Moros
Una ma?ana, en una ciudad del norte hermosa y fr¨ªa como un maniqu¨ª, contempl¨¦ uno de esos objetos que a veces nos hacen comprender, porque son como la clave fallida que and¨¢bamos buscando, como la pieza que cierra un antiguo puzzle y nos era necesaria para terminar un paisaje. Penetramos en una catedral, atravesamos un bosque de pilares, arquer¨ªas, cruceros; hab¨ªa un gran ap¨®stol de plata al final de la nave principal, y en una capilla del fondo un Ni?o Jes¨²s de Praga primorosamente vestido con sus mejores baberos. Pero luego, en un muro lateral, protegido por una cancela y varios cirios votivos, un hombre de madera cabalgaba un caballo blanco, con la espada en el pu?o, pisoteando una docena de rostros aterrados entre una ensalada de barbas y turbantes. Se trataba de Santiago Matamoros, patr¨®n de las Espa?as: a aquel carnicero se consagraban las fiestas nacionales y rezaban las huestes que iban a entrar en combate. Sobre el pecho, la cruz roja en forma de pu?al declaraba que las banderas son necesarias, que todo hombre necesita un estandarte al que servir; ciertamente, aquel criminal se hallaba a leguas de distancia del apacible santo que miraba al p¨®rtico desde el altar mayor, con una benevolencia arcaica en su sonrisa de metal. El Santiago que apadrina a los espa?oles no es ese espectador inofensivo, sino el homicida salvaje y brutal que aplasta cr¨¢neos con los cascos de su caballo. El odio al moro est¨¢ tan arraigado en la tradici¨®n de este pa¨ªs que en muchos momentos se ha tratado de recurrir a ¨¦l para hallar una identidad que de otro modo resultaba esquiva o pod¨ªa esfumarse. Somos esa naci¨®n que expuls¨® al invasor hacia el norte de ?frica, que remedi¨® ocho siglos de opresi¨®n y oprobio erradicando una cultura de la faz de nuestra tierra e instaurando en su lugar la can¨®nica y correcta que ped¨ªa el catecismo. La palabra cruzada se repite con una desagradable frecuencia en la historia de Espa?a: y siempre que se llama a la guerra santa, desde uno u otro bando, aquel antiguo enemigo resucita como un fantasma con problemas de conciencia.
Basta con darse un paseo por cualquiera de las provincias de Andaluc¨ªa para desmentir el mito maniqueo de la Reconquista: no s¨®lo por la arquitectura, el trazado de los barrios y el car¨¢cter de las personas, sino porque se trata de la comunidad que cuenta con un mayor n¨²mero de musulmanes, hasta 100.000. Durante a?os, la Junta ha jugado con dos extremos de la misma baraja: mientras exaltaba el legado omeya y nazar¨ª y pon¨ªa la civilizaci¨®n ¨¢rabe por encima de todas las otras que pueblan los libros de Historia, cazaba chalupas en el estrecho y persegu¨ªa marroqu¨ªes por las cunetas de las carreteras. Con las proclamas del preclaro Bush todo tiene visos de empeorar, y alguno, como Berlusconi, ya busca desempolvar la espada de Santiago. Qu¨¦ f¨¢cil es remover los antiguos odios, volver a agitar esa papilla espesa y nunca asentada que se mueve en el fondo de todas las conciencias: de pronto, apalear a Bin Laden se convierte en la excusa perfecta para perseguir trabajadores en El Ejido, para afinar los controles de frontera, para reducir el sueldo a la chacha y sin protestas, que demasiado aguantamos.
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