Quevedo a cara o cruz
Hace a?os, cuando le fue otorgado a Miguel Angel Asturias el Premio Nobel, respondiendo en Par¨ªs a las preguntas habituales, manifestaba su profunda admiraci¨®n por Quevedo. Gran confusi¨®n. La mayor¨ªa de los que le interrogaban apenas conoc¨ªan al autor de El busc¨®n; todo lo m¨¢s, asociaba vagamente su apellido a nuestro Siglo de Oro, a distancia respetable de Cervantes. Tal ha sido la suerte de los dos, cojo y manco, m¨¢s conocidos que le¨ªdos, m¨¢s sentidos que razonados o escuchados.Protagonistas de una hora cenital de Espa?a, en la que se inicia el fin de los fuegos imperiales, uno y otro iluminan la cara y cruz de una misma pasi¨®n que une y hermana las letras y las armas. Cervantes mirar¨¢ siempre hacia la corte de Madrid; Quevedo vive en ella desde ni?o, a pesar de sus aventuras y sus viajes. Los dos, tambi¨¦n, por motivos bien dispares, conocer¨¢n las c¨¢rceles del reino, y ambos, en fin, a su muerte, ver¨¢n perdidas sus cenizas en sepulcros an¨®nimos, habitual pante¨®n de nuestros m¨¢s insignes escritores.
Un testigo de la decadencia
Cara y cruz de una medalla acu?ada por encima de la incultura y la desidia, cuando no por la censura de su tiempo, su destino, aun paralelo en apariencia, se manifestar¨¢, desde la cuna, contrapuesto. Cervantes alcanza las postrimer¨ªas del cenit imperial; Quevedo ver¨¢ cumplido lo que adivina ya su ilustre amigo. Uno ser¨¢ soldado distinguido en Lepanto; otro, pol¨ªtico conspirador en contra de Venecia, que acabar¨¢ con sus huesos en Ucl¨¦s. Los dos, malcasados y pronto arrepentidos, acabar¨¢n su tiempo a medias entre el desenga?o y la melancol¨ªa. La fama, el reconocimiento del pueblo y de la corte, que a Cervantes ha de costar prisiones, empleos tan mal pagados como torpes, a Quevedo le vendr¨¢ dada desde joven.
Quevedo nace cuando Cervantes vuelve a nacer tras los ba?os de Argel. Por padre y madre viene de la monta?a; en ella todav¨ªa se muestran escudos y portales, en los que, se asegura, a¨²n campean sus armas. En el Madrid actual, aparte de su estatua trashumante, hay una l¨¢pida en un barrio todo sombras amigas, a la vera de Lope y del famoso manco. No lejos, camino de Cuenca, en Ucl¨¦s, nuevamente su recuerdo sale al paso. ?Aqu¨ª estuvo preso Quevedo?, dicen, y es curioso que, en su itinerario personal, suenan menos sus versos que sus c¨¢rceles. Pues si pasamos a San Marcos de Le¨®n, uno de los mayores m¨¦ritos que proclama su colosal fachada, dorado pleamar de medallones, es el de haber servido de prisi¨®n al escritor. ?Aqu¨ª lo tuvo el conde duque de Olivares?, y si en Ucl¨¦s se ense?a un laberinto de oscuros corredores, en San Marcos no se llega a concretar tanto, dejando a la imaginaci¨®n lo que es tema de disciplinas rigurosas. Tanto que, a veces, la memoria gasta malas pasadas, confabulada con las prisas, como en el caso de Mara?¨®n, que en su defensa del valido afirma que el escritor fue conducido ?al magn¨ªfico convento de San Marcos, de Le¨®n, pante¨®n de los antiguos reyes castellanos?.
En el centro del hurac¨¢n mediterr¨¢neo
San Marcos fue alzado en pleno siglo XVI, y es claro que los enterramientos aludidos se hallan en el pante¨®n real de San Isidoro, en la misma ciudad, a pocos pasos, bajo arquer¨ªas donde vibra el esplendor de la mejor pintura castellana.
Pero, dejando a un lado pecados veniales, es preciso reconocer que la personalidad de este gran espa?ol, tan agresivo como civilizado, tan sencillo como conceptuoso a la hora de esgrimir sus bilis o sus iras, no ha resultado nunca f¨¢cil, en parte por el hombre en s¨ª, y, en parte tambi¨¦n, porque, a pesar de hallarse siempre en el ojo del hurac¨¢n mediterr¨¢neo, como protagonista y no como comparsa, han quedado una serie de oscuros rincones en su vida por donde su perfil se nos escapa. Su prisi¨®n en Le¨®n, su relaci¨®n con el monarca, sus duelos y quebrantos, su humanismo deshumanizado han sembrado su dolorosa biograf¨ªa de cifras y claves que ni la erudici¨®n ni los m¨¢s rigurosos an¨¢lisis ser¨¢n capaces de interpretar, si no es por acumulaci¨®n de defectos, virtudes o maldades. S¨®lo apurando datos, versos y actitudes puede llegarse a vislumbrar un Quevedo devorador de libros a la hora de la mesa y en las horas tediosas de los viajes. De su cultura viva y total, a muchos codos del mundo intelectual en torno, dan buena fe sus obras, que tocan cualquier materia entre el cielo y la tierra, desde la adusta moral a las m¨¢s enconadas venganzas personales.
Sus sonetos de amor y muerte corren hermanos de aquellos otros sobre el amor y muerte de la patria; su escepticismo final viene a ser un rotundo desenga?o, un desencanto, dir¨ªamos hoy, ante un mundo que siente ajeno, cuando no distante. En este mundo, en este sue?o, en donde ?es cada sombra un enemigo armado?, no faltan las mujeres. Como cumplido intelectual, las lleg¨® a idealizar tanto, las fue creando tan a su medida, que lleg¨® a detestarlas justamente por contraste entre la realidad de lo que se le daba y lo que, al mismo tiempo, apetec¨ªa. La de Olivares intent¨®, en vano, encaminar sus pasos al tan temido t¨¢lamo nupcial; pero los pies torcidos del poeta y hasta sus propios versos evitaron aquella boda de mortal conveniencia. El duque de Medinaceli tuvo m¨¢s suerte, o le hall¨® m¨¢s cansado, cumplidos los cincuenta. La elegida fue en este caso viuda y se?ora de Cetina, que s¨®lo consigui¨® tenerle junto a s¨ª tres meses. En su palacio a¨²n se muestra la capilla donde Quevedo sufri¨® prisi¨®n del alma. ?Aqu¨ª fueron las bodas?, murmura a media voz el gu¨ªa, como temiendo ver al maduro novio surgir de las tinieblas.
La serenidad del vencido
La otra separaci¨®n definitiva, tan anunciada o deseada, vino a alcanzar al escritor en Villanueva de los Infantes, no lejos de su Torre, donde seguramente esperaba su visita: ?Si agradable descanso, paz serena, / la muerte en traje de dolor env¨ªa, / se?as da su desd¨¦n de cortes¨ªa; / m¨¢s tiene de caricia que de pena?.
Hace poco a¨²n se mostraba su sill¨®n all¨ª. Era uno de tantos fraileros, de madera sobada, clavos pulidos y cuero maltratado. Aut¨¦ntico o no, bien pod¨ªa imaginarse sentado en ¨¦l a un Quevedo vencido por los grilletes y los a?os, meditando sobre Marco Bruto o la Ledesma de sus buenos d¨ªas, en el duque de Osuna o en su enemigo G¨®ngora, cuya casa comprara para echarle a la calle, a pesar de sus males y sus a?os.
O quiz¨¢ nada de ello le importara ya. Ni siquiera aquellos otros vecinos m¨¢s cercanos, nunca dispuestos a pagar, y cuyos pleitos a tantos viajes le obligaron. En esa abierta soledad de ruinas, sobre ese polvo que hoy a sus huesos toca, este Quevedo nuestro permanece, en sus versos mejores y en sus horas peores, como el feroz cirujano capaz de aplicar el escapelo a su pa¨ªs, para escribir despu¨¦s, con arrogancia, su Espa?a defendida.
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