Isabel Villar y Eduardo Sanz: la realidad y el hermetismo
No se trata de establecer un t¨¢ndem en la exposici¨®n que ocupa nuestra atenci¨®n. En Canarias, concretamente en Santa Cruz de Tenerife, exponen en las salas del Colegio de Arquitectos dos artistas ampliamente conocidos: Isabel Villar y Eduardo Sanz. Tenerife tiene como es sabido, una vocaci¨®n contempor¨¢nea, pese a las dificultades de aislamiento y a las trabas administrativas no resueltas. Pero basta recordar la Segunda Muestra internacional del Surrealismo (1935); la publicaci¨®n de una revista como Gaceta de Arte (1932-1936); la Primera Exposici¨®n de Escultura en la Calle (1973-1974), etc¨¦tera, para fijar el clima en el que ahora viven estas obras de Isabel Villar y Eduardo Sanz.Siendo bien conocida la obra de estos dos artistas, no nos mueve hacer una obvia presentaci¨®n. Tampoco establecer -repetimos- un t¨¢ndem, pero, en cierta manera, resulta sugerente buscar una identidad en los cuadros de ambos, a toda vista de una diferencia tan notoria.
Mientras Eduardo Sanz, con signos de una abstracci¨®n constructiva o con el c¨®digo de banderas, se muestra dentro de un juego herm¨¦tico, aparentemente herm¨¦tico, Isabel Villar extiende la enso?aci¨®n de un mundo de realidades directas. Pero tanto Isabel como Eduardo est¨¢n dentro de una intenci¨®n comunicativa, dentro de una igualdad. Toda la producci¨®n de Eduardo pertenece a un trabajo experimental, a la busca del di¨¢logo, del m¨¢s expl¨ªcito entendimiento. Desde sus espejos rotos, ya lejanos, hasta sus suelos, ha venido tratando de incorporar la figura humana, sea espectadora o no, a la obra que produce. Es m¨¢s, ha sentido la necesidad de colaborar con personas o con cosas, dejando clara la comunicaci¨®n. Y as¨ª hasta su c¨®digo de banderas que se?alizan unas cartas de amor. Isabel trata un contacto m¨¢s directo, m¨¢s llano, en el jard¨ªn de la madre, magistralmente descrito por Fernando Savater. Sus daguerrotipos nos remiten a la busca del tiempo perdido, a la nostalgia proustiana. De manera inequ¨ªvoca estamos en los albores del siglo, con sus lazos y encajes, con sus bullones y puntillas. Estamos dentro de una ¨¦poca kitsch, que corresponde al lenguaje de las flores. Estos serios personajes de Isabel ser¨¢n los mismos que escribir¨¢n las cartas de amor que recoge Eduardo en sus cuadros.
Ambos cristalizan el recuerdo stendahliano. Ambos van a la busca del tiempo perdido.
Isabel pinta, con la minuciosa mano del aduanero, las m¨¢s leves y finas hierbas, las hojas de los ¨¢rboles, el pubis y las axilas de las ni?as adolescentes, la melena del le¨®n y los hilos de los bordados, y Eduardo se detiene con exigencia y detalle en los pliegues de las banderas y en el trazo del dibujo. Los dos son ejemplares artistas del rigor, de la perfecci¨®n, de la obra bien hecha. La sabidur¨ªa, el ejercicio t¨¦cnico de Isabel la separa de la pintura na?f. El conocimiento artesano de Eduardo le ha dado vuelo para el trato correcto de variados materiales. Todo, en este imaginario t¨¢ndem, entra en la m¨¢s exacta ejecuci¨®n.
Pero ?existe tal posible-imposible t¨¢ndem? No, a pesar de lo dicho. Las ruedas claman por libertad de movimiento.
Rousseau pint¨® a su Gitana dormida junto a un le¨®n y una guitarra, y a una mujer desnuda recostada en un div¨¢n en plena selva, y cuando le preguntaron si era un retrato del natural, se sabe que contest¨® ofendido:
-?No! Esta se?orita es mi novia y es una chica decente.
En cierta manera, Rousseau fue un protosurrealista y, por ello, este grupo incluy¨® en su Panorama de medio siglo la exposici¨®n en el Sal¨®n de Oto?o, de 1910, de sus Joyeus farceurs. En cierta manera, tambi¨¦n, a Isabel se le puede considerar, en determinados cuadros, como neosurrealista. Pero ambos no circulan con esta tarjeta de identidad. Existe en Isabel, en su obra general, un esp¨ªritu festivo, candoroso y de gozo en el choque, de real-irrealidad, de gracia y -como hemos dicho- de frecuentaci¨®n del absurdo. Pero no del sue?o. Insomne, con los ojos bien abiertos, ha penetrado en el mundo de la fantas¨ªa atravesando, como Alicia, los espejos de Eduardo, cosa por dem¨¢s dicha y sabida.
Eduardo, en cambio, hace la involuci¨®n en su rueda del t¨¢ndem. Su inter¨¦s tiende hacia las estructuras. Se trata de un constructivista. En un momento los espejos se convierten en formas geom¨¦tricas naturales: malaquita, ¨¢gata, calcedonia. El orden preside la construcci¨®n de su obra. El peso, la luz, la medida, el equilibrio. Sus cuadros recientes, sean cartas de amorosa comunicaci¨®n o juegos formales, banderas o signos de c¨®digo, se sit¨²an en la abstracci¨®n, en el j¨²bilo ¨®ptico, en la tarea de construir un lenguaje que no necesita apoyos referenciales para implantar de lleno el misterioso secreto de la belleza.
Sin abandonar totalmente la busca del tiempo perdido, Eduardo Sanz va a la busca o a la expresi¨®n de nuestro propio tiempo.
Esta misma situaci¨®n de belleza, dentro del recuerdo y el suceso inesperado, nos la da tambi¨¦n Isabel Villar, al enfrentarse en choque con el absurdo y la realidad del delirio. Recurriendo al pasado, est¨¢n unidos por la espalda o como las dos caras de una misma moneda, de acu?aci¨®n perfecta en nuestro tiempo. Obras planas, frontales, sin evasi¨®n, que apresan al espectador entre puzzles geom¨¦tricos y jardines de linterna m¨¢gica. Frente a un arte de derrota, estas obras, distintas, ciertamente, est¨¢n unidas en su saludable frescor. Si se trata de un t¨¢ndem, ser¨¢ el que nos lleve a una comunicaci¨®n m¨¢s directa.
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