El efecto Clooney
Desde hace m¨¢s de tres d¨¦cadas y de centenares de espantosas pel¨ªculas, la casi ¨²nica aportaci¨®n de los grandes estudios de Hollywood a la busca de filones argumentales, al trazado de rutas de evoluci¨®n y a la definici¨®n de los estilos que pedir¨¢ el cine que viene, que ya casi es el del siglo que viene, para distinguirse formalmente del de ayer e incluso del de ahora, del ya hecho y ya formalizado, ha sido (sin t¨¦rmino medio) la respuesta inane del silencio o la grosera de la ley del tali¨®n. Nada que arg¨¹ir, salvo unas cuantas, obscenas por inacabables, ristras de ceros a la derecha. Pero esto ha sido as¨ª desde que el impulso de hacer una pel¨ªcula dej¨® de ser c¨¢lculo de unos artistas api?ados alrededor de una mesa llena de folios de un gui¨®n deshojado y se convirti¨® en decisi¨®n, remota y casi abstracta, de equipos an¨®nimos de mercaderes expertos en venta de im¨¢genes destinadas a las tragaderas insaciables del consumo casero de cine. El negocio se apoder¨® del arte hasta estrangularlo y lo desterr¨® de las pel¨ªculas de los viejos gloriosos estudios, convertidos en sombras par¨¢sitas de su pasado.Lo que la mole de los estudios ha aportado al cine de este tramo final del siglo XX casi se limita a un estrujamiento constante de la tosca ideolog¨ªa del efecto especial y sus devastadoras consecuenciass, que un genio del cine, Joseph Mankiewicz, intuy¨® y que le hicieron, en plenitud de talento, elegir la puerta del exilio y dar, cuando la franque¨®, este seco y contundente portazo de verdad: "No hay efecto especial que tenga la mil¨¦sima parte de eficacia expresiva que un buen di¨¢logo". No exager¨® el viejo iracundo cuando vino a decir que un cara a cara bien filmado deja mudo al truco m¨¢s elocuente. Tenemos cerca un caso, a mi juicio, eminente. En medio del m¨¢s espectacular alarde de elocuencia visual alcanzado por un laboratorio, la escena por donde entramos en el centro del abismo de la tempestad de La tormenta perfecta, surge un instante de cine puro, un t¨² a t¨² ¨ªntimista entre dos rostros excepcionales, los de Mary Elizabeth Mastrantonio y George Clooney, cuyo di¨¢logo, m¨ªnimo y exacto, reduce instant¨¢neamente al silencio al estruendo, y la fuerza de captura de lo que, para entendernos, llamaremos efecto Clooney convierte al sofisticado artilugio visual en acorde subordinado, en mec¨¢nica f¨ªlmica de tel¨®n de fondo, que s¨®lo se justifica como apoyatura de lo ¨²nico irrenunciable, que es el rostro humano.
En este sentido, La tormenta perfecta sigue el camino de llamada al orden que abrieron dentro de la envilecedora ideolog¨ªa del efecto especial algunas vigorosas excepciones, como las de Titanic, en la que la cumbre fue el efecto Katherine, por las maravillas que el filme dej¨® hacer a Kate Winslet y Kathy Bathes; o la de En busca del soldado Ryan, en la que la cumbre se la gana el efecto Hanks, cuando el enorme despliegue de plasticidad de laboratorio de la batalla final fue valorado y llevado a su funci¨®n exacta por la lucidez del instinto de cineasta puro que lleva dentro Steven Spielberg, que en medio de la traca de desenlace del alarde circense cort¨® en seco el chorro de ruido inform¨¢tico e inund¨® la pantalla con el, infinitamente m¨¢s expresivo, silencio humano de Tom Hanks herido de muerte. El d¨²o de rostros entre el soldado agonizante y el soldado que lo arrastra entre los restos del diluvio de trucos, Matt Damon, se adue?a del sentido de dos horas y media de cine, que as¨ª se hace gran cine, por conducir al espectador a este conmovedor cruce de dos mon¨®logos.
Palabra y silencio vuelven a revelarse como ¨²nica materia necesaria del relato. El resto, por mucho rebuscamiento t¨¦cnico que arrastre, es s¨®lo tinta destinada a escribirlas. Y nunca como ahora se hace tan certera la airada advertencia de Mankiewicz a los amos de Hollywood, cuando se larg¨® con malas maneras a su casa. Si algo ha hecho por el cine la epidemia del efecto especial es proclamar su inutilidad, incluso su estragante innecesariedad, cuando no est¨¢ al servici¨® de causas como la del efecto Clooney. Un gesto o un cruce de palabras de este gran actor estrella, que ya pisa, seg¨²n los mit¨®logos californianos, los talones a Harrison Ford, basta para destapar la evidencia de que el principio de fascinaci¨®n, la idea de estrella, el poder identificador de un rostro convertido en signo fetiche, sigue siendo el ¨²nico efecto especial (hay quien lo llama certeramente afecto especial) que cuenta y que pervive, que es cine, y no ef¨ªmero negocio a costa del cine.
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