Do?a Natalia
En los antiguos tratados de ret¨®rica sagrada sol¨ªan darse, a veces, modelos para componer el elogio de ciertas personalidades vivas y de oraciones f¨²nebres. No s¨®lo de pr¨ªncipes, prelados, hombres de Estado y grandes soldados, sino tambi¨¦n de personas que hab¨ªan ocupado posiciones menos brillantes dentro de la sociedad cristiana: frailes asc¨¦ticos, modestos fundadores de obras p¨ªas, matronas y viudas de la vida ejemplar, hermosas doncellas muertas en la flor de la vida, dando ejemplo de castidad, etc¨¦tera. Hoy estos modelos no parece que nos sirvan. Cada cual, con lo que le da de s¨ª la propia vida, construye su santoral y un para¨ªso y un infierno particulares. Pero a todos nos resulta m¨¢s f¨¢cil y divertido descubrir las flaquezas y vicios del pr¨®jimo que las virtudes. En vez de grandes infolios sobre el ars concionandi, leemos revistas y revistillas en que los pr¨ªncipes y grandes de la Tierra aparecen en los cabarets como cualquier pelanas, los prelados como ancianos presumidos, los hombres de Estado con fisonom¨ªa de botones y ascensoristas y los grandes capitanes con aspecto de cabo reci¨¦n ascendido. En vez de describirnos a castas doncellas las revistas del d¨ªa nos ponen ante j¨®venes no castas al parecer, en pa?os, o sin pa?os, menores. En vez de fundadores de obras p¨ªas, ante alg¨²n caballero que se ha distinguido por su amor a lo ajeno, y los frailes asc¨¦ticos han quedado sustituidos por alg¨²n vigoroso cl¨¦rigo en trance de hacer bautizar a dos robustos mellizos, fruto de sus amores. La sociedad moderna se regodea con las vidas que no sirven de ejemplo para nada. Ni siquiera para asustar. Y cuando se pone tr¨¢gica, copia la forma de tragedia que Arist¨®teles dec¨ªa era la de su propia ¨¦poca. Una tragedia con mucha acci¨®n, pero con pocos caracteres. A pesar de eso todav¨ªa algunos buscamos los caracteres y claro es que no recurrimos a los viejos tratados de ret¨®rica ni a las revistas de los quioscos del barrio. Los caracteres los buscamos y a veces los encontramos en nuestro c¨ªrculo, en nuestro contorno.El que escribe ha tenido la suerte de topar con bastantes a lo largo de su vida: pero esta suerte ha ido unida a la desgracia de haberlos visto desaparecer una tras otro, por ley de vida. Hace pocos meses se le fue, as¨ª, de muy cerca, una de las mujeres que ten¨ªan mayor personalidad y distinci¨®n entre las de la ¨¦poca de sus padres: do?a Natalia Coss¨ªo, viuda de Jim¨¦nez Fraud. Era do?a Natalia de porte elegant¨ªsimo y hasta la vejez extrema conserv¨® aspecto juvenil. A los ochenta a?os su silueta era la de una mujer joven. Esta juventud corporal; la unida a una juventud espiritual: pero juventud alegre, risue?a, burlona. No juventud cariacontecida, triste y con aire poco ?higi¨¦nico?, como la que ahora abunda. Do?a Natalia era hija del gran historiador del arte y pedagogo M. B. Coss¨ªo y ¨¦ste, con cierto escepticismo loable en lo que se refiere a los resultados de la pedagog¨ªa program¨¢tica, dej¨® que su hija creciera libre e independiente sin obligarla a realizar estudios formales, pero con trato seguido con los hombres y mujeres de la Instituci¨®n y los que se relacionaban con ellos. Para do?a Natalia, Giner era el ?abuelo Francisco?, y resultaba gustoso o¨ªrle contar an¨¦cdotas de Azc¨¢rate, Simarro, Sorolla, don Juan Madinabeitia (el enemigo ¨ªntimo del institucionismo formal), Ach¨²carro y otros muchos profesores, artistas, m¨¦dicos y sabios que desfilaban por su casa y que celebraban sus concili¨¢bulos... a la hora de desayunar. Para no perder el tiempo.
M¨¢s tarde, casada con don Alberto (uno de los hombres m¨¢s buenos que he conocido), en la madrile?a Residencia de Estudiantes, sirvi¨® de gu¨ªa y orientadora a las grandes figuras que ven¨ªan de fuera a pasar unos d¨ªas a las orillas del canalillo. Chesterton, Val¨¦ry, Einstein. Tambi¨¦n a los escritores de ?dentro?: Unamuno, D'Ors, Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, o a los j¨®venes que estaban de estudiantes.
Fueron aquellos a?os prometedores para la vida cultural de Espa?a. Despu¨¦s vinieron las tinieblas. El destierro para don Alberto y do?a Natalia. Pero en Oxford siguieron siendo padres y mentores de todos los j¨®venes espa?oles que, pasada la segunda guerra mundial, empezaron a estudiar algo fuera, a ver lo que se coc¨ªa en Inglaterra cuando aqu¨ª se nos dec¨ªa que no hab¨ªa mejor comida que el almodrote o alg¨²n puchero desguarnecido de sustancia. Y era all¨ª y no aqu¨ª donde el joven encontraba motivos para pensar que en Espa?a se hab¨ªa hecho algo m¨¢s importante que lo que se dec¨ªa de continuo en discursos cuarteleros o diocesanos.
Do?a Natalia sigui¨® la huella de su padre y ampli¨® las investigaciones sobre el Greco, as¨ª como don Alberto continu¨® ocup¨¢ndose, desde lejos, del futuro de la universidad espa?ola. Todo pas¨®. Nuestro comienzo de siglo est¨¢ muy lejos. Para la mayor¨ªa es tan desconocido como cualquier otra ¨¦poca mucho m¨¢s remota. Tras el oscurecimiento deliberado ha venido la estilizaci¨®n, la deformaci¨®n. El que se considera ?superviviente? puede recordar las leyendas de Rij van Winkle o de San Virila, legendario abad del monasterio navarro de Leyre. Este se qued¨® arrobado, en ¨¦xtasis, oyendo cantar a un pajarillo en la sierra. Cuando volvi¨® en s¨ª hab¨ªan pasado cien a?os. Al llegar al monasterio no conoc¨ªa a nadie, como no conoci¨® a sus convecinos Rij van Winkle, que, por razones menos po¨¦ticas, se durmi¨® en la Am¨¦rica colonial y despert¨® en la republicana de Washington.
Algunas personas de mi generaci¨®n nos quedamos, no arrobados, sino atronados, en 1936. Han pasado cuarenta y tantos a?os. Volvemos a la vida sin plumas y cacareando y reconocemos pocas caras. Las que quedan de antes nos hacen revivir la juventud y cuando los testigos mejores de aquel ?antes?, que se fue sin cuajar, mueren, pensamos que habr¨ªa que rescatar su recuerdo para construir una imagen de Espa?a que sea algo m¨¢s atractiva que la que nos dan las revistas con colorines y figuras que se ven en las antesalas de los galenos o en el hall del hotel de turno.
Babelia
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