Canetti, en la penumbra
Alguien escribi¨® en alguna parte que editar, cuando se edita por motivos culturales m¨¢s que comerciales, es constituir una biblioteca personal. La vieja discusi¨®n sobre qu¨¦ libros llevarse a la isla desierta, esa isla lejana y aislada en la que transcurrir el resto de los d¨ªas mientras el mundo se viene abajo, admite una respuesta similar. Uno ha de llevarse su biblioteca personal. Pero en ambos casos se cae en la petici¨®n de principios, pues subsiste el problema de decidir cu¨¢l es la biblioteca personal que uno mismo escoger¨ªa entre las infinitas bibliotecas posibles, cuya totalidad es esa infinita biblioteca de Babel imaginada por Borges. Sobrevivir en una isla desierta, como editar por razones culturales m¨¢s que comerciales, requiere una gran dosis de confianza y un m¨ªnimo de habilidad para rodearse de elementos que ayuden a vivir. La biblioteca personal de un editor cultural m¨¢s que comercial contiene un poco de todo, desde luego, pero en ella figuran algunos libros que no s¨®lo instruyen y proporcionan el placer sensual de la lectura, sino que ayudan a vivir.Uno de esos libros de mi biblioteca personal es Masa y poder. Esta obra, con la que di por razones fortuitas y gracias a un amigo americano que tuvo la buena idea de aconsej¨¢rmela hace ya 15 a?os, me ayud¨¦ a vivir, y sigue ayud¨¢ndome, por v¨ªas poco ortodoxas. En el mejor sentido de la palabra, me ayud¨® a envejecer (en cuanto envejecer significa ir ensanchando el enfoque personal, abarcar cada vez m¨¢s mediante un sabio distanciamiento de los ¨¢rboles que puedan ocultar el bosque). Probablemente este movimiento hacia atr¨¢s, o hacia arriba, tenga un v¨ªnculo ¨ªntimo con la acci¨®n de conocer, en cuyo Zaso se podr¨ªa decir que envejecer, en el mejor sentido de la palabra, es conocer.
Otro modo de encarar el proceso ser¨ªa el de tratar de comprender la esencia del informarse y del formarse, y zanjar claramente la diferencia entre la adquisici¨®n de informaci¨®n y la acci¨®n de darse forma, como diferencia entre juventud y vejez. Este ¨¢ngulo tiene la parad¨®jica ventaja de adjudicar al envejecimiento una de las cualidades que por antonomasia se le adjudica a la etapa m¨¢s joven del ser pensante: la capacidad de formarse. Visto as¨ª, el Ebro en cuesti¨®n tiene la milagrosa virtud de rejuvenecer el esp¨ªritu.
Pero el hecho fortuito por el que llegu¨¦ a este tomo tuvo secuelas. El mismo amigo americano que me lo provey¨®, me dio a leer, acto seguido Auto de fe. La diab¨®lica t¨¦cnica narrativa que se revela en la primera p¨¢gina, por la que mediante un di¨¢logo entre un adulto y un ni?o se escudri?a no ya la psique del protagonista, sino su anatom¨ªa espiritual no es sino la expresi¨®n de un genio literario. Lo importante para un editor cultural m¨¢s que comercial como para quien ha de sobrevivir en una isla desierta, viene luego, cuando esa despiadada mirada indiscreta en las v¨ªsceras espirituales del protagonista resulta ser mucho m¨¢s: algo como un minucioso mapa de un rasgo propio no ya del protagonista, sino de una determinada especie de ser humano. A partir de esas dos obras, mi suerte estuvo echada. Y cuando puse en marcha mi propia editorial, lo primero fue pedir os derechos de los libros de Canetti para la lengua castellana inexplicablemente disponibles en 1973.
