Condenas a muerte
ESPIDO FREIRE
Desaparecen, como tantas otras cosas aut¨¦nticas. Los d¨ªas del peque?o comercio est¨¢n contados. En un momento en el que se proclama, se reinterpreta y se defiende la idea de identidad nacional a capa y espada, las tiendas que serv¨ªan de reclamo, que caracterizaban y determinaban una zona agonizan por aburrimiento y abandono. En Vitoria, en los ¨²ltimos cuatro a?os, han desaparecido una veintena de comercios tradicionales; los m¨¢s afectados, los comercios textiles, las pasteler¨ªas y las librer¨ªas.
Los dulces vitorianos, con un par de siglos de romance, de historia y de leyenda ceden poco a poco bajo el empuje de la boller¨ªa industrial. Los textiles desaparecen a favor de la ropa ya confeccionada. Las librer¨ªas acusan el paso de una sociedad poco aficionada a la lectura, pero que al menos consideraba los libros como un signo de prestigio a una nueva corriente de predominio audiovisual. Se pierde con ellos la capacidad para degustar telas, para devorar libros y apreciar pasteles.
Se pierde, por tanto, el concepto de calma en las compras y en el consumo, el placer de buscar tejido para un traje o una falda nueva, y la paciencia infinita del tendero (nadie hablaba de dependientes) para mostrar una y otra vez cortes de tela, retales, de las varas de medir y de las exigencias de las modistas, que no toleraban enga?os en cuanto a las medidas necesarias para una prenda. Los nuevos tiempos demandan prendas que puedan ser probadas, usadas y desechadas en la misma temporada, por poco dinero y de calidad cuestionable. Qu¨¦ m¨¢s da, si otra moda espera.
La comparaci¨®n entre escribir y llorar qued¨® ya vieja. La similitud entre leer y viajar carece de sentido. El incremento de gasto en ocio ha venido por el sector tur¨ªstico, con la misma filosof¨ªa de usar y tirar que la de la ropa. Se contratan viajes organizados, pa¨ªses o ciudades conocidos de modo parcial, sin respeto por los extranjeros, sus costumbres o razones, y se regresa al hogar con un mont¨®n de diapositivas y una alfombra para el sal¨®n con las que se da fe ante los conocidos del esp¨ªritu errabundo y emprendedor del due?o de los souvenirs.
No se lee, y si se compran libros se hace en las grandes superficies, entre las verduras y los calcetines, los tristes montones de libros de saldo, los cientos de ¨¢rboles sacrificados en vano. No se escribe, y los bellos objetos de papeler¨ªa quedan relegados a las ni?as que buscan bolis con olor y sellos con sus iniciales, o a los sibaritas que no renuncian al papel timbrado. Y otro comercio cierra, mientras se importan a baj¨ªsimo precio baratijas orientales que se venden por veinte duros. No hay tiempo para reflexionar. Almacenamos tanta imaginaci¨®n que el hombre actual aspira a derrumbarse sobre un sof¨¢ cada noche, a no pensar, a cerrar los ojos mientras se sigue con ellos muy abiertos las im¨¢genes sin mucho sentido de la televisi¨®n.
Y de nuevo, el misterio de los dulces. Una receta que se pierde es como una historia que queda sin contar: una ausencia insustituible, un placer breve, esencial, al que se renuncia. Pocas cosas se guardan con tanto celo como las recetas misteriosas o los remedios de botica. Las papeler¨ªas y los despachos de cierto tono fabricaban su propia tinta, con tantos aspavientos y secretos como si habl¨¢ramos de la Coca-Cola. Compon¨ªan la cola, agua, harina y goma, del mismo modo en el que hac¨ªan fermentar el pan o subir los roscones. Algunos maestros se encerraban en el horno durante el proceso final, antes de llevar al fuego, para otorgar, con una mezcla de rito y de teatro, el toque m¨¢gico a sus obras.
Al fin, los libros son libros se vaya donde se vaya, las piezas de tela salen de la misma f¨¢brica. Se lamenta perder la sabidur¨ªa del librero, el buen consejo del sastre. Pero el sabor, la mano, lo que las abuelas bautizaban como "el cari?o", var¨ªan tanto de una pasteler¨ªa a otra que las especialidades son terrenos acotados en los que m¨¢s vale no inmiscuirse. Y eso, en el lugar en el que mejor se come del mundo, el que m¨¢s se enorgullece de sus glotones y sus cocineros, no deja de ser una pena: una condena a muerte por desidia.
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