Morir en el ruedo
Yiyo ha muerto en el ruedo. No ha habido para ¨¦l quir¨®fano de enfermer¨ªa ni lenta agon¨ªa de hospital. Yiyo ha muerto al pie del estribo, sobre la arena ¨¢spera de la plaza de un pueblo castellano y ante la at¨®nita mirada de la muchedumbre circular que lo aclamaba, en los instantes anteriores a su ¨²ltimo estertor, con gritos de "?torero, torero!".Ha tenido la muerte que Valle Incl¨¢n deseaba para Juan Belmonte. "Para ser perfecto", le dijo al trianero el genial escritor, "s¨®lo te falta morir en el ruedo". Para la f¨²nebre est¨¦tica de don Ram¨®n, Yiyo ha sido perfecto.
Esta muerte p¨²blica, en el escenario de la fiesta, ha dado a los espectadores la oportunidad de presenciar el tr¨¢gico final de su ¨ªdolo. Cuando Yiyo velaba sus ojos con las ¨²ltimas tinieblas, en brazos de su cuadrilla, una indefinible sensaci¨®n recorri¨® los grader¨ªos. Todos presentimos que la muerte estaba all¨ª, "la vieja puta", como la llamaba Hemingway, aquel vitalista que -curiosa paradoja- tanto sab¨ªa de sangre y de campanas doblando a funeral. All¨ª estaba la muerte, agazapada en los entresijos del crep¨²sculo, y todos sentimos en el rostro el helado roce de su negra hopalanda. No se sab¨ªa muy bien por qu¨¦ ni c¨®mo, pero all¨ª estaba.
Las l¨¢grimas de Jos¨¦ Luis Palomar y la rabia desatada de Anto?ete al arrojar su capote subrayaron con trazo en¨¦rgico la sensaci¨®n de los espectadores. Los toreros s¨®lo lloran cuando uno de ellos se ha ido tras el burladero del m¨¢s all¨¢. Los que dec¨ªan que no pod¨ªa ser, que el torero no hab¨ªa muerto, tuvieron que rendirse a la evidencia. Y una mujer, con intuici¨®n sutil y seguridad convencida, dijo amargamente: "Le ha partido el coraz¨®n".
Todos salimos de la plaza con la boca amarga, con el sabor a fuera que tan bien conoc¨ªa Miguel Hern¨¢ndez. Algunos se aferraban todav¨ªa a una optimista esperanza y dec¨ªan a quien quisiera o¨ªrlos que Yiyo no hab¨ªa muerto. La inercia de vivir un momento hist¨®rico llev¨® a muchos a la puerta de la enfermer¨ªa. Era, otra vez, el gent¨ªo que "romp¨ªa las ventanas", como en el Llanto por la muerte de S¨¢nchez Mej¨ªas, de Garc¨ªa Lorca. Y en aquel lugar, con polic¨ªas nerviosos y apresuradas entradas y salidas de no se sab¨ªa qui¨¦n, la muerte se hizo todav¨ªa m¨¢s palpable. Los que vieron llorar al padre del torero y al mozo de estoques ya no necesitaban hacer m¨¢s preguntas. Y se quedaron all¨ª, a la puerta ocre y semipodrida de la enfermer¨ªa, esperando qui¨¦n sabe qu¨¦.
Hab¨ªamos visto morir a un torero y todos ¨¦ramos duramente conscientes de que asist¨ªamos a algo as¨ª como el sacrificio de un hombre lleno de vida y triunfo a un dios cruel y desconocido. Y uno se preguntaba qu¨¦ tiene esta fiesta de grandeza y miseria, en la que mueren, en un soplo de viento, hombres de 21 a?os alegres como junios.
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