Con la concesi¨®n de estos derechos Reg¨® a mis manos El otro proceso de Kafka. En este caso, el proceso cognoscitivo era inverso. En lugar de escudri?ar las v¨ªsceras espirituales de un personaje y llegar a cartografiar un rasgo propio de un segmento de la especie humana, la pesquisa se autoacotaba limit¨¢ndose a cristalizar, poco a poco y a partir de los elementos escasos de un epistolario, la diamantina representaci¨®n del creador Eterario m¨¢s asombroso de nuestro siglo. Luego fue La lengua absuelta y, despu¨¦s del Nobel, La antorcha al o¨ªdo, las dos primeras entregas de unas confesiones que me dejaron at¨®nito. Mi reacci¨®n primera fue de pudor, como la que el mismo Canetti sinti¨® ante las cartas a Felice. Del pudor, y no sin hacer acopio de valent¨ªa, pas¨¦ a la experiencia de una ins¨®lita impotencia ante una ferocidad singular (singular por su aspecto ostensiblemente seductor). Pintar la propia infancia, la propia adolescencia, y hacerlo a la vez con la filosa frialdad del cirujano y la roma aprensi¨®n del paciente, no me pareci¨® f¨¢cil ni frecuente. Hab¨ªa en ello, o por encima de ello una preocupaci¨®n por curar que se da en ciertos m¨¦dicos en los que se deduce, se adivina, se concibe una intensa carga de ternura.
Y ahora es El juego de ojos, nuevamente con la ferocidad introspectiva de la confesi¨®n. Se me ha preguntado por qu¨¦ no he editado yo los otros libros de Canetti (los ensayos, La provincia del hombre, Las voces de Marrakesh). Eso es s¨®lo con secuencia del reducido tama?o de mi editorial y la imposibilidad de jugarlo todo a un solo autor. He editado todo lo que he podido, de 1976 a 1981, antes de que a Canetti se le pren¨²ara en Estocolmo, sin grandes resultados comerciales. Mi deseo hubiera sido que alg¨²n otro editor preferiblemente m¨¢s grande que yo se animara a editar alg¨²n Ebro de Canetti, con lo que posiblemente mis propias ediciones habr¨ªan con seguido cifras de venta menos bochornosas, arrastradas por la publicidad que, me dec¨ªa a m¨ª mismo, mi competidor hubiera hecho y que a m¨ª, por razones financieras, me estaba vedada. No tuve esa suerte. Tuve, es verdad, un dulce desquite el 15 de octubre de 1981, cuando se fall¨® el Nobel. Y ahora s¨ª, sin vacilar, editar¨¦ en castellano, si no desfallezco, todo lo que El¨ªas Canetti edite en su alem¨¢n.
Traducir a Canetti
Traducir a Canetti, ya se sabe, es extremadamente dif¨ªcil. Sus traductores dan fe de ello, y no debe extra?ar que en lenguas tan difundidas como el franc¨¦s no se le haya hecho siempre justicia. Desde mi ¨¢ngulo editorial, s¨®lo puedo decir que he pasado largas e inolvidables semanas ante una frase de la que no estaba del todo convencido, cotejando ediciones en varias lenguas y diccionarios de vario tipo, ensayando giros y variantes, conversando largamente por tel¨¦fono con el traductor, que terminaba a veces por remitir el problema al propio autor. Estoy seguro de que mis ediciones son el resultado de haber hecho todo lo que hab¨ªa por hacer, si bien estoy menos seguro de que el resultado sea uniformemente satisfactorio.
Un editor de Canetti, si encuentra la aprobaci¨®n de Canetti, tiene buenos motivos para considerarse justificado en sus desvelos. La recompensa, aunque se hizo esperar, lleg¨® cuando, de manera del todo inesperada, Canetti obtuvo el Nobel. Fue entonces que los largos a?os de inversi¨®n, de trabajo y de espera fueron premiados con la extraordinaria posibilidad de conocer personalmente al autor.
