¨ªa al estudio, me contaba precipitadamente que Picasso copiaba de continuo a su marido y que, con una r¨¢pida visita, forzada y nunca exenta de violencia, Pablo pod¨ªa sacar est¨ªmulo para pintarse tan s¨®lo en unos d¨ªas toda una exposici¨®n de cuadros cubistas.
Georges Braque me esperaba, inquieto, vistiendo americana de pana color miel. Yo miraba y miraba. La limpieza de la estancia contrastaba con los cientos de pinceles sucios y con las enormes paletas en las que se amontonaban colores sombr¨ªos y terrosos. En alguna esquina se ergu¨ªan plantas de hojas lobuladas. El ritmo de los cuadros rechazaba la perspectiva vulgar y una monocrom¨ªa sutil¨ªsima invad¨ªa la superficie del ocre al gris. Ambos elementos pon¨ªan de manifiesto una presencia m¨¢s que real de todas las cosas.
En sucesivas visitas, pude observar que mi pintor preferido pose¨ªa una inefable personalidad racional y po¨¦tica. Era, s¨ª, un artista, en el sentido m¨¢s puro de la palabra.
Ve¨ªa con claridad (comulgaba con sus cuadros) que una clara intuici¨®n hac¨ªa que en la superficie de sus telas los objetos simpatizaran entre s¨ª, hasta perderse en arabescos que se ensamblaban en una unidad perfecta. Cuando Braque tomaba con la esp¨¢tula un poco de tierra de una maceta cercana, la materia granulosa se transformaba en energ¨ªa indetenible, sustancia de la realidad, metamorfosis de un sentimiento reflexivo en sentimiento creador y misterioso.
Un d¨ªa, en el mercadillo cercano, vi al pintor comprando unas an¨¦monas multicolores. En sus manos ?parec¨ªan un cuadro! Compraba tambi¨¦n peras de piel tersa y coloreadas de verde-ocre, con algunas manchas de intenso carm¨ªn. Con aquellos objetos sencillos, Georges Braque continuar¨ªa los ciclos de su creaci¨®n, mirando la naturaleza a trav¨¦s de su esp¨ªritu no para copiarla, sino para ascender y conquistar otro nivel intelectual donde la visi¨®n humana se adhiere para siempre a otra visi¨®n del mundo.
Babelia
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