Ecos de la censura
Santiago Moncada se interroga sobre la naturaleza humana. Y escribe una comedia. El personaje central es un et¨®logo que dicta un libro a su secretaria y, por tanto, pronuncia algunos fragmentos de doctrina acerca de este interrogante y nuestra situaci¨®n en la escala zool¨®gica. Desde mi incuria dir¨ªa que el resumen podr¨ªa hacerse con a frase porteril madrile?a del "No somos nadie". Bien, olviden ustedes el problema trascendente, no vaya a ser que acudan al teatro con la esperanza del enigma: qued¨¦monos con la comedia. El et¨®logo -Jes¨²s Puente- responde al personaje eterno del sabio distra¨ªdo y descuidado -luego se anima un poco m¨¢s- tiene una secretaria con la que hubo "algo" -un desliz del sabio- tiempo atr¨¢s, que ella querr¨ªa repetir.No lo consigue, ni aun con el sistema cl¨¢sico de alcoholizar al profesor. Pero en medio de todo esto, de una tormenta "con gran aparato el¨¦ctrico", como dicen los meteor¨®logos, irrumpe en la casa -aislada: campo y largo- una muchacha medio desnuda perseguida por un s¨¢tiro cheli con casco, mech¨®n verde, cazadora negra todos los atributos visibles. La muchacha -veinte a?os- es protegida por el profesor; queda con ¨¦l sola en la casa aislada y con tormenta, y resulta -cielos- que se parece a la primera esposa -y siempre amada- del et¨®logo. La muchacha tiene una abuela a la que telefonea; por un ingenio practicable se ve a la abuela recomend¨¢ndola que se decida a deshacerse de su molesta virginidad en una ocasi¨®n tan favorable.
Las tormentas no vuelven, de Santiago Moncada
Int¨¦rpretes: Licia Calder¨®n, Jes¨²s Puente, Amparo Larra?aga, Fernando Arbolella, Aurora Redondo. Escenograf¨ªa: Alfonso L¨®pez Barajas. Direcci¨®n: Angel Garc¨ªa Moreno. Estreno: 1 de diciembre de 1982. Teatro Pr¨ªncipe, Madrid.
La muchacha desciende de una familia dedicada din¨¢sticamente a la prostituci¨®n -por l¨ªnea, evidentemente, femenina- y parece renuente a aceptar su destino para que el que est¨¢ indudablemente bien dotada. La investigaci¨®n de la abuela, el desali?o del protector ed¨ªpico y un poco m¨¢s de alcohol, a?adido a la nostalgia del hombre por su esposa muerta, parecen decidir la situaci¨®n. Fin del primer acto. El segundo se compone de una escena de tirantez de la pareja con la secretaria celosa, de una aparici¨®n de la abuela que llega a agradecer la ceremonia de desfloraci¨®n y a requerir alg¨²n ¨®bolo para que as¨ª quede profesionalizada la ni?a.
Dejando aparte el problema de la ameba y de la disposici¨®n de las mol¨¦culas albuminoideas en el espacio, que molesta bien poco en la acci¨®n -y no tiene nada que ver con ella-, queda claro que Santiago Moncada obedece m¨¢s a las leyes del teatro de la ¨¦poca de la censura que a otra cosa. La ¨¦poca del teatro de la censura suele considerarse siempre mal, como si la censura fuese una superposici¨®n a una sociedad: la realidad es que una burgues¨ªa bien pensante hab¨ªa implantado -entre otras cosas- una censura y que una parte de esa burgues¨ªa subsiste y podr¨ªa quiz¨¢- acudir al teatro a ver algo que le correspondiese.
Si en El hombre del atardecer -que hizo Amparo Rivelles, t¨ªa de la jovencita Amparo Larra?aga que aparece en esta obra- hab¨ªa unas resonancias de Cheri, en ¨¦sta las hay de Gigi -la venta de la virginidad de la jovencita para que se dedique a la carrera din¨¢stica, a la que sobrepone la pureza-. No se dice esto por acusarle de nada -ni sombra de plagio, naturalmente: y Colette era otra cosa, otra emoci¨®n, otra escritura- sino por poner una fecha algo m¨¢s lejana a su verdadera vocaci¨®n intelectual: la belle ¨¦poque.
Los int¨¦rpretes, dirigidos por Angel Garc¨ªa Moreno, cumple profesionalmente su cometido. No fallan. Oscilan entre el primer oficio, los primeros a?os de Amparo Larra?aga, que tiene en su familia muchos de quienes heredar tablas, pero que conserva el temblorcillo de la primicia, y la vieja seguridad, solvente, de gran oficio, de Aurora Redondo. El joven Rafael Ramos de Castro -otra dinast¨ªa detr¨¢s- hace como puede el imposible personaje de cheli -lenguaje y personalidad que Moncada no puede alcanzar-, y Licia Calder¨®n un papel desairado, dif¨ªcil.
Naturalmente, el gran papel est¨¢ reservado a Jes¨²s Puente y a que ¨¦l desarrolle una personalidad propia que ha acreditado en tantas obras y tantos g¨¦neros: mezcla la evasi¨®n con la ternura, el humor y el amor. Se aplaudieron frases consideradas como ingeniosas, intervenciones especiales; hubo risas y aplausos, y el estreno termin¨® bastante bien, con el saludo ritual de todos ante las ovaciones.
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