LA CR?NICA El coraz¨®n de Ruestes IGNACIO VIDAL-FOLCH
Joan Pon? le ten¨ªa gran admiraci¨®n a Dal¨ª, hasta el punto de haber dedicado una revista a su mayor gloria, y cuando pasaba temporadas en Cadaqu¨¦s frecuentaba la casa de Portlligat. Un d¨ªa Dal¨ª le ense?a una colecci¨®n de dibujos, echando uno tras otro en el suelo de su estudio. "?Te gusta ¨¦ste?". A Pon? le gusta. "?Y este otro?". A¨²n m¨¢s. "?Y ¨¦ste?". A Pon? le gustan casi todos. Una vez que los han visto y comentado, parsimoniosamente Dal¨ª se pone a mancharlos con regueros de pintura negra. -?Pero qu¨¦ haces? -se alarma Pon?-. ?Eran estupendos! -?Bah!, ya los tengo vendidos. De las varias conclusiones que admite esta escena, la m¨¢s desacertada ser¨ªa la del cinismo de Dal¨ª. ?Por qu¨¦ se pelearon los dos pintores? Un d¨ªa, Pon?, que era un exagerado y que hab¨ªa estado encerrado en un psiqui¨¢trico (pero ¨¦sa es otra hilarante historia), le dice a Dal¨ª: -T¨² te vanaglorias de estar loco, pero eres un loco farsante, un impostor, y no como yo, que soy un loco aut¨¦ntico y lo puedo certificar con documentos oficiales. Provocaci¨®n a la que Dal¨ª respondi¨® indignado: "?C¨®mo, as¨ª que yo soy un farsante y t¨² eres aut¨¦ntico?", y lo ech¨® a patadas de su casa, contraviniendo todas las leyes de la hospitalidad y demostrando que si no era un loco aut¨¦ntico por lo menos lo fing¨ªa bien. Con el tiempo debi¨® de arrepentirse de aquel arrebato, porque de vez en cuando le preguntaba a Pitxot: "Qu¨¨ fa el Pon??" Lo que hac¨ªa, entre otras cosas, era cocerse al fuego lento del rencor y, sentado en la playa de Portlligat, espiar con el rabillo del ojo la casa del ex amigo. Un d¨ªa lo vio asomado a la ventana. Dal¨ª le vio a ¨¦l; sale de la casa, se sienta en la arena a su lado y se pone a charlar con ¨¦l como si nada hubiera pasado. Aquello fue para Pon? una gran lecci¨®n moral, una lecci¨®n contra el orgullo, seg¨²n le confes¨® a Ruestes. Ruestes, Francesc Ruestes, me encanta repetir su dif¨ªcil apellido, Ruestes, que ahora expone en Barcelona (Senda) y en Madrid (Malborough), ten¨ªa entonces 19 a?os, acababa de licenciarse en Bellas Artes, no se entend¨ªa con los colegas de su generaci¨®n y con gran desparpajo se dedicaba a frecuentar y aprender de los pintores y escultores que le interesaban y que eran mucho mayores que ¨¦l: Dal¨ª, Brossa, Pon?, y Grauger, cuyo recuerdo venera y que ha pasado al imaginario colectivo, ?ay!, por la Jirafa coqueta y el Buey pensante de la Rambla de Catalunya. Ahora estoy con Ruestes en la galer¨ªa barcelonesa, escuchando esas an¨¦cdotas y recuerdos, y contemplando las piezas de su exposici¨®n, La purificaci¨®n de los malos esp¨ªritus. En general me gusta el trabajo de Ruestes y de esta exposici¨®n me gustan unas piezas m¨¢s que otras, y de todas la que m¨¢s me gusta es un coraz¨®n de bronce forjado como una reja, en el interior del cual se puede ver un papelito doblado. El coraz¨®n descansa sobre un coj¨ªn de terciopelo granate, encerrado en una urna, que est¨¢ colocada sobre un pedestal. -Ruestes, me recuerda un poco el triste coraz¨®n del museo de Figueres que Dal¨ª le regal¨® a Gala cuando ella le pidi¨® "un coraz¨®n de rub¨ªes que lata". Pero este coraz¨®n de metal a m¨ª me parece que late con extrema naturalidad, mejor incluso que el triste latido del coraz¨®n con mecanismo de fuelle de Dal¨ª. Adiuva me Deus meus, El camino del amor, Levitaci¨®n se titulan otras piezas de esta blanca exposici¨®n de un escultor empe?ado en desmentir la ¨²ltima amarga confesi¨®n que le oy¨® a Brossa: "?Sabes qu¨¦, chico? No vale la pena trabajar para la humanidad". A Ruestes, que tiene en alto concepto la misi¨®n social del artista, le ronda siempre por la cabeza esta condena del viejo maestro, en un d¨ªa de des¨¢nimo. Quiere creer, quiere tener fe, y con sus obras transmitirla y retroalimentarla. Supongo que siempre fue idealista, pues ya de joven interpelaba sin cesar a Brossa: "Pero oiga, ?usted por qu¨¦ se pele¨® con Pon??". Brossa callaba. Ruestes insist¨ªa, se acaloraba: "?Deber¨ªan ustedes reconciliarse, mire que no vale la pena estar enfadado!". Y tanto insist¨ªa que al fin Brossa se lo explic¨®... No vale la pena contar ese penoso episodio, mejor imaginar al joven Ruestes dando saltitos alrededor de Brossa y pregunt¨¢ndole esto y lo otro...
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