El grito
En este mundo hay una siguiriya que se inicia, solemnemente, con una falseta de pudoroso desconsuelo con la que Paco de Luc¨ªa abre con suavidad la puerta misteriosa del ensimismamiento; luego escuchamos la voz de Camar¨®n, templ¨¢ndose al borde de un ilusorio palacio de la pena; entonces, sobre la arquitectura de un comp¨¢s elaborado con rasgueos y rematado con el. pulgar en los bordones, se escucha una voz a la vez entusiasmada y exigente: "?Ale, Camar¨®n, vamo a cant¨¢ como cantan lojhitano!"; a¨²n, una falseta m¨¢s, con la que Paco deja a Camar¨®n la m¨²sica temblando y, por fin, en un silencio incandescente y casi monstruoso, un silencio de luto puro (la guitarra interminablemente callada, sabia e interminablemente callada); por fin, el grito. El grit¨® de la siguiriya.El grito de la siguiriya es uno de los asuntos m¨¢s serios que han ocurrido en la historia del arte, en la historia de Espa?a y en la historia del hombre. Acaso no ha existido jam¨¢s en este mundo un malherido que haya pronunciado el monos¨ªlabo ay con mayor orfandad ni mayor elocuencia. Acaso nadie jam¨¢s en este mundo pronunci¨® esas dos letras con tanta carga de cat¨¢strofe y de huracanada belleza musical como las emiten algunas gargantas flamencas al abrir una siguiriya. Por cierto, esa palabra, ay, no tiene traducci¨®n y no la necesita: todas las criaturas del mundo, en cualquier idioma del mundo, la pronuncian cuando se duelen. Esa palabra no tiene fronteras y todo el mundo la comprende porque es la palabra suprema del dolor, y el dolor es un idioma universal.
Ese grito, el grito de la siguiriya, es desde luego uno de los instantes m¨¢s altos, quiz¨¢ el m¨¢s alto, de toda la historia de la m¨²sica vocal. Ese grito es el momento m¨¢s encarnizado de la historia de las m¨²sicas que los seres han inventado para contar la premura de su vieja desgracia. En ese grito se re¨²ne de manera instant¨¢nea toda la herencia de dolor, de resistencia y de fatalidad que a nuestra especie le ha correspondido. Ese grito es el lucero del alba de la m¨²sica y, a la vez, la huella dactilar de lo, que ocurre en las entra?as de la especie. Ese grito es el fogonazo que ilumina toda la oscuridad del raro tr¨¢nsito de esta rara especie. Ese grito es la incandescencia que rompe en dos mitades exactas la historia del dolor. Ese grito es la estocada que va certeramente desde el confin de la inocencia al confin de la adversidad. Ese grito es la venganza de la congoja. Algo eminentemente verdadero le sucede a la especie cuando suena ese grito.
En ese grito, en fin, acuden juntos, desde la turbulencia de nuestras emociones, lo irreparable y el consuelo, el estrago y la confortaci¨®n. Ese grito en un espejo en donde vemos el rostro resurrecto de nuestros antepasados enharinados en la eternidad del olvid¨® y platicando con el rostro de nuestros descendientes, a quienes no conoceremos nunca y que no sabr¨¢n c¨®mo ¨¦ramos. Ese grito abrocha el v¨¦rtigo del pasado y el v¨¦rtigo del porvenir, un v¨¦rtigo homog¨¦neo dentro del cual nos sabemos presentes, moment¨¢neos y abandonados. Ese grito abrocha tr¨¢gica y primorosamente los. bordes de la herida humana, la absolutamente incurable. Ese grito es un espejo en donde vemos, entreverados, nuestro orgullo y nuestra humillaci¨®n, nuestra resistencia a morir y nuestra finitud.
La voz de Jos¨¦ Monje era una voz forjada en la fragua donde crepita el diccionario de la siguiriya. Su voz era una voz de siguiriya. Cantase lo que cantase, siempre la siguiriya asomaba una mano, y esa mano era una garra muy apretada para que no se derramase la, l¨¢grima que habita dentro. La voz de Camar¨®n era un prodigio: era una voz de siguiriya. Cantase lo que. cantase, sus cantes siempre se nos acercaban a la carne para darle calor y para que les di¨¦semos calor. Aquella voz ten¨ªa el inmenso coraje del desvalimiento absoluto. La voz de Camar¨®n era la voz de su majestad el desamparo.
El sonido, a la vez feroz y desvalido, de la siguiriya se hab¨ªa quedado a residir en las profundidades de Jos¨¦ Monje. Por eso, todos sus cantes, al ser lamidos por su voz, amenazaban con ser siguiriyas. Y de pronto, en un instante de su vida (ya hab¨ªa conocido una infancia derramada por los autobuses de Chiclana y de C¨¢diz cantando de limosna, ya hab¨ªa escuchado el martillo de su padre en el yunque de la fragua de la calle de la Amargura, ya hab¨ªa recorrido los bell¨ªsimos barrancos de m¨²sica en las madrugadas de la Ventas de Vargas, ya llevaba alg¨²n tiempo escuchando desde muy cerca la guitarra del m¨¢s grande m¨²sico flamenco de la historia), de pronto, hacia los 20 a?os, grit¨® por siguiriya, y ese grito se qued¨® rebotando por los callejones de la vida para sobrevivirse, y ese grito nos demostr¨® que aquel chiquillo lo sab¨ªa todo ya sobre la desventura.
A partir de ese instante, de la constancia notarial del conocimiento del dolor, la vida de Camar¨®n no ten¨ªa opciones. Ten¨ªa que ser lo que fue: un reguero de ¨¦xitos y de tribulaciones, engendrar unos ni?os, cantar flamenco y disiparse emponzo?ado en la maldici¨®n de las drogas. Creaci¨®n y destrucci¨®n. La generosidad de su trabajo y el desmoronamiento de su vida. Enriquecer la vida con su arte y disolverse en la devastaci¨®n. "Di tu palabra y r¨®mpete". Se ha roto ya, y su palabra fue la palabra ay. Su palabra fue un grito. El grito de la siguiriya.
El grito que ven¨ªa desde finales del siglo XVIII; cuando naci¨® el flamenco (no es cierto: ese grito ten¨ªa milenios de edad, pero fue en el amanecer del flamenco cuando encontr¨® por fin su forma), el grito que hab¨ªa pasado por la fragua donde trabajaba su padre y que m¨¢s tarde se le peg¨® a los huesos cuando sub¨ªa sin pagar a los autobuses de l¨ªnea a cantar por lo que le dieran. Ese grito, desde los abismos del coraz¨®n de Jos¨¦ Monje Cruz, son¨® para mostrarnos que lo mejor de todos nosotros, es nuestra porci¨®n de desamparo y de marginaci¨®n.
Jos¨¦ Monje Cruz muri¨® para que no olvidemos que una porci¨®n de todos y cada uno de nosotros, all¨¢ en el fondo, est¨¢ verdaderamente en, soledad, sin otra compa?¨ªa que un silencioso grito de dolor. La siguiriya convirti¨® ese silencio en m¨²sica. Camar¨®n de la Isla coloc¨® en lo alto de esa m¨²sica una bandera de miel y desamparo.
Babelia
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