Una compleja transici¨®n
Es dif¨ªcil minimizar la singularidad de la operaci¨®n de sustituci¨®n monetaria que se est¨¢ llevando a cabo en Europa. Desde su concepci¨®n hasta la articulaci¨®n de las distintas fases por las que ha discurrido, el proceso de unificaci¨®n monetaria no s¨®lo no ha dispuesto de precedentes hist¨®ricos m¨ªnimamente relevantes, sino que ha desafiado todos los riesgos posibles a los que cabr¨ªa enfrentar una operaci¨®n de tal calibre.
La voluntaria adopci¨®n de una ¨²nica moneda y una pol¨ªtica monetaria com¨²n por 12 estados soberanos se ha hecho tras la detallada especificaci¨®n de unas reglas de acceso, en unas fechas igual de concretas, en un entorno financiero internacional poco propicio. Definida con casi tanta antelaci¨®n como la prevista por el primer plan, el concebido hace 50 a?os por Pierre Werner, la larga transici¨®n a esta fase final que estamos viviendo se ha visto obligada a sortear intensas discontinuidades en los ciclos econ¨®micos y pol¨ªticos de sus integrantes, una reunificaci¨®n pol¨ªtica y monetaria en el seno de la principal econom¨ªa del ¨¢rea y frecuentes crisis financieras internacionales, que no han hecho sino revelar el decreciente poder de los gobiernos frente al cada vez m¨¢s vinculante escrutinio de los mercados financieros. Unos mercados, conviene recordarlo, tan poco receptivos inicialmente a experimentos monetarios, como lo eran el propio Fondo Monetario Internacional (FMI) o la Administraci¨®n estadounidense.
La depreciaci¨®n con la que ha cotizado el euro frente al d¨®lar en los mercados de divisas, desde pocos d¨ªas despu¨¦s de su nacimiento formal, el 1 de enero de 1999, no ha sido tanto el resultado de ese euroescepticismo acerca del proceso de unificaci¨®n monetaria, como de las limitaciones propias de las econom¨ªas europeas y del controvertido rodaje del Banco Central Europeo (BCE).
Europa, sus principales econom¨ªas, no s¨®lo han crecido durante los ¨²ltimos a?os significativamente menos que EE UU, sino que tambi¨¦n - y en gran medida precisamente por eso- han mantenido un considerable retraso en la incorporaci¨®n de ese progreso t¨¦cnico que sigue deparando ritmos de crecimiento de la productividad en aquella econom¨ªa claramente superiores a los de la mayor¨ªa de las econom¨ªas de la zona euro. A ello no ha sido ajeno un banco central (la Reserva Federal de Estados Unidos), m¨¢s pendiente de no abortar esa larga fase de bonanza que en afirmar artificialmente su independencia y credibilidad antiinflacionista.
Culminada esa compleja transici¨®n, el euro se enfrenta ahora a la prueba final: la aceptaci¨®n por esos m¨¢s de 300 millones de consumidores en sus transacciones cotidianas y, m¨¢s concretamente, su coexistencia con las piezas y billetes representativos de las viejas monedas. La existencia de un periodo tal de cohabitaci¨®n es un rasgo m¨¢s de la singularidad de esta unificaci¨®n, una aparente facilidad para sus tenedores que puede convertirse de hecho en una perturbaci¨®n para la r¨¢pida familiarizaci¨®n con la nueva moneda.
A pesar de ello, y de la no menos perturbadora obligaci¨®n de devoluci¨®n de los cambios en euros, los ciudadanos europeos han asimilado, con mayor facilidad de la que preve¨ªan sus dise?adores, la conclusi¨®n de la m¨¢s compleja operaci¨®n de ingenier¨ªa pol¨ªtica de las que han jalonado la historia de la integraci¨®n europea. Que, como consecuencia de todo ello, el euro se aprecie ligeramente frente al d¨®lar, es el m¨ªnimo reconocimiento que los mercados de divisas podr¨ªan hacer a la irreversible simplicidad con que se inicia una nueva etapa en la historia monetaria internacional.
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