Fue en Estocohno, en diciembre de 1981, y el encuentro tuvo lugar al pie de la suntuosa escalera del Grand Hotel. Con paso r¨¢pido, un grueso abrigo y un gorro de astrac¨¢n gris, Canetti descend¨ªa evidentemente para salir a la calle. Lo detuve y me present¨¦. M¨¢s bien bajo, de ojos peque?os y mirada penetrante, con gestos secos y en¨¦rgicos me dio la mano dici¨¦ndome que lamentaba no poder conversar ah¨ª mismo conmigo, pues lo esperaban. Le present¨¦ a n¨² mujer y se quit¨® el gorro de astrac¨¢n. Su cabello sutil, lacio y blanqu¨ªsimo literalmente irrumpi¨® en el vest¨ªbulo del hotel como una Bamarada de hielo. Nos dimos cita en su habitaci¨®n para el d¨ªa siguiente.
Sentados a uno y otro lado de una peque?a mesa, conversamos casi una hora. Le mostr¨¦ mis ¨²ltimas ediciones de su obra y, mientras convers¨¢bamos, sucedi¨® algo que hasta hoy me sorprende: a medida que ¨ªbamos cambiando de tema, Canetti cog¨ªa tal o cual libro y me lo dedicaba; y las dedicatorias, que releo hoy con un narcisismo que no quiero disimular, correspondieron, una a una, no ya al libro en cuesti¨®n, sino al tema de nuestra conversaci¨®n en ese momento. Y como si este hecho curioso no bastase, el orden en que iba dedic¨¢ndomelos coincid¨ªa exactamente con el de su aparici¨®n.
De pronto, en medio de la conversaci¨®n, le o¨ª echar pestes de una traducci¨®n de La lengua absuelta. "En la primera p¨¢gina, mire usted, en la primera p¨¢gina, ponen Karlsruhe, en lugar de KarIsbad. ?Qu¨¦ tiene que ver Karlsruhe, d¨ªgarne usted, con Karlsbad? ?Bad, bad, aguas, tiene que ver con aguas, y esta gente me pone Karlsruhe!". Un sudor fr¨ªo me corri¨® por el espinazo, pues no recordaba si en mi propia edici¨®n dec¨ªa lo uno o lo otro. Con cierto disimulo cog¨ª el ejemplar de mi edici¨®n que hab¨ªa sobre la mesa, pero Canetti no me dio tiempo a mirar. Sonriendo, me quit¨® el libro de las manos, dijo que estaba muy bien y me lo dedic¨®. El lector de estas l¨ªneas ha de imaginar no ya mi alivio, sino mi asombro ante la detenida atenci¨®n con que el autor hab¨ªa examinado cada edici¨®n extranjera de sus libros.
Asediado por la Prensa internacional, refugi¨¢ndose en su casa de Z¨²rich, donde vivi¨® largas semanas atrincherado con su esposa y su hijita de nueve a?os, no fue sencillo conseguir, un par de meses m¨¢s tarde, que me recibiera. Muy susceptible a la eventualidad de que nuestra conversaci¨®n se tradujera en una entrevista -que no concedi¨® a ning¨²n periodista del mundo-, cuando por fin estuvimos a solas a uno y otro lado de su desnuda mesa de trabajo, sus cabellos blancos y su mirada penetrante me desarmaron y no supe c¨®mo empezar una conversaci¨®n que, una vez comenzada, dur¨® cinco horas. Canetti no quiere entrevistas, y no contar¨¦ hoy nuestro di¨¢logo. S¨®lo dir¨¦ que en enero en Suiza a las cinco de la tarde ya es de noche; que enfrascados en la charla no encendimos ninguna luz; que por la ventana entraba apenas la oscuridad violeta del cielo invernal, y se ve¨ªan iluminadas algunas ventanas en los que la humanidad preparaba cenas, miraba o dorm¨ªa ante la televisi¨®n, estudiaba o dialogaba o no dialogaba; y que, impert¨¦rritos, sin vemos las caras, Canetti y yo viaj¨¢bamos muy lejos de all¨ª, aut¨¦nticas m¨¢scaras ac¨²sticas comunic¨¢ndose por el timbre de voz y los silencios. Quiz¨¢, por encima de todo ¨¦xito editorial, ese momento, ese singular instante l¨²cido en la penumbra, sea mi premio Nobel personal, que acept¨¦ gustoso y que atesorar¨¦ para siempre.
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