En Mercedes, hacia la eternidad
Como suele ocurrir, la revista ?Hola! tuvo m¨¢s visi¨®n del futuro de la desdichada Diana Spencer que Rita Rogers, la vidente a quien la princesa acudi¨® hace semanas, acompa?ada por Dodi en uno de los helic¨®pteros de Harrods. Rogers -que ya patin¨® al predecirle a Sarah Ferguson una Improbable boda con el hijo de John F. Kennedy- se limit¨® a anticipar excelentes augurios para el idilio entre la ex de Carlos de Gales y el primog¨¦nito del magnate egipcio Mohamed al Fayed. Pero ?Hola!, en su pen¨²ltimo n¨²mero, se hac¨ªa eco de las afirmaciones de personas del entorno de Lady Di, en el sentido de que, en el inicio de esta ¨²ltima relaci¨®n suya, pod¨ªa haber influido positivamente "el hecho de que Dodi tiene todos los millones necesarios para dar a una princesa toda la protecci¨®n que necesita y puede transportarla r¨¢pidamente en su helic¨®ptero o en su jet privado a lugares encantados". Bien, dicho y hecho: Dodi la transport¨® en Mercedes a la eternidad. Con ch¨®fer propio y d¨¢ndole escolta hasta la misma puerta.Si algo resulta m¨¢s pat¨¦tico que la tr¨¢gica muerte de Diana Spencer en una madrugada parisina es que, una vez m¨¢s, no vivi¨® su propio fin, como no vivi¨® su propia vida desde el momento en que uni¨® su destino al de los Windsor al casarse con Carlos de Inglaterra el 29 de julio de 1981. Ten¨ªa entonces 20 a?os y se cre¨ªa un personaje de las novelas rosas escritas por su abuela por parte de madrastra, Barbara Cartland, una Cenicienta que ve¨ªa recompensada su infancia desdichada por el divorcio de sus progenitores y su desorientada adolescencia que la hizo abandonar los estudios y convertirse en err¨¢tica puericultora. Poco despu¨¦s del sonado enlace vendr¨ªa el descubrimiento de la realidad, del hecho de que Carlos la eligi¨® para futura reina sin amarla y sin renunciar a su relaci¨®n con Camilla Parker-Bowles.
Ni siquiera el nacimiento del heredero. Guillermo, en 1982, ni el de Enrique, dos a?os m¨¢s tarde, apaciguaron las ansias de romanticismo de Diana, enfrentadas duramente a la indiferencia de Carlos. Exasperada y obligada a bregar con el implacable protocolo de Buckingham Palace, se entreg¨® a la bulimia, a la anorexia, a las autolesiones e intentos de suicidio, y a alg¨²n que otro amante. Al airearse sus problemas en la prensa brit¨¢nica -y el deseo de revancha de Diana respecto a la familia real tuvo mucho que ver con ello-, la propia reina Isabel II, aquejada de annus horrlbilis, tuvo que reconocer lo inevitable: que era mejor llegar a una separaci¨®n digna que seguir arrastrando la. marea de desperdicios que Lady Di, por el mero hecho de existir, agitaba.
As¨ª fue como, en el 92, un estirado John Major comunic¨® oficialmente desde el Parlamento la separaci¨®n de los pr¨ªncipes de Gales. El divorcio se hizo efectivo un a?o m¨¢s tarde, y las condiciones no resultaron desfavorables para Diana: le quedaba el palacio de Kensington como residencia, tratamiento de princesa, acceso a sus hijos y unos 3.000 millones de pesetas, m¨¢s joyas. Le anularon las tarjetas de cr¨¦dito, eso s¨ª, y resulta premonitorio que Diana lo descubriera precisamente al intentar pagar en Harrods, de cuyas rebajas era fan¨¢tica.
Desde entonces, y a pesar de sus amargas quejas acerca del seguimiento atroz a que la someti¨® la prensa -sus ¨²ltimas declaraciones, publicadas en una reciente entrevista a Le Monde, denunciaban que los periodistas s¨®lo estaban interesados en sus errores-, Diana utiliz¨® con astucia a la opini¨®n p¨²blica, en detrimento de la popularidad de la familia real brit¨¢nica, que arrastr¨® a sus cotas m¨¢s bajas. Cada vez que iba a tener lugar un acto relacionado con la reina y su entorno, Diana se las arreglaba para proporcionar carnaza a la prensa: unas fotos en top less falsamente robadas, un viaje, una visita de caridad, y las portadas eran suyas. Su entrevista exclusiva a la BBC -en la que, pese a reconocer sus relaciones ad¨²lteras con el comandante James Hewitt, su profesor de equitaci¨®n, propagaba la especie de que Carlos de Gales es demasiado ego¨ªsta, mal padre e inmaduro para reinar- supuso todo un ejemplo de c¨®mo se serv¨ªa Diana de la prensa, y c¨®mo iba cimentando, poco a poco, su imagen de v¨ªctima.
Lo que Diana no pod¨ªa saber era que la trampa que estaba te jiendo contra la fr¨ªa y est¨²pida Monarqu¨ªa brit¨¢nica acabar¨ªa por volverse contra ella, y que la prensa de este fin de siglo es un monstruo insaciable que pide m¨¢s y m¨¢s. Puede que, al entregarse a Dodi Fayed, Lady Di pensara seguir el ejemplo de Jacqueline Kennedy, que s¨®lo pudo escapar a su viudez poni¨¦ndose bajo la custodia de un hombre inmensamente rico. El problema es que, mientras que Jackie sorprendi¨® a todos el mismo d¨ªa en que se cas¨® con el hombre que le compr¨® una isla, Diana no pudo esperar a que los Windsor supieran que ten¨ªa entre manos al heredero del odiado propietario de Harrods, el turbio millonario egipcio a quien la reina nunca quiso en tregar un pasaporte brit¨¢nico. Dodi fue, para Diana, un nuevo instrumento de venganza; Diana, una posibilidad de revancha para los Al Fayed. En medio, la prensa jug¨® su sucio papel.
Al estrellarse en un t¨²nel de Par¨ªs, en una madrugada, junto a un personaje como Dodi Fayed, Diana Spencer no muere como princesa, sino como acompa?ante de un playboy que sigue los pasos, en vida y muerte, de los Baby Pignatari y Al¨ª Jan que tambi¨¦n se mataron en la Ciudad Luz, en d¨¦cadas precedentes, despu¨¦s de una juerga. Pat¨¦tica mujer, pat¨¦ticos paparazzi pat¨¦tica prensa sensacionalista, pat¨¦ticos buitres todos, siguiendo estas aventuras como los enfermos siguen la televisi¨®n en la ¨²ltima secuencia de la pel¨ªcula Tesis.
Y pat¨¦tico fin de siglo, en el que sus dos m¨¢rtires, sus dos mitos, sus dos emblemas son un modisto hortera asesinado por un psic¨®pata y una muchacha que, cuando supo que no iba a reinar, quiso ser reina de corazones.
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