Schindler
Schindler, el industrial alem¨¢n que salv¨® a cientos de jud¨ªos de morir en el Holocausto solo ten¨ªa una modesta calleja a su nombre en Frankfurt, una tumba, un ¨¢rbol y unos miles de recuerdos agradecidos en Israel. Ahora ha saltado a la fama mundial. Alem¨¢n y empresario, sin mayor inter¨¦s por la pol¨ªtica, congeni¨® con los nazis y medr¨® bajo el Tercer Reich. A¨²n m¨¢s, nos cuentan que era vanidoso, mujeriego, bebedor y juerguista, manirroto y, en el ocaso de la vida, un hombre sumido en la soledad y el fracaso.?Qu¨¦ distingui¨® a este hombre para que su memoria conmueva ahora a millones? A primera vista, que hizo lo que no se esperaba de el. ?En que se diferenciaba de Amon G?th, el comandante de las SS en el campo de concentraci¨®n de Paszow, donde deb¨ªan morir los hombres, mujeres y ni?os a los que Schindler arranc¨® a la suerte de millones de jud¨ªos centroeuropeos? G?th, ejecutado despu¨¦s de la guerra, era un asesino que lleg¨® a matar de un tiro en la cabeza a su limpiabotas, el peque?o jud¨ªo David Mond, de trece a?os, por descuidarse al pulir sus botas. No eran estos dos hombres antag¨®nicos en ideolog¨ªa, creencia o educaci¨®n. Quiz¨¢s todo se reduzca a una -abismal- diferencia: Schindler fue una de esas personas -hubo muchos miles y sin embargo aterradoramente pocas- que logr¨® conservar bajo la inmensa presi¨®n del r¨¦gimen y la ideolog¨ªa nacionalsocialista la calidad diferenciadora en el ser humano que es la piedad. G?th no.
No fue el nazi el primer r¨¦gimen en combatir la piedad como el gran enemigo a batir en los individuos para hacerlos mas manipulables, m¨¢s implacables, m¨¢s insolidarios, deshumanizados en definitiva. Desde la Inquisici¨®n, todos los totalitarismos han combatido esa capacidad de compasi¨®n que mueve al hombre a sentir la tragedia ajena y actuar en ayuda del otro, del semejante que sufre.
En la percepci¨®n de esa semejanza entre los humanos por encima de todas las caracter¨ªsticas diferenciadoras est¨¢ el ant¨ªdoto al odio sobre el que cabalgan los reg¨ªmenes criminales. Hoy volvemos a ver como en los Balcanes, pero no solo all¨ª, despu¨¦s de d¨¦cadas de minar la semejanza con la ret¨®rica del enemigo de clase, se ha recurrido con m¨¢s ¨¦xito a la de la raza. Las consecuencias son conocidas. El cr¨ªmen se convierte en l¨®gica, incluso en placer y obligaci¨®n. Karadzic y Baruch Goldstein o el odio al otro.
Que nadie piense que habitantes ilustrados de sociedades del bienestar- somos inmunes a este asalto del odio, a la quiebra de la percepci¨®n de la semejanza, como no lo fue la sociedad alemana de Schindler. Una lectura atenta de la prensa europea revela que la suspicacia contra colectivos, razas o religiones son omnipresentes. Y son la termita que corroe la piedad en los individuos. Hace d¨ªas un columnista en un diario madrile?o acusaba a individuos de Nueva York "con levita y tirabuzones" de propiciar el hundimiento de la econom¨ªa espa?ola. Antisemitismo puro y duro. Otros calificaron los planes de Volkswagen en Barcelona como un nuevo "Auschwitz", a los japoneses de repetir Pearl Harbour en Linares. La desmesura como licencia literaria es inofensiva en ciertos c¨ªrculos. En otros no. En Madrid han aparecido pintadas amenazando con un "Catalanes, recordad Sarajevo". Seguro que los que lanzaron la campa?a contra la pol¨ªtica educativa catalana no lo pretend¨ªan. Pero existe un nexo entr¨® ambos hechos. No es la raz¨®n la que impide el odio. Muchos nazis eran muy racionales. Es la convicci¨®n de que ellos son, somos, nosotros. Las cruces gamadas en los estadios; la xenofobia entre la juventud, demuestran las graves fisuras en esta percepci¨®n de la semejanza. Es f¨¢cil crear recelo y odio con fines cremat¨ªsticos o pol¨ªticos. Es mucho m¨¢s dificil desmontar estas pasiones ya desatadas. Convendr¨ªa pues un esfuerzo de responsabilidad colectiva para evitar que caigamos en situaciones en las que el mero ejercicio de la piedad conviertan a un hombre en h¨¦roe, como a Schindler.
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