Su lengua por espada
Rasgado de ojos y de vestido; ancho de frente y de conciencia; negro de cabello y de ventura; falto de pies y de dicha; largo de piernas y de razones; limpio de manos y de bolsa... As¨ª se ve el propio Quevedo en el espejo de su escritura. Y esa visi¨®n preesperp¨¦ntica de s¨ª mismo hace que palidezca el noble juicio admirativo que le dedic¨® Borges: ?Francisco de Quevedo es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura?. Porque un descomunal retru¨¦cano, como Am¨¦rico Castro dijera a prop¨®sito del Busc¨®n, no acaba en la palabra, dilatada y compleja, sino que invade el fondo de la acci¨®n, el hombre. Un hombre que se sabe deforme, contrahecho, anormal.Ese cuerpo barroco determina un estilo. Y su reflejo fiel engendra esta verdad: que las cosas, aunque sean verdaderas, siempre se han de decir. Es condici¨®n del raro respetar la distancia impuesta, ser testigo no mudo, nido mental del espect¨¢culo carnavalesco: aborrecedor de faldellines y galas por caras, enemigo de due?as v¨ªrgenes y v¨ªrgenes due?as, de frailes casamentones y visitones, de beatas, terceras y terceros, de mercaderes, de ermita?os y de toda gente hipocritona, de calvos, de zurdos, de lindos, de antojones, de sastres duplicones, de doncellas cecinas, etc¨¦tera, y viceversa. Prolongaci¨®n en suspenso y contradicci¨®n por sorpresa son, en efecto, las caracter¨ªsticas de quien, fortalecido en su fatal rareza y no dispuesto a mendigar, elige como lema de vida decir todo lo que siente.
El hombre vulnerable sabe de nacimiento que debe apalabrar con tino su supervivencia. Ese desatino, la marginalidad, el papel secante de testigo y la insalvable situaci¨®n distante le otorgan conocimiento cruel -es decir, real- de los enga?os ejemplares. Condenado al desamor de los dem¨¢s, imaginar¨¢ las odiosas palabras que antepongan la burla pat¨¦tica del monstruo al insulto m¨¢s neutro de la norma. Las odiosas palabras van a ser su arsenal. Para enfrentarse con las almas corvas, decidoras de palabras murci¨¦lagas, sostenedoras de razonamientos lechuza. El que escribe desde la rareza en carne propia se sabe con derecho a ser contradictorio, amargo, festivo, racista, mis¨®gino, adulador, procaz, osado, ingenioso, irreverente, fan¨¢tico, patriotero, afrancesado, etc¨¦tera, y viceversa. O sea, en las ant¨ªpodas de esa escritura objetiva, -testimonial y muda, levemente nihilista e interesada en la coherencia ins¨ªpida de quien la vende, cultivada por los m¨¢s aplaudidos mediocres de nuestra ¨¦poca.
El cuerpo del tullido se sabe con derecho a lo arbitrario. Observador privilegiado del orden, hu¨¦rfano de la imagen trivial al uso, se limita a jugar con las palabras. Esa limitaci¨®n obsesiva es su temido poder. Toma su lengua por espada y arremete contra la necedad -nunca contradictoria-, contra la corrupci¨®n de un siglo miserable, donde los corazones, ya entonces, no se atrev¨ªan a salir del pellejo.
Sin embargo, antes de que los tiempos redujeran su genio a un pu?ado de chistes, hablaban mal de ¨¦l. ?Por qu¨¦? ?No porque saben que obro mal, sino porque no saben hablar bien?. En cualquier caso, ¨¦l bien sabe que la partida est¨¢ perdida de antemano: ?Si juzgamos, somos aborrecidos; si callamos, causamos sospechas?. El habla por la herida fisica que fue herida moral -acuchilIada- en el exc¨¦ntrico Villamediana. Ambos maldijeron el centro de la ley, ambos proclamaron que el mundo est¨¢ mal hecho, ambos fueron a dar al desenga?o.
Quevedo, el periodista subjetivo, el retratista incorruptible del amado lodazal patrio, el so?ador para un pueblo sordo o ensordecido, el encarcelado por un decir, tan generoso al dedicar casi todas sus palabras -claras y oscuras- a los otros, terminar¨¢ por confesarse muy a destiempo: ?Vive para ti solo, si pudieres, / pues s¨®lo para ti, si mueres, mueres?. Mientras tanto, durante la dilatada, compleja y desesperada espera, ¨¦l, que nunca supo callar, nunca dej¨® tampoco de pensar que a menudo hace m¨¢s da?o el o¨ªdo que la lengua.
Babelia
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