La trampa del dictador
Hace m¨¢s o menos 45 a?os no hubiera podido decir de m¨ª qu¨¦ era lo que por entonces se denominaba, muchas veces abusivamente, un rojo. Mi rudimentaria ideolog¨ªa de entonces no daba para saber a ciencia cierta qu¨¦ es lo que quer¨ªa; todo lo m¨¢s -eso s¨ª, de manera segura-, lo que no quer¨ªa. Para decirlo de otro modo, en aquel tiempo era un conjunto de antis, de los que, entre otros menores, destaco estos dos: antifranquista y anticlerical.Desde mi perspectiva de ahora, cuando pienso en las escasas oportunidades cle un adolescente para formarse entonces como ciudadano, me parece que, pese a las limitaciones que ello lleva consigo, no estuvo mal el ser, cuando menos, anti-las-dos-cosas que he citado; mejor que no haber sido ni-tan-siquiera-anti; y mejor a¨²n, por supuesto, que haber sido pro, si, de acuerdo a los vientos que corir¨ªan, me hubiera dado por ser profranquista y proclerical. Uno y otro eran modelos negativos, antiniodelos, que rechazaba incluso visceralmente, y cuya utilidad, a falta de pos¨ªtividades, consisti¨®, naturalmente, en alejarlos de m¨ª como si fueran la peste. Me ocurr¨ªa con ellos lo que con un maestro que, a falta de otros (en el exilio, depurados o tal vez en el otro mundo) a los cuales optar, tuve en mi primera juventud: eran tan descarada su indecencia, que ante cualquier circunstancia que me suscitara problemas acerca de c¨®mo operar me preguntaba: ?Qu¨¦ har¨ªa L. -llam¨¦mosle as¨ª, con esta letra- en esta situaci¨®n? ?Har¨ªa tal cosa? Har¨¦ entonces exactamente lo contrario.
Mis antagonismos de adolescencia y primera juventud me fueron v¨¢lidos para orientarme en algunos momentos de la vida espa?ola en los que vi a muchos comportarse -hablo, naturalmente, desde mi punto de vista de entonces, y de ahora- con la mayor confusi¨®n. He aqu¨ª dos ejemplos,: ?Deb¨ªamos ir, como se nos requer¨ªa, a la plaza de Oriente a protestar pcir la retirada de Madrid de los embajadores decretada en la ONU? A mi juicio, no, y no fui. Era as¨ª que a Franco conven¨ªa que fu¨¦ramos, pues no se deb¨ªa ir. ?Deb¨ªamos ir de vez en vez, como se pretend¨ªa, ante la Embajada brit¨¢nica a pedir que los ingleses devolviesen Gibraltar? No; porque eso era justamente lo que el general deseaba. Lo ¨²nico que me faltaba, me dec¨ªa, es que los ingleses le den a Franco Gibraltar. Yo viv¨ªa entonces el franquismo, a falta de una consideraci¨®n genuinamente pol¨ªtica, como una pintoresca cuesti¨®n personal entre Franco y yo.
Mi raciocinio de entonces era el siguiente: los ingleses ocupan una m¨ªnima parte de territorio espa?ol; Franco, la totalidad que resta. Si los ingleses entregan Gibraltar no nos la devuelven, sino le a otro lo que a su vez usurp¨®. Alguien puso en entredicho mi patriotismo; para mis adentros, estaba convencido de mi raz¨®n. Imaginemos un momento la noche del 23 de febrero (de 1981, se entiende). Tejero, a falta de otras ocupaciones, se sube a la tribuna de oradores del Congreso y, sin dejar la pistola, instrumento de su usurpaci¨®n, se dirige a los se?ores diputados y les invita a pedir, a coro con ¨¦l, que los ingleses devuelvan Gibraltar. ?Ser¨ªa tachar de no patriotas a estos diputados si, a excepci¨®n de Blas Piflar, no se adhieren a la reclamaci¨®n tejerina? Una petici¨®n no es justa o injusta fuera de contexto. Hoy pedir a los ingleses que acaben de una vez con este asuntc, de Gibraltar es juego limpio y, desde luego, justo. Cuando lo ped¨ªa Franco era meramente un fraude, un vulgar ejercicio de picaresca internacional que, porfortuna, hubo de salirle mal.
He recordado estos d¨ªas todo esto, que ya ten¨ªa casi olvidado, a prop¨®sito de esa est¨²pida preguerra que acaba de provocar el dictador argentino por las Malvinas. ?Puede pedir este Galtieri que se marchen los ingleses sin antes desocuparse ¨¦l de su propio puesto en el que se encaram¨®? Ya es revelador de oportunismo e impericia pol¨ªtica el que unos dirigentes de partidos, ilegalmente inexistentes, acepten la burda maniobra del general que les secuestra y le respalden moralmente. En el colmo de las iron¨ªas, han sido testigos de c¨®mo el general concede a las Malvinas aquella Constituci¨®n que, de antemano, sus predecesores y ¨¦l mantienen abolida y que a s¨ª mismo se hab¨ªa dado el pueblo de Argentina. He aqu¨ª, pues, que en el archipi¨¦lago de las Malvinas los argentinos van a poder ejercer sus libertades y derechos de que en Argentina carecen. Aquellos que tengan necesidad de reclamar por los desparecidos, por los asesinados, por los torturados, por los encarcelados sin juicio en cualquier punto de Argentina, tienen ahora posib¨ªlidad de hacerlo viajando a las Malvinas. "Vay¨¢monos todos a las Malvinas", ha dicho c¨ªnicamente uno de esos dirigentes que no ha tenido empacho en rendir pleites¨ªa a su dictador. Los tratadistas de derecho internacional sin duda que ven las cosas m¨¢s complicadamente que yo, con dimensiones que a m¨ª no se me alcanzan. Mi punto de vista es sencillamente el de alguien que aplica, lo m¨¢s razonablemente que puede, lo que llamar¨ªa su propio sentido del derecho. En cualquier caso, me aterra pensar el alto precio que, como siempre, pagar¨¢ el pueblo -ahora toca al pueblo argentino- por la fraudulenta maniobra de que ha sido objeto por este dictador en turno.